La sombra de una Madre

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Vassago
moromielda
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La sombra de una Madre

Mensaje por Vassago »

La luna enrojecida por el ocaso presagiaba una noche inolvidable, algo que ocurre siempre que su blanca superficie se mancha de sangre. Los últimos rayos del sol entraban a hurtadillas entre las rendijas que dejaban los tablones húmedos y envejecidos del cobertizo. Sin duda, el chico que reposaba sobre la paja esparcida en el altillo sabía que no todo estaba en su sitio. Los animales estaban tensos, nerviosos. Los relinchos de Sombra, su yegua favorita, le estaban incomodando, tanto que él mismo, de forma involuntaria, estaba rechinando los dientes.

Apretaba las manos contra sus costados, intentando formar una masa uniforme de carne con su cuerpo, pero el cansancio le obligaba a relajarse. Ya debería estar durmiendo pero hoy había sido su último día de clase, así que no debía madrugar a la mañana siguiente y estaba perdiendo el tiempo antes de empezar su periodo de vacaciones estivales.

El cielo se partió con un trueno, que acompañado de un fogonazo blanco entre las nubes, amenazaban con la primera tormenta de verano. Sus ojos se abrieron por el susto y su color azul brilló unos instantes bajo la luz de la tormenta, la noche se había cerrado por completo y estaba empezando a diluviar.

La madera en la que reposaba crujió cundo se incorporo, sentándose sobre sus rodillas. Busco insistentemente, hurgando en sus bolsillos, sus manos se movían con soltura entre sus ropas, finalmente halló lo que necesitaba, una pequeña caja de cerillas de una edición limitada que solo poseían los pocos habitantes del Valle que regentaban el Fuells, un club de luces oscuras y música latina, donde predominaba el olor a colonia barata y un exceso de maquillaje en unas pieles rugosas y envejecidas. Arrancó uno de aquellos maravillosos bastoncillos y contemplo, tras frotarla un par de veces, como la llama prendía y danzaba al son de la traca natural. Acercó la cerilla a la mecha de una vieja lampara de queroseno, que prendió como una montaña de hojas secas, e iluminó la estancia instantáneamente con una luz amarillenta, irregular y bailarina.

Acarició su cabello, mientras su mente buscaba la respuesta a una pregunta que aún no había formulado. Perdido en sus pensamientos durante unos segundos pasaba la mano por todo su cráneo, deteniéndose en el nacimiento de cada uno de sus cabellos, hasta que el siguiente trueno le retorno a la realidad. Se puso en pie, y sosteniendo la lampara con los dientes se deslizó por la pequeña escalera de madera, poniendo el máximo cuidado en no pisar en falso, no sería la primera vez que esa escalera le hace una mala pasada. Cuando se encontró en suelo firme saco la lampara de su boca y la colgó de un pequeño asidero que sobresalía de uno de los pilares que sostenía el altillo. Golpeó con sus manos sus ropas, con fuerza, esperando que el polvo y los restos de paja cayesen en el suelo del granero. Sus ojos escudriñaron cada rincón del granero, para asegurarse de que todo estaba en su sitio, y tras eso apagó la mecha de la linterna.

Se movía con gran facilidad en la oscuridad, pero no lo suficiente como para poder desplazarse sin andar tocando con sus manos el camino a seguir. Abrió lentamente la puerta, lo suficiente para poder contemplar el chaparrón. La lluvia caía con intensidad, tanta como para dificultar la visibilidad, no lograba definir la forma de sus casa y apenas veía las luces. Se subió la capucha de la sudadera, salió del cobertizo, cerro la puerta con su balda y empezó a correr entre los millones de proyectiles que intentaban alcanzarle, con más o menos éxito.

Recorrer la decena de metros que le separaban del porche de su hogar no le hubiese ocupado más de diez segundos de su tiempo si no se hubiese detenido a mitad de camino. Le llamo la atención lo agradable que resultaba aquel bombardeo, como las gotas amainaban el calor que soportaba su cuerpo, había sido una calurosa tarde. Paso unos cortos minutos con la mirada en un punto indefinido del cielo, contemplando como se precipitaban aquellas refrescantes amigas desde lo más alto. Las gotas de agua siempre le habían parecido lágrimas, el lamento de todos aquellos que se han marchado. Recordó a su madre, vislumbró sus ojos entre los copos de algodón que formaban las nubes, contemplándole, protegiéndole.

Continuó su camino con las ropas totalmente empapadas, sus cabellos se humedecían por que la capucha no podía absorber más agua, y sus pies empezaban a estar realmente arrugados. Subió de un salto los escalones que le separaban del porche, se sacó la sudadera y meticulosamente la colgó de los hilos de tender que cruzaban de una columna a otra. Secó sus pies con insistencia, intentando limpiar la suela por completo, pero finalmente desistió, optando por sacarse las botas y dejarlas junto a la puerta. Entró sin más dilación al interior de la vivienda, donde se respiraba un ambiente fresco, las flores de lavanda que había recogido durante la tarde estaban produciendo su efecto.

Dirigió su mirada al reloj que tenía a la espalda, sobre la puerta de entrada, marcaba las ocho. Sus músculos se tensaron en un acto reflejo como modo de protección contra el escalofrío que estaba recorriendo su espinazo, era demasiado tarde. Recorrió los metros que le separaban de la nevera y la abrió con fuerza, dejando escapar todo el frió que encerraba en su interior. Examino un instante todo lo que contenía la nevera, construyendo una receta mental. Saco unos huevos, un poco de bistec, los dejó sobre el mármol negro y cerró de nuevo la nevera. Se agachó, sentándose sobre sus tobillos y examinó lo que ocultaba la cortina de la estantería que usaba como despensa. Cogió un bote de conserva, judías con tomate, y lo dejo sobre el fregadero. Se manejaba bien en la cocina, casi tanto como su madre, de hecho había ocupado su sitio desde su muerte. Empezó a usar sus habilidades culinarias y miró periódicamente el reloj de la cocina durante todo el tiempo que dedico a preparar la cena.

En un cuarto de hora el olor de la comida se había apoderado de toda la casa, un hechizo conjurado por el mejor de los sirvientes. La mesa estaba cubierta por un festín, carnes, legumbres y verduras, aderezadas con vino tinto y pan crujiente, lo suficiente para amainar cualquier fiera hambrienta. Aún así el trabajo no había terminado, el chorro continuado de agua caía del grifo sobre los platos que el chico fregaba entre burbujas de jabón, sus manos jugando con la rojiza espuma, creando formas distintas en un mundo de fantasía que solo él conocía.


La puerta golpeo con fuerza la pared, tirando uno de los cuadros al suelo y el olor a alcohol inundó la estancia, eliminando cualquier rastro del maravilloso aroma a comida recién hecha. Los músculos se le habían tensado tanto que le resultaba difícil pronunciar palabra alguna. Giró el cuello en un acto mecánico e involuntario. Sin darse cuenta estaba rechinando de nuevo los dientes, concentrándose en no cometer ningún error. Examinó aquel hombre analizando una vez más la situación. Sus botas cubiertas de barro habían manchado la entrada, sus tobillos anchos y curvados de sostener el peso de semejante cuerpo, sus pantalones tensos de la presión ejercida por la pronunciada musculatura de unas piernas gigantescas goteaban agua por todo el comedor, su cuerpo grasiento y rechoncho se tambaleaba sin cesar en un baile grotesco, sus puños fuertes y anudados como las raíces de un árbol vibraban a intervalos regulares, sus brazos recios y cubiertos de pelo negro como un gorila cautivo y enfadado que ha escapado de su jaula atraído por el olor a comida, todo presidido por la cabeza de un cerdo de quinientos kilos, su padre.

La mente del chico se había desconectado por completo intentando evadir lo que estaba apunto de suceder. Fijó sus ojos en el reloj, eran las nueve, su padre no debería estar en casa a esa hora, pero como que la tormenta era más fuerte de lo normal los accesos a la ciudad estarían cerrados toda la noche, así que regreso antes de quedarse aislado.El primer puñetazo en el estomago hizo desaparecer los relojes bailarines que absorbían la totalidad de sus pensamientos para devolverle a la más cruda realidad, el hombre del saco le esperaba, con las garras preparadas, listo para asestar un golpe más. Pero las leyes de la física son para todos, así que yetti tenía la movilidad de un tractor viejo y mal tratado. El chico se deslizo por detrás de la mesa, sorteando las sillas, la libre corre más que el galgo, aún así el burro siempre persigue la zanaoria. La carrera se extendió por toda la casa, el troll persiguiendo al pobre chico, que alejaba al hombre de su futuro escondite, donde jamás podría encontrarle.

Al cabo de unos minutos, la bestia se tambaleaba de un lado al otro, buscando a su víctima como un perro de presa. La borrachera ayudó a que aquel hombre no le volviese a golpear, pero oculto entre las sombras del desván recordó lo que pasó la noche que su madre murió. Fotograma a fotograma fueron pasando por su mente todas las imágenes de aquel trágico suceso. Su madre, una noche más, dañada y humillada por aquel hombre que se hacía llamar marido, soportando una tortura que no podía detener. Él en su escondite, donde su padre jamás podría encontrarle, escucho todo, golpe tras golpe, grito tras grito, como su madre exhalaba su vida en cada uno de sus suspiros. La policía le encontró en el desván cuatro horas después, inconsciente. Nunca le detuvieron. La puerta de la entrada sonó al cerrarse y su mente olvidó de nuevo. Gateando se desplazó hasta la ventana y vio como se dirigía a la cuadra. Suspiró, su padre habría ido al granero a dormir.


_ ¡Crístian sal de donde estés o mato a esta zorra!_ La voz provenía de la calle, pero a él le resonaban en la memoria, de la noche en que asesinó a su madre.

Asomó los ojos levemente por la ventana, su padre sostenía las riendas de sombra, aguantaba un mazo en la otra mano sin dificultad alguna, como si de una caña se tratase. Sombra se agitaba nerviosa, sacudiendo con la cabeza las riendas. Los ojos de Crístian estaban hinchándose como un globo y enrojeciendo como las brasas de un fuego ya casi apagado, pero que revivía por la rabia. Secó las lágrimas que nacían de sus ojos y volvió a mirar al exterior, ahora la yegua estaba atada a un poste, y su padre sostenía el mazo con las dos manos, como el garrote de un primitivo pseudo hombre.

El mazo golpeo a sombra en una de sus patas traseras, a la altura de la cadera, el relincho de dolor se escucho en cien metros a la redonda, y se repitió en un eco terrorífico en cada uno de los pelos del aparato auditivo del chico, que ahora lloraba. El segundo golpe fue lo peor, el crujir de los huesos enfureció al chico. Su padre continuo ensañándose con la pobre bestia que moribunda esperaba el golpe final. De nuevo enarboló el mazo con la intención de asestar el último y mortal golpe.

_¡MONSTRUO!_ La voz sonó a la espalda del padre, que esbozando una sonrisa dejó caer el mazo sobre la cabeza de la yegua, aliviando por fin el sufrimiento de los últimos minutos.

Crístian sostenía una escopeta de doble cañón, que anteriormente había sido usada por su padre, apuntaba con ella a ese hombre, con el pulso firme y una única idea. La cara de sorpresa de Tom era indescriptible, en una mueca desencajada entre sonrisa y lamento. Rodeando toda su parcela se podían ver a los vecinos, quietos bajo la lluvia, fantasmas observando inmóviles, impasibles. El disparo sonó de inmediato, casi sin tiempo para analizarlo, el cuerpo se desplomo como un saco ante la atónita mirada de media docena de personas, que corroboraron la versión del chico al día siguiente ante la policía con un cobertizo quemado y un hombre calcinado al ir a salvar a una yegua como respuesta a las preguntas.

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