Homenaje desde Argentina
Publicado: 13 Mar 2004 13:51
Este copy & paste, tiene dos finalidades:
1) repudiar lo que sucedió, y homenajear (si cabe la palabra) a las víctimas.
2) dejar en claro que este hecho en Argentina caló muy hondo (se decretaron 3 días de duelo, al canciller argentino se le ordenó ir inmediatamente a Madrid -donde participó en la manifestación-, etc.), cosa que no ví reflejado en ninguno de los telediarios de los distintos canales españoles.
Bueno, estas dos notas son un copy & paste de la edición del sábado 13 de marzo de 2004 del diario La Nación (http://www.lanacion.com.ar o http://www.lanacion.com).
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El silencio conmovió a todos en la Avenida de Mayo
Una multitud recordó en Buenos Aires a las víctimas en España
El silencio fue conmovedor y la sensación no fue de ausencia, a pesar de los muertos. Más bien, el silencio, el profundo recogimiento, trasuntó desde la pesadumbre hasta la emoción. El silencio resultó un símbolo de unión, como esas dos banderas juntas: la azul-celeste y blanca y la colorada y amarilla.
Los paños eran los símbolos de dos pueblos que se entreveraban por el viento y que en esta oportunidad, con todo el dolor, se mantenían aferrados por la cima de sus astas por un crespón negro.
Fue una manifestación sin bullicio, fue la manifestación del dolor. Ayer, en la Avenida de Mayo, fue la tarde de la tristeza y de una multitudinaria reunión que estuvo muy lejos de aquellas tardes de "viejos" y queridos "gallegos" en sus veredas compartiendo un jerez, saboreando un caracol.
La gente, compungida, se acercó a nuestra españolísima avenida en una reacción inmediata a homenajear a las víctimas de la sinrazón, a las víctimas del odio, tantas cosas que ya calificaron las sociedades de distintas partes del mundo, por lo que es innecesario repetirlas, aunque las palabras para describir lo sucedido no le alcancen ni al diccionario.
Casi 10.000 personas llegaron hasta el acto y se ubicaron frente al palco de autoridades desde el que hablaron gente de varios credos y el embajador de España, Manuel Alabart Fernández, que agradeció en nombre de su país "desde lo más profundo de nuestros corazones".
Les estaba hablando a los argentinos, que en su mayoría eran descendientes de aquellos españoles. Les habló a los chicos, a los jóvenes, a los grandes y a aquellos "viejos" que un día se embarcaron. Algunos de ellos, por fortuna, ayer también estaban allí.
Rechazo
Había un cartel que alguien sostenía: "Ni terrorismo ni soberbia de líderes del Primer Mundo, Bush, Aznar, Blair".
Fue la leyenda más rechazada por la mayoría: "¡Esto es hacer política con los muertos!" "¡Los muertos están aún calientes para la demagogia!", increparon al hombre que sostenía el cartel en alto y se negaba a bajarlo.
"Primero hay que enterrar a los muertos, después hablemos de ETA o de Al-Qaeda", reflexionaba una mujer con los colores españoles en la solapa de su gabán y con una voz tan aporteñada que escondía su origen, como los de tantos.
También quisieron irrumpir en algún momento las de aquellos que utilizan cada acto, cada encuentro, para generar el desencuentro imponiendo sus políticas o, directamente, las ambiciones miserables de colores sectoriales que poco tienen que ver con el color del alma y mucho menos el de la muerte, que no lo tiene.
Las verdaderas voces, las que habían comprendido el sentido del acto, callaban. De a ratos, ante las palabras que venían del palco, sus manos aplaudían como máxima condena. Mientras tanto, las banderas coloradas y amarillas superaban a las argentinas y como nunca fueron tan bienvenidas. No era un partido de fútbol, se trataba de un abrazo de una misma tribuna que conmovía.
No era una manifestación más y no se oían bocinas. No había piqueteros cortando calles ni taxistas que maldecían.
Desde los edificios de la avenida las banderas eran cruzadas por cintas de luto y desde las ventanas de hoteles como el Alcázar o el Hispano los inquilinos seguían las acciones agitando con suavidad los paños con un respeto como hace mucho tiempo este cronista no veía.
No a las palabras
Despacio, como quien se retira de un entierro, la gente se fue desconcentrando. Ya nadie hablaba de política; quizás aquellos que lo hicieron habían comprendido que al dolor no se lo espanta a los gritos ni con pancartas.
En la puerta del Tortoni, un hombre de traje tan ajustado como raído bajaba la cabeza mirando el piso de su avenida. "No es tiempo de palabras", le dijo el sabio y viejo español a este cronista: "Hagamos silencio".
Tenía razón, es tiempo de banderas a media asta. Es tiempo del obligado silencio que nos deja el responso.
Por Mariano Wullich.
Buenos Aires.
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Un golpe al corazón de la Argentina por Joaquín Morales Solá
Una abuela española en la cocina hirviendo potajes eternos. Un patio andaluz perfumado de geranios y jazmines, o una huerta gallega donde crecían las verduras de la vida. Un suspiro, de tanto en tanto, y una misma frase al final: España está en el corazón. Una casa que alegraba -o entristecía- la voz quebrada del flamenco, la música brava y rotunda de España.
¿Era una casa en España? Sí, pero también eran así millones de casas en la Argentina de hasta hace tres décadas. Los inmigrantes de la pobreza o de la dictadura de Francisco Franco, parte de la España partida, la que había perdido la guerra civil. También estaban las víctimas de los estragos de su política. La España de entonces era muy distinta de la potencia opulenta de ahora, y la Argentina pletórica de aquellos años era muy diferente del país famélico de hoy. Había, sin embargo, antes y ahora, un vínculo recóndito y misterioso. Algunos lo llaman sangre y otros, memoria. Poco importa.
Una parte del bagaje cultural de la Argentina es una deuda con España. ¿Cuántas generaciones crecieron escuchando historia, literatura o política en las universidades con el acento y el gracejo de los académicos españoles? ¿Cuántos periodistas españoles nos enseñaron el oficio de contar las cosas cotidianas respetando el idioma de Cervantes?
¿No fueron acaso los editores españoles (catalanes, más precisamente) los que enseñaron a editar y a darle forma a la otrora monumental industria editorial argentina? ¿No fueron ellos los responsables de haber lanzado al mundo, desde Buenos Aires, el boom de la literatura latinoamericana, con Gabriel García Márquez a la cabeza? ¿No es común acaso seguir escuchando a Mario Vargas Llosa o a Guillermo Cabrera Infante contar que aprendieron a leer literatura con los libros que editaban en la Argentina aquellos españoles encendidos?
Los economistas suelen explicar con los argumentos de la razón lo que sucedió en la última década entre España y la Argentina. Dicen que cuando Carlos Menem llegó al poder, pocos países y pocas empresas del exterior confiaban en el líder argentino y que sólo podía hacerlo una nación de recursos limitados. Aseguran que, al fin y al cabo, la Argentina tiene el tamaño económico y social apropiado para el volumen de las inversiones españolas.
Y explican que de esa manera, racional y precisa, España se convirtió en el primer inversor extranjero en la Argentina durante los años 90, con más de 40 mil millones de dólares. Esa fue la década de mayor inversión en los últimos 40 años. Son silogismos verdaderos, pero faltan las cifras del alma.
Es cierto que con las inversiones llegaron otros españoles, ejecutivos de cabo a rabo que se miraban, sobre todo, en el espejo de los empresarios norteamericanos. Entre aquellos españoles mojados por el sudor de los inmigrantes y estos últimos, elegantes y perfumados, hay una atadura evidente: crear riqueza en un país que la tiene y no la aprovecha.
También es verdad que muchas veces los argentinos debieron escuchar los sermones adustos de Rodrigo Rato, el duro zar de la economía española, aunque lo asistiera la razón en más de una oportunidad. Cuando a Fernando de la Rúa le faltaba mucho tiempo para el final abrupto de su gestión, Rato le encajó a Adalberto Rodríguez Giavarini una premonición: "O ustedes devalúan ahora de manera ordenada o van camino a una explosión".
Nadie sabe qué pensaba en la intimidad el entonces canciller argentino, pero la profecía de Rato se cumplió, infalible.
Hay que recordar también que tanto Rato como el jefe de su gobierno, José María Aznar, ni simpáticos ni cordiales en sus estilos personales, decidieron que España sería el único país que aportaría 1000 millones de dólares en efectivo para el blindaje financiero de fines del año 2000, el último gesto del mundo para salvar a la Argentina de su tragedia irremediable.
Muchos vinculan a Aznar con Menem y así explican la apuesta española por la Argentina. No es cierto. El grueso de la inversión española se decidió en el último gobierno de Felipe González. ¿Es casual que, en un mundo con tantos dioses, los argentinos hayan decidido elevar a Felipe a la condición de líder extranjero más querido?
González fue el símbolo de una época en que España y la Argentina debieron, casi contemporáneamente, hacer una obra monumental: construir un sistema democrático casi desde la nada.
Ni la política ni la economía son tan elocuentes como la memoria de la gente común. Recuerdo aún a una viejecita que me dijo en Granada: "¡Ah, la Argentina! Para mí es como un pueblo cercano. ¡Nos ayudó tanto en nuestras épocas negras! Allí fue mi hermana y allí viven mis sobrinos y los hijos de mis sobrinos". Un pueblo cercano que, sabía, ya no podría conocer nunca.
En la otra punta de la escala social, un importante miembro del establishment español me aseguró en Buenos Aires, el martes último, que la apuesta de España por la Argentina era definitiva. Buscó las razones en los datos de la economía y en los mensajes de la política, pero terminó convocando al espíritu: "Al final de cuentas, en la Argentina nos sentimos como en casa y hacemos tan buenos negocios como allá", aceptó entre risas.
A los españoles de hoy es difícil explicarles que no se sienten inmigrantes los argentinos que fueron a España a buscar la suerte que la Argentina les negó. España estaba en el corazón de los inmigrantes españoles, que es el único lugar donde las cosas se guardan para siempre. Sólo la dejaron escapar para que saltara de generación en generación de argentinos.
Los estruendos criminales del jueves, que cegaron la primavera de Madrid antes de que brotara, golpearon sobre esa Argentina y sobre esos argentinos. Entre inversiones y sermones, entre peleas y reconciliaciones políticas de folletín, la única España nunca se fue del corazón.
1) repudiar lo que sucedió, y homenajear (si cabe la palabra) a las víctimas.
2) dejar en claro que este hecho en Argentina caló muy hondo (se decretaron 3 días de duelo, al canciller argentino se le ordenó ir inmediatamente a Madrid -donde participó en la manifestación-, etc.), cosa que no ví reflejado en ninguno de los telediarios de los distintos canales españoles.
Bueno, estas dos notas son un copy & paste de la edición del sábado 13 de marzo de 2004 del diario La Nación (http://www.lanacion.com.ar o http://www.lanacion.com).
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El silencio conmovió a todos en la Avenida de Mayo
Una multitud recordó en Buenos Aires a las víctimas en España
El silencio fue conmovedor y la sensación no fue de ausencia, a pesar de los muertos. Más bien, el silencio, el profundo recogimiento, trasuntó desde la pesadumbre hasta la emoción. El silencio resultó un símbolo de unión, como esas dos banderas juntas: la azul-celeste y blanca y la colorada y amarilla.
Los paños eran los símbolos de dos pueblos que se entreveraban por el viento y que en esta oportunidad, con todo el dolor, se mantenían aferrados por la cima de sus astas por un crespón negro.
Fue una manifestación sin bullicio, fue la manifestación del dolor. Ayer, en la Avenida de Mayo, fue la tarde de la tristeza y de una multitudinaria reunión que estuvo muy lejos de aquellas tardes de "viejos" y queridos "gallegos" en sus veredas compartiendo un jerez, saboreando un caracol.
La gente, compungida, se acercó a nuestra españolísima avenida en una reacción inmediata a homenajear a las víctimas de la sinrazón, a las víctimas del odio, tantas cosas que ya calificaron las sociedades de distintas partes del mundo, por lo que es innecesario repetirlas, aunque las palabras para describir lo sucedido no le alcancen ni al diccionario.
Casi 10.000 personas llegaron hasta el acto y se ubicaron frente al palco de autoridades desde el que hablaron gente de varios credos y el embajador de España, Manuel Alabart Fernández, que agradeció en nombre de su país "desde lo más profundo de nuestros corazones".
Les estaba hablando a los argentinos, que en su mayoría eran descendientes de aquellos españoles. Les habló a los chicos, a los jóvenes, a los grandes y a aquellos "viejos" que un día se embarcaron. Algunos de ellos, por fortuna, ayer también estaban allí.
Rechazo
Había un cartel que alguien sostenía: "Ni terrorismo ni soberbia de líderes del Primer Mundo, Bush, Aznar, Blair".
Fue la leyenda más rechazada por la mayoría: "¡Esto es hacer política con los muertos!" "¡Los muertos están aún calientes para la demagogia!", increparon al hombre que sostenía el cartel en alto y se negaba a bajarlo.
"Primero hay que enterrar a los muertos, después hablemos de ETA o de Al-Qaeda", reflexionaba una mujer con los colores españoles en la solapa de su gabán y con una voz tan aporteñada que escondía su origen, como los de tantos.
También quisieron irrumpir en algún momento las de aquellos que utilizan cada acto, cada encuentro, para generar el desencuentro imponiendo sus políticas o, directamente, las ambiciones miserables de colores sectoriales que poco tienen que ver con el color del alma y mucho menos el de la muerte, que no lo tiene.
Las verdaderas voces, las que habían comprendido el sentido del acto, callaban. De a ratos, ante las palabras que venían del palco, sus manos aplaudían como máxima condena. Mientras tanto, las banderas coloradas y amarillas superaban a las argentinas y como nunca fueron tan bienvenidas. No era un partido de fútbol, se trataba de un abrazo de una misma tribuna que conmovía.
No era una manifestación más y no se oían bocinas. No había piqueteros cortando calles ni taxistas que maldecían.
Desde los edificios de la avenida las banderas eran cruzadas por cintas de luto y desde las ventanas de hoteles como el Alcázar o el Hispano los inquilinos seguían las acciones agitando con suavidad los paños con un respeto como hace mucho tiempo este cronista no veía.
No a las palabras
Despacio, como quien se retira de un entierro, la gente se fue desconcentrando. Ya nadie hablaba de política; quizás aquellos que lo hicieron habían comprendido que al dolor no se lo espanta a los gritos ni con pancartas.
En la puerta del Tortoni, un hombre de traje tan ajustado como raído bajaba la cabeza mirando el piso de su avenida. "No es tiempo de palabras", le dijo el sabio y viejo español a este cronista: "Hagamos silencio".
Tenía razón, es tiempo de banderas a media asta. Es tiempo del obligado silencio que nos deja el responso.
Por Mariano Wullich.
Buenos Aires.
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Un golpe al corazón de la Argentina por Joaquín Morales Solá
Una abuela española en la cocina hirviendo potajes eternos. Un patio andaluz perfumado de geranios y jazmines, o una huerta gallega donde crecían las verduras de la vida. Un suspiro, de tanto en tanto, y una misma frase al final: España está en el corazón. Una casa que alegraba -o entristecía- la voz quebrada del flamenco, la música brava y rotunda de España.
¿Era una casa en España? Sí, pero también eran así millones de casas en la Argentina de hasta hace tres décadas. Los inmigrantes de la pobreza o de la dictadura de Francisco Franco, parte de la España partida, la que había perdido la guerra civil. También estaban las víctimas de los estragos de su política. La España de entonces era muy distinta de la potencia opulenta de ahora, y la Argentina pletórica de aquellos años era muy diferente del país famélico de hoy. Había, sin embargo, antes y ahora, un vínculo recóndito y misterioso. Algunos lo llaman sangre y otros, memoria. Poco importa.
Una parte del bagaje cultural de la Argentina es una deuda con España. ¿Cuántas generaciones crecieron escuchando historia, literatura o política en las universidades con el acento y el gracejo de los académicos españoles? ¿Cuántos periodistas españoles nos enseñaron el oficio de contar las cosas cotidianas respetando el idioma de Cervantes?
¿No fueron acaso los editores españoles (catalanes, más precisamente) los que enseñaron a editar y a darle forma a la otrora monumental industria editorial argentina? ¿No fueron ellos los responsables de haber lanzado al mundo, desde Buenos Aires, el boom de la literatura latinoamericana, con Gabriel García Márquez a la cabeza? ¿No es común acaso seguir escuchando a Mario Vargas Llosa o a Guillermo Cabrera Infante contar que aprendieron a leer literatura con los libros que editaban en la Argentina aquellos españoles encendidos?
Los economistas suelen explicar con los argumentos de la razón lo que sucedió en la última década entre España y la Argentina. Dicen que cuando Carlos Menem llegó al poder, pocos países y pocas empresas del exterior confiaban en el líder argentino y que sólo podía hacerlo una nación de recursos limitados. Aseguran que, al fin y al cabo, la Argentina tiene el tamaño económico y social apropiado para el volumen de las inversiones españolas.
Y explican que de esa manera, racional y precisa, España se convirtió en el primer inversor extranjero en la Argentina durante los años 90, con más de 40 mil millones de dólares. Esa fue la década de mayor inversión en los últimos 40 años. Son silogismos verdaderos, pero faltan las cifras del alma.
Es cierto que con las inversiones llegaron otros españoles, ejecutivos de cabo a rabo que se miraban, sobre todo, en el espejo de los empresarios norteamericanos. Entre aquellos españoles mojados por el sudor de los inmigrantes y estos últimos, elegantes y perfumados, hay una atadura evidente: crear riqueza en un país que la tiene y no la aprovecha.
También es verdad que muchas veces los argentinos debieron escuchar los sermones adustos de Rodrigo Rato, el duro zar de la economía española, aunque lo asistiera la razón en más de una oportunidad. Cuando a Fernando de la Rúa le faltaba mucho tiempo para el final abrupto de su gestión, Rato le encajó a Adalberto Rodríguez Giavarini una premonición: "O ustedes devalúan ahora de manera ordenada o van camino a una explosión".
Nadie sabe qué pensaba en la intimidad el entonces canciller argentino, pero la profecía de Rato se cumplió, infalible.
Hay que recordar también que tanto Rato como el jefe de su gobierno, José María Aznar, ni simpáticos ni cordiales en sus estilos personales, decidieron que España sería el único país que aportaría 1000 millones de dólares en efectivo para el blindaje financiero de fines del año 2000, el último gesto del mundo para salvar a la Argentina de su tragedia irremediable.
Muchos vinculan a Aznar con Menem y así explican la apuesta española por la Argentina. No es cierto. El grueso de la inversión española se decidió en el último gobierno de Felipe González. ¿Es casual que, en un mundo con tantos dioses, los argentinos hayan decidido elevar a Felipe a la condición de líder extranjero más querido?
González fue el símbolo de una época en que España y la Argentina debieron, casi contemporáneamente, hacer una obra monumental: construir un sistema democrático casi desde la nada.
Ni la política ni la economía son tan elocuentes como la memoria de la gente común. Recuerdo aún a una viejecita que me dijo en Granada: "¡Ah, la Argentina! Para mí es como un pueblo cercano. ¡Nos ayudó tanto en nuestras épocas negras! Allí fue mi hermana y allí viven mis sobrinos y los hijos de mis sobrinos". Un pueblo cercano que, sabía, ya no podría conocer nunca.
En la otra punta de la escala social, un importante miembro del establishment español me aseguró en Buenos Aires, el martes último, que la apuesta de España por la Argentina era definitiva. Buscó las razones en los datos de la economía y en los mensajes de la política, pero terminó convocando al espíritu: "Al final de cuentas, en la Argentina nos sentimos como en casa y hacemos tan buenos negocios como allá", aceptó entre risas.
A los españoles de hoy es difícil explicarles que no se sienten inmigrantes los argentinos que fueron a España a buscar la suerte que la Argentina les negó. España estaba en el corazón de los inmigrantes españoles, que es el único lugar donde las cosas se guardan para siempre. Sólo la dejaron escapar para que saltara de generación en generación de argentinos.
Los estruendos criminales del jueves, que cegaron la primavera de Madrid antes de que brotara, golpearon sobre esa Argentina y sobre esos argentinos. Entre inversiones y sermones, entre peleas y reconciliaciones políticas de folletín, la única España nunca se fue del corazón.