Histerias de la Yema Amarilla
Escamas de atún depredado por buques factoría nipones, dieciocho o diecinueve celsius por debajo del cero, putrescente vendaval en dirección suroeste, la bahía y yo. Hoy soy un forzado glaciólogo de la mugre portuaria. Evisceración de ictioideos en atmósfera criogénica. Un sueldo que me permite aplazar la venta de un cuadriceps en buen estado y tres metros de intestino delgado.
Ocho horas, más dieciocho minutos, más falanges con estrías, de cuatro milímetros de profundidad, sangrantes y totalmente escarchadas sobre la izquierda, sorbete de pulpa de sandía, vaya, ¿me pagarán, esta maldita vez, los minutos extra? He tenido suerte, al picar no me han inoculado licuante sanguíneo, turno de cubierta, anticongelante intravenoso con pedazos de genoma de un pez antártico y hemofílico, me hubiera desmayado sobre el pozo despiezador, siete mil ochocientos cuarenta y tres atunes descuartizados en una hora. Eficiencia truculenta.
Carámbanos viscerales de pescado azul, minúsculas placas cutáneas arracimadas en copos hediondos y de tintes metálicos, cripta industrial de espinazos teleósteos. ¡Nghiiiiii!!!, ¡nghiiii!!, ¡nghiii!; la sirena apremia, los capataces marchan.
Subí el ómnibus corporativo que me llevaría a la yema amarilla de la ciudad, atestado de ideogramas publicitarios adhesivos y rostros demacrados. Así lo llamaban Yellow Yolk, una conurbación asiática en escala de chop suey y rollitos thai. Cuando los hombres del Mikado de la Guadaña arribaron en la costa este y degollaron a los atomizados caciques aborígenes caucásicos, establecieron el Vasallaje del Arroz. Una wakizashi al rojo que prendía en llamas un cáliz rebosante de arroz compactado y sake; cauterizaba el pellejo con una marca circular y enfermiza de empedrado a las tres delicias. Seña de clan, salvoconducto profesional.
Dos manzanas hacia el sur, tras apearme en la esquina de un drugstore de diseño para fashion junkies, llegué a la puerta del Red Piss. Un neón pornográfico robado de una productora spaghetti de películas tipo sex & laugh daba la bienvenida con una eyaculación cegadora y bolchevique desde un martillo soviético, a su izquierda, una vulva, con abstracta forma de hoz y parpadeante, recibía el jugo de cien bombillas chorreantes de luz.
El local era una amalgama de copas baratas, mercadeo químico y tratos ventajosos en los que si no recitabas el guión ensayado te despertarías por partes y etiquetado en gruesos frascos de formol en alguna clínica para yupis neoyorkinos y esteticómanos. Rostros asiduos de pliegue mongoloide bebían en vasos con peanas metálicas de dos palmos, eran yakuza, los yak locales, Yak U.S.A. Tercera generación, adoradores del voo shinto doo, sectarios de las finanzas depredadoras en el extrarradio de la Clara, la porción blanca, con puntiagudas jeringas de dinero fraudulento que se elevan contra el cielo en forma de rascacielos y diócesis civil de las sedes gubernamentales.
—Hueles a coño de buscadora de ostras Marlow —voceó detrás de la mugrienta barra un coreano tuerto con barba asimétrica— Date una puta ducha antes de entrar en mi local, ni sueñes con que hoy vas echarte tu siesta de madrugada en las cabinas ordeñadoras.
—Vengo directo de un curro legal y desenchufado del Buró de Ordenamiento Social. Hoy no estoy calentón como para buscar una mamada de silicona, ¡te dije que en la número 6 aumentaras en grosor bastardo! Mi gran polla americana aún está en carne viva.—una cicatriz como chicle masticado donde debiera estar una ceja del hombretón de ojos rasgados se levantó con arrogante camaradería— Vamos, Tito Wokah, ¿tienes sopa hipotensa? Sólo pretendo relajarme.
El dueño de todo era Chuck Wokah, el Tito Wokah para los que trabajamos alguna vez para él. Un Coreano del Norte, sargento desertor en la ocupación americana de la franja atómica más allá del paralelo 38º; en la segunda década del XXI mi nación había firmado con estados blandengues la creación de protectorados armamentísticos con la cláusula de una expansión territorial, de facto, regida por leyes norteamericanas. Todo por el cruento lucro de la metrópoli. Polis de titanio y fibra óptica dentro de países con una renta per cápita anual inferior a una cheeseburger con patatas.
Wokah había sido un agente doble y doblemente torturado por ambas facciones de la disputa bélica. Un brazo protésico, menos costillas que la caldereta de un negro en el Vertedero del Embrión, una cojera literalmente galopante y una cara como un pan aceitoso a medio amasar, eso es lo que trajo para América. Eso y un visado vitalicio como recompensa a su ambivalente expiación militar.
—Toma, mequetrefe, el caldo de hoy no lleva ansiolíticos de los que usan los veterinarios del zoo. Hexágonos Rainbow, píldoras experimentales del laboratorio de Vrantikov, suero mescalínico, tabletas antisuicidio y el secreto del éxito: té Oolong de China, amargo y fresco con tonos de menta. Los estofados de la abuela se han acabado, dos fiambres en un mes Marlow. Tú estás habituado pero...—la sopa Wokah era un líquido extremadamente nutritivo, cuanto menos espiritualmente, hirviente, condimentado con polvos de amapolas afganas, pimienta y un jugo ácido que si no fuera por haber sido incluso proveedor del chef en mi adolescencia, cuando solía atracar farmacias geriátricas, hubiera jurado que era zumo de pomelo recién exprimido. Hacía volutas de efluvios narcotizantes bajo mi nariz cuando volvió a dirigirse a mí entre la clientela—Vaya trabajo de mierda que debes de llevar y ¡desenchufado! Te conozco desde el día en que clavaste tu navaja en el culo de mi zorra que cobraba por adelantado. No soy pedófilo así que no te follé a ti en justo trueque, pero sí te obligué a hacerme trabajitos de moscardón para los Yak. Aún no me explico como no estás muerto...
La sangre de mis manos ya era una oscura costra como comida para perros pasada de fecha, los músculos ateridos se distendían, me reconfortaba el poder beber a minúsculos sorbos el caldo de Wokah. Nubarrones de tintura opiácea atravesaban el salón anhelando refugio en los resquicios de los rajados ventanales. Un cierto lujo, una corrosiva y entrañable decadencia. Un Mao Ze-Dong en arte pop, barnizado con pan de oro y ojos de Lucifer risueño presidía el negocio, a su alrededor y en estantes arbitrarios de formica serigrafiada con emborronados trazos cirílicos, se apostaban horrendos ídolos Pahsien humeantes, los Ocho Inmortales, con atributos de etérea fosforescencia policroma. El Red Piss olía a pasillos de clínica estatal para narcodependientes un 4 de Julio: sudor agrio vaporizado en el ambiente, desinfectantes industriales, ponche de huevo enranciado y demasiado a polvos quemados; ya sea sándalo barato, pólvora precompactada o alguna ina burbujeante sobre láminas de aluminio recalentado. El cansino bastardo de Wokah había vuelto a pinchar aquel denso circular de música Coreana milenarista. Rikuzhao Ts'ai-Kwo, la primera cantante con membrana exovocálica, salmodiaba en tonos inhumanos de cetáceo moribundo con instrumentación de maquinaria minera subacuática.
Tito Wokah extendió un índice color rosa protésico hacia mi lado de la barra mientras continuaba charlando en jerga sashimi con dos trajes de motivos romboidales, el siguiente disparo de verborrea para mí:
—Chico, Marlow, eres un hijo de puta confiable, me caes tan bien como mi perro Whatdrug y eso que este ladra en cuanto huele a más de 5 millas el after sabe de un placas ciegas de paisano y me lame el requesón todas las mañanas como despertador. Si vas de independiente y hasta huyes de mis favores por obcecarte en tu senda del verdadero ciudadano americano, nunca valdrás lo suficiente ni para que recojan tu cadáver y lo usen como abono esa desquiciada compañía vendedora de calabazas de Halloween con almas condenadas garantizadas. Hó..
Giró la cara y se carcajeó de su lamentable chiste mientras despedía con pómulos tensos y labios elásticos a los dos trajes romboidales. Volvió a girarla.
—No quieres matar ni por mí ni nadie y ¡por Mao y los Ocho Grandes que es lo único para lo que te parieron! ni hacerme ya de paloma mensajera, no vales una mierda, te pasas el día colocado a la vieja usanza. Eres un lobo salido y montañés que se quedó ciego con los neones de los templos de telepredicadores. Cada día estás peor, ¡enchúfate! ¡incrústate un Brain Wired!, y cuando no seas una cagalera humana, ni tampoco apestes a bragas de puta del Vietcong y vivas como proletario zombie, regresas. Te regalaré un buzón dónde recibas cada año mis sentido pésame por que tu madre no hubiera hincado la percha en su coñito blanco con más rabia. Garrapateó un pedazo de celulosa basta y con anagrama tridimensional.
»Tu última sopa Marlow, coge mi vereda o la tuya, sin medias tintas. Por ser la última, invita la casa. Bebe y no vuelvas más, camarrradda.
La inflexión de camarada sonaba a la proyección y suma de todas sus ascos, tropezones de repugnancia vomitadas sobre mí. Acto seguido, palmeo el pulimento gris amarillento del mostrador y pegó con ayuda de viscosos brebajes derramados, un pedazo de cartón de posavasos con un nombre vagamente conocido, el número de un cell ID perteneciente al primero y la frase: Brain Wired, te ayudará Marlow.
Aún me quedaba la mitad de la sopa, hoy insípida y ciertamente nada hipotensa, en la esquina derecha dónde Wokah dispensaba cervezas heladas con ácido, había un pequeño Telefunken, con caja de imitación de cedro, a todo volumen pugnando por sobresalir entre los gemidos de un cuelgue generalizado y la punzante salmodia del delfín taladrado en una prospección en alta mar. Eran comerciales: porcelana líquida dental y una fresadora minúscula a precio de saldo, un coche utilitario de hidrocarburos con placas fotosintéticas atenuantes de la contaminación con una pelirroja tetona y excursionista, un espacio reservado de propaganda gubernamental. Allí subvencionaban la narcosis mental de mi nación.
Brain Wired. Brain Wired tipografiado sobre el obsoleto tubo catódico como un pastiche de axones y dendritas, mutando, no, mecanizándose en circuitos integrados. Analogía. Así era, del bulboso órgano pensante al geométrico metal chispeante.
Distorsión en el comercial, mal ajuste de la antena hertziana o un colocón de dopamina, no lo recuerdo. Me rayé entre dos escenas superpuestas, miles de obreros, en estado de catalepsia deontólógica, manufacturaban zapatillas Mars Dancer en una nave industrial saturada de palmeras, batas blancas y la sinfonía de un vienés enterrado hace siglos; todos los miembros de una rica madriguera de blancos usureros del metálico gozaban de un picnic electronírico sobre la falsa estepa de Ulan Bator, comían los dulces de Genghis Kahn mientras sus esbeltos cuerpos de catálogo no supuraban más de 800 kilocalorías diarias. Esto era lo último, felicidad eterna y macrobiótica dispensada por un par de clavijas en la nuca.
Nombre en clave: Sueños de Guyana, un empalme craneal para hibernaciones en periodos de exploración planetaria. Una nota de prensa comunicó el nuevo método a tabloides científicos de tirada prestigiosa, elitista y académica. Cuando la bandera de Los Estados Libres de Europa hendió aquella luna de Júpiter y se retransmitieron las primeras imágenes de seis cosmonautas de sudorosas cabezas lampiñas y cuellos cableados con gesto de boba satisfacción muchos pensaron en leucemia y unos pocos en novelas pulp de sci-fi. Tardaron tres años más en regresar, para ellos fue un sólo sueño demasiado pesado. Cuando, al fin despertaron, lo hicieron como en un Pentecostés digital e inducido. Tres años de ida más otros tres años de vuelta de bombardeo subliminal: lenguas muertas, cine mudo, evolución del dodecafonismo, filosofía brahmánica, ecuaciones inextricables, sociología hipotética, las insulsas charlas de los operadores, todo lo que un hipocampo sano y adulto puede tolerar. No fue así, sobrepasaron el límite, obtuvieron tres vegetales, un coma de por vida, un eremita de la Red sin capacidad de habla y otro alucinado; Mathias Thamsräd, primus inter pares del Cónclave del Témpano Gnóstico. Una secta tecnócrata que en quince años de expansión había afincado su Edén en Groenlandia y acogido más de dos millones y medio de acólitos entre la joven meritocracia universitaria a escala mundial.
El día en que el Dr. Thamsräd perfeccionó el primitivo arquetipo de Brain Wired, que el mismo portaba incrustado entre sus hemisferios cerebrales y vendió la patente a una desconocida corporación hindú, la Hrishikesh, el mundo se acabó por joder del todo. Ni siquiera la hecatombe energética del 2.028 se le puede comparar; Hrishikesh, literalmente amo de los sentidos. Experiencias de ensueño intracraneales, proceso simple electronírico, sueños a la carta, no sólo eso: sonambulismo controlado, títeres cárnicos.
Primero usaron el Brain Wired en soldados, los zombie warriors masacraron sin distinción tanto aliados como enemigos y la ONU los prohibió con anatemas humanistas. Tras ello, el desarrollo civil recaería en la obscenidad del metálico, en las Muñecas de Placer programadas para las vomitivas orgías de ricachones, luego en profesiones con alto riesgo de mortandad y por último y en estos días, se pretende implantar en cualquier afiliado al Buró de Ordenamiento Social. Modelos Base 01, único empalme cataléptico, lo justo para dormir ocho horas y despertarte con nuevas agujetas, moratones, juanetes, un hambre voraz y los esfínteres a reventar. Salario mínimo, trabajo no específico, presumiblemente ensamblajes, algo mecánico, los proletarios ni siquiera sabían donde iban a trabajar al día siguiente, ubicación flotante y joder, jamás era algo previamente especificado. Movilidad, la potencia muscular de la nación; qué hijo de puta era ese presidente bobalicón y de aspecto de látex manoseado que estorbaba las emisiones de la NFL con sus discursos cristianamente estereotipados.
En el minúsculo monitor de mi cell ID parpadeaban unas cifras que indicaban un mind trip de algo más de dos horas sobre ese destartalado taburete de formica. Veía como si a un halcón le hubieran extirpado los ojos para ponérselos a un topo. Tenía que marcharme del Red Piss, las imágenes fluctuaban: telescopio, microscopio, de nuevo telescopio. Empujé a un negro con hábito encarnado, desasido ceñido, perteneciente a una banda de autopunición, tenía surcos faciales, al igual que la cabeza de un caimán. Salí corriendo mientras una sombra tan alta y corpulenta como una camioneta paramilitar alzaba un brazo negro y agujereado que se parecía a un cañón de excesivo calibre. Sus gruñidos, eran obuses. Me oculté entre dos contenedores de basura que apestaban a plástico biodegradado con enzimas industriales, el torso de un maniquí con tetas derretidas químicamente sobresalía entre las gruesas tapas; el colocón aún me debía de durar, al menos, una hora más. Fluidos abrasivos, vaho escarchado.
Un operario del camión de recogida de vertidos tóxicos gritó algo con el tono lastimero y autoritario que se les reserva a los junkies, trabajaba succionando borbotones de fango petroquímico y verdoso con una manguera gruesa, anillada. El retumbante claxon me terminó por arrancar de cuajo una alucinación polisensorial. Un paquidermo del color del brócoli mal hervido, vía trompa, vomitaba encima mía, mientras, sus patas del diámetro de una rueda de monster truck intentaban pulsar frenéticamente un gran botón rojo situado entre oreja y oreja. Me fui a casa.
Casa era un cuarto alquilado por horas en un lovetel con moqueta fucsia y condones masticables debajo de la almohada. Me di una buena ducha con espumujeantes sales vasodilatadoras. Eyaculé dos veces con una manopla de crin sintética de un solo uso. El colchón vibraba a ritmo de fornicio birmano cuando dormí seis horas seguidas. Había una pequeña cesta de fruta fálica para desayunar. Un fogonazo solar entre cortinas de burlesque me situaron rozando el mediodía. En el mono azul ozono del trabajo de ayer conservaba el posavasos garrapateado de Wokah. Brain Wired, te ayudará Marlow. Letras y un número de cell ID en el anverso. Pagué la factura en un vestíbulo forrado de terciopelo carmín, introduje una tarjeta multicom con siete nuevos créditos americanos. Los dedos rozaban sensores numéricos, mente ansiosa, ¿Brain Wired, ahora, para qué? Más orgasmos con menos jodienda, la paja es resumen de la vida. Autoconvencido, llamada iniciada.
—¿Spencer Zheng-Paoh? Tito Wokah escrib...
Un avatar de la arrogancia tecnócrata se apareció en mitad de la frase.
—Tse'pa, frenillo ario. Tu eres el usado pero como nuevo que comentó Chuck Wokah, tenía demasiado interés en tí, no sé por qué. Tengo un Brain crackeado listo para ser empalmado en tu cráneo. Fija la emisión hertziana, estoy en mi atelier, el Neurotrash. Si no estás aquí antes de la cena alguien se va a enfadar y algunos deditos le van a tener que limar... hasta la muñeca.
Lo decía con la frialdad del padre que aterroriza a sus hijos con historias de miedo antes de acostarse. Lo entendí todo demasiado bien. Mi cell ID guardó las coordenadas provenientes de los suburbios de la Yema Amarilla. El convoy magnético metropolitano llegó sorpresivamente puntual, los corredores también parecen veloces cuando les doblan en el circuito olímpico. Tras una parada en un puesto ambulante de quelonios al vapor y cinco trasbordos me presenté delante del Neurotrash.
Hacía ya demasiados años desde que el último prefecto urbanístico se marchó con orejas de la Yema Amarilla. Los inextricables ramales se extendían en células caóticas de ladrillo, acero y vidrio polarizado. Es un maestro de obras esquizoide con un cáncer metastático en las pelotas. Junto a una catedral mormona, ahora reconvertida en una mazmorra para pony slaves, se erguía un silo colosal de níquel corrugado. El Neurotrash era un descongestionador nasal de bolsillo, aunque de tres pisos de alto y con el diámetro del helipuerto de la Casa Blanca.
Sobre la puerta batiente me abrió una mujer andrógina, de extraña raza centroasiática, con tez cetrina y ojos de aguamarina. Una enorme panza elipsoide de la que sobresalía un brazo corto, poliomielítico, me estrechó la mano blandamente. A los lados, ocho melenas negras absortas en una orgía de datos cooperaban derritiendo hielo negro para dejar el camino expedito hacia a algún servidor corporativo.
—Marlow —de repente mi nombre era de su incumbencia, pirataje primario, de cell ID a cell ID— suelo cenar tres veces al día, ¡cuánta fortuna hay en tu visita! Justo antes de la primera, ¿te apetece algo nutritivo?—con un ademán de su brazo de tiranosaurus rex indicó varias bolsas de vacío a punto de reventar por el vapor interno— Deberías comer, vienes azul, con pupilas bailarinas y, te aseguro, la hemorragia será grave.
—¿Quiénes son estos? Tienen las uñas extirpadas y deduzco por el aroma que rezuman, que deben llevar así días enteros.—abrió distraídamente la primera bolsa con una sierra a micropila, vaharada agria, carne macilenta con setas y algas cianóticas— Sé que no tengo elección, pero... ¿no tienes algo más de la América profunda?
Zheng-Paoh, se manifestó como un obeso manipulador, de cavilaciones tan enrevesadas como sus intestinos. Un erudito del empalme sináptico. El Neurotrash, de hecho, era un sofisticado navío pirata, aunque esta vez los galeotes eran obsesos del binario que empeñaron áreas cerebrales sanas por una automatización en la capacidad de abstracción numérica de sus mentes.
—El placer es subjetivo y esquivo, se retiene por momentos hasta el clímax y el hartazgo.— encías rosadas servían de base a unos dientes estrechos y puntiagudos, tragaba, no mascaba, deglutía vorazmente, ciertamente, como un tiranosaurio— Cuando como segrego oleadas de hormonas polipeptídicas, bah, para ti endorfinas. Es placer, mi placer.—volvió la mirada hacia las ocho melenas negras— Hijos de Apolo, amantes del cálculo, técnicamente son humanos, cefalodroides. ¿Qué es una vida de gozo extremo a cambio de permitir guiar sus hazañas computacionales en pos de mi justo pago?
Los galeotes y el cómitre. Terminé cenando un grueso tubo de proteína neutra, condimentada al curry y radiada por microondas. La comida del octeto de cafalodroides esclavos. Y pasteles, docenas, la única rama estable del árbol culinario mundial: harina, huevos, leche y azúcar. Zheng-Paoh eructaba con el mismo timbre que el ladrido de un perro enano. Me apetecía un sueño hispano de sobremesa, bostecé no sin descaro.
—Arriba hay un muy cómodo sillón, algo sucio y con lámparas que te tostarán esa carne de folio en blanco. Es para que no pases miedo en la oscuridad.—un interruptor se pulsó formando un charco de luz amarillenta allí dónde horadaba el silo una escalera de caracol, subía como también bajaba— Sube por ahí y ve afeitándote la nuca. Vas a poder dormir como un niño de teta.
En la primera planta del gigantesco cilindro metálico había preparada un vieja navaja de manufactura indochina y jabón cáustico con rancio olor a desinfectante. Delante de un lavabo cromado, ancho, de clínica veterinaria y mirándome transversalmente con un espejo empañado, me afeité desde la crisma hasta el comienzo de los hombros. Tenía el mismo corte de pelo, que los Foetus Eaters, nadie sabe si de veras merecen el apodo. Tres metros detrás y a la izquierda había un sillón de shiatsu violeta teñido de óxido sanguíneo. El saurio amarillo apareció con un maleta desplegable atestada de dos tipos de objetos: con cables, o con puntas letales. La depositó sobre una mesilla auxiliar enfundada en plástico transparente.
—Sube al potro, vaquero, el rodeo va a comenzar—el mismo hizo un lamentable gag moviendo su raquítica muñeca como si hiciese volar un lazo, cabalgó al potro con unas piernas que no tocaban el suelo y ajustó el reposacabezas en forma de U hasta lo que pretendía fuese mi estatura— Tu turno Marlow.
Conectó media docena de aparatos sacados de películas del XX con sinopsis sin sentido y ambientadas en futuros de tecnología alternativa. Un cubo lustroso, con cerdas de metales nobles en las aristas estaba flotando en gel aséptico. Brain Wired. Pidió me que desvistiera el torso al completo. Manejaba hábilmente varillas de molibdeno con carga anestésica cuando oí su último comentario.
—¿Sabes lo que les ocurre a los bebés a quienes se les sopla la fontanela? pues...—un aguijonazo de anestesia dejó en letargo mi bulbo raquídeo, coma aparente. Jamás supe que les ocurría a esos bebés.
Desperté con una migraña siseante, como humo tras una llamarada eléctrica. Estaba mortalmente pálido y una sábana plástica, de las que usan en pompas fúnebres baratas, se adhería con el sudor a la piel. Zheng-Paoh traía un cuenco cerámico desprendiendo vapor dulzón. El Desayuno. Me era difícil recordar el procedimiento del lenguaje. Lo miré de hito en hito.
—No me mires así, no soy tu Dr. Frankenstein. Todo bien, una pequeña transfusión de rutina. ¿Sabes? Estás sonado, chico americano, tenías el hipotálamo medio licuado. Daño vi-si-ble Marlow. Ahora que estás operado puedo decírtelo. Te he incrustado algo muy gordo, un prototipo Hrishikesh. Inestable. Wokah y quien ha pagado todo esto esperan algo, algo muy valioso de ti. Yo no lo sé, pero tu cabeza vale ahora el producto interior bruto de un país centroamericano.
Una espuma rosada allí donde se practicaron incisiones me recordaba lo que me habían implantado, un prototipo Hrishikesh. Cinco empalmes, dos detrás de cada oreja, el último y habitual en la base de la nuca. Mousse gelatinosa de plaquetas, cicacitración instantánea, de venta en drugstores sin licencia.
—El ómnibus del Buró de Ordenamiento Social, pasará cerca de este distrito en algo más de una hora. Trabajo Marlow. En tu cell ID hay ahora una máscara con nombre de un fallecido la noche anterior, hemos rescatado sus datos en una descarga entre dos agencias gubernamentales. El primer enchufe es el peor, tendrás náuseas al volver a la consciencia. — cogió mi ropa, ahora con olor a botiquín de primeros auxilios y me la tiró—Sigue con esta pantomima, volverán a ponerse en contacto. También yo he apostado por tí, lo que no diré es si a favor o en contra. Adiós.
Me arrojó a la calle, con un mapa impreso de la Yema Amarilla. Era GPS milimetrado, fotografía de satélite con leyenda de los sitios que debían ser conocidos por mí. Flechas gruesas ambarinas marcaban la parada del ómnibus. Flechas fosforescentes, así estimaban mi inteligencia. Con el tiempo justo me infiltré entre una cincuentena de proletarios con caras blandas y anodinas. Un monstruoso ómnibus color terracota y malva cargado con otra cincuentena de proletarios iba a acogernos en su seno electronírico. Dos holgadas plantas, un conductor y tres batas blancas. La máscara de mi cell ID embaucó al lector unipersonal, un nombre más, entre más personas ordinarias.
Por favor, pasajeros del ómnibus nº 786-XTC, sigan el protocolo de penetración binaria intracraneal. Ajústense las correas en relación a su masa corporal, apoyen la nuca contra el panel de sujeción vertebral. Inicio de electroneresis. Relájense. El proceso pude durar unos minutos más. Se les concederá un trabajo, digno, remunerado, llevadero, para así conseguir unas vidas plenas como ciudadanos americanos. Proceso terminado. Buenos Días.
Intermitencia. Oscuridad, luz, oscuridad. Un recio cable forrado de metales livianos me horadaba la nuca con un cosquilleo que no debería estar allí. Algo iba mal, no sentía mi propio cuerpo, la conciencia se alejaba retrospectivamente. Parecía otra clase de mind trip. No sé cuanto pudo transcurrir en el trayecto. Esta vez prescindieron de voz mecánica y pregrabada. La fila contigua de trabajadores se levantaron literalmente como un sólo hombre y fueron escupidos por la trampilla del ómnibus. Una mano inconsciente, la mía, a la par que mi propia fila fueron desabrochándose las correas atenazantes. Un bata blanca tecleó algo sobre una consola lateral y el recio cable se desprendió de la almohadilla, aún sujeto a la clavija de la nuca pero libre y acabado en una especie de minúscula antena receptora. Asimismo fuimos escupidos del ómnibus.
Pese a continuar en una estricta fila india y no poder girar el cuello, pude leer claramente Mataderos Claw Dither. Los apagones de conciencia remitían para volver aplastantemente. Para coser hilos al raciocinio y hacer que baile al son que marca el invisible titiritero. Oscuridad, disforme, impenetrable, cálida y polvorienta como el terciopelo viejo. Luz, focalizada, transparente, gélida e impoluta como lustrosas lentejuelas. Luminaria mental.
A cada lado de una oblonga cinta transportadora se situaban casi un centenar de operarios expectantes con unas pequeñas cajas de pulcras herramientas de acero. Una gran tolva dispensadora, al comienzo de la cinta, emitía borborigmos de funcionamiento. No quería creerlo. Carne rosada y lampiña era regurgitada por una cortina de vinilo ensangrentada. Idéntico al vómito sanguinolento de una úlcera estomacal. Zarpas libres de recatos mojaban, limpiaban, rajaban, hendían, fracturaban, implantaban, desangraban, cosían. Ya me tocaba.
Y sabía para lo que había venido hasta allí.
No para otra cosa que afeitar y operar.
Histerias de la Yema Amarilla
- Cíclope Bizco
- Mulá
- Mensajes: 1375
- Registrado: 13 Ene 2004 03:43
Histerias de la Yema Amarilla
Última edición por Cíclope Bizco el 27 Nov 2004 04:21, editado 2 veces en total.
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
- Cíclope Bizco
- Mulá
- Mensajes: 1375
- Registrado: 13 Ene 2004 03:43
No ha quedado tal como lo proyectaba en un principio. Esta es su versión 0.9, en la siguiente madrugada ya enmendaré los desbarres ortográficos. El final es demasiado lánguido, tiene continuación que pensaba relatar, aunque las ganas se me han ido en estos dos últimos días escribiendo dos líneas a ratitos libres.
Esto se editará. Ciberpunk para masas, espero que alguien degluta el ladrillazo sin que tenga que cagar despues teselas.
Esto se editará. Ciberpunk para masas, espero que alguien degluta el ladrillazo sin que tenga que cagar despues teselas.
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
- Cíclope Bizco
- Mulá
- Mensajes: 1375
- Registrado: 13 Ene 2004 03:43
Viejo chochainas.
Este comistrajo de clichés ciberpunkarras es de los escasos denuedos imaginativos que he leído en meses sobre el dazibao. Que haya escrito, pane lucrando, en esta, mi sección entintada por plumas desmañadas, no te inviste con la sapibunda toga del dómine dixit. Ni en mis más lúbricas fantasías conjeturaba con tener a un perro panegirista de tu refutada, y reputada, valía.
Fango habemus, vuesa merced.
Este comistrajo de clichés ciberpunkarras es de los escasos denuedos imaginativos que he leído en meses sobre el dazibao. Que haya escrito, pane lucrando, en esta, mi sección entintada por plumas desmañadas, no te inviste con la sapibunda toga del dómine dixit. Ni en mis más lúbricas fantasías conjeturaba con tener a un perro panegirista de tu refutada, y reputada, valía.
Fango habemus, vuesa merced.
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
Nueva Orleans es un museo de muertos.