La angustia me come las entrañas. Reposando frente al televisor, con la luz de apagado en un intermitente rojizo. La mesita donde reposan mis pies esta cubierta por una capa de desperdicios, platos, vasos, envases y demás porquerías. El balanceo del péndulo del reloj, que golpea de una manera constante las paredes que le retienen produciendo un seco y rítmico sonido. El grifo de la cocina, que gotea desde hace tiempo, en una lluvia incesante de gotas sobre el pequeño lago que se ha formado sobre un plato en el fregadero.
El naranja de las paredes se me echa encima, como un camión de cítricos que descargan sobre mi cuerpo.Odio el color naranja, siempre me ha parecido un color estúpido, comparten el mismo nombre él y una fruta, una soberana gilipollez, es como si al amarillo le llamásemos limón, o al rojo fresa; creo que es el único color que tiene esa característica, todos los demás colores tienen nombre propio, un nombre que no comparten con nada más.
Mi culo se hunde lentamente en el sofá y el teléfono no suena. Casi son las siete y el jodido teléfono sigue callado, hace una hora que me tendría que haber llamado. Esta claro, tengo que hacer algo. Recojo el bote de J&B, un viejo envase en el que te guardo. Lentamente me voy apagando, la angustia se va, siempre se va.
El turquesa de mi cómodo sofá me va absorbiendo, como el profundo más de una playa paradisiaca de arena blanca perdida en alguna isla desierta. Los palmeras, cargadas de cocos maduros. Las olas, picando contra el acantilado de piedra erosionada, en ciego trabajo eterno por moldear la piedra lentamente, a su gusto de paso.
El teléfono suena, arrancándome súbitamente de mi delirio, tirándome contra la realidad de nuevo. Busco el reloj con desespero entre la manga de mi jersey, que se esmera en dificultar al máximo mi información. Son las nueve.
El teléfono sigue sonando, su timbre molesto va desapareciendo mientras se mezcla con el sonido de las olas, la angustia ha desaparecido, siempre lo hace.