Pedí huevos con patatas fritas, el que vino a tomar nota me miro con sorpresa, es lo que me apetecía, era mi elección.
Hace muchos años, el día que cenábamos huevos con patatas, plato estrella de mi neurótica madre, era sinónimo de alegría y se convertía en una fiesta.
Mis dos hermanos y yo inventábamos cada vez una manera diferente de comerlos, en un alarde de mi escasa imaginación, era el mas torpe, encontré mi formula magistral.
Consistía en hacer pequeñas bolitas con la miga del pan e ir introduciéndolas en la yema.
En un principio parece una tarea fácil, pero no, hay que romper la yema en su parte superior el tamaño justo para que no se salga y al mismo tiempo poder introducir esas pequeñas bolas de miga.
Requirió por mi parte de muchos intentos, acompañados siempre con las risas de mis hermanos.
La miga al poco tiempo se esponja y absorbe parte de la yema, la que le toca, así poco a poco lo que era líquido se va convirtiendo en una masa amarilla y sólida, de la solidez de un bizcocho borracho, pero sólida.
Ya solo quedaba comerlo, empezaba, eso si con cuchillo y tenedor, por la clara ya fría, y lo hacia en círculos aproximándome cada vez más al centro, al meollo, a lo que tanto me costo fabricar, el final era apoteósico y ahora cuando me queda solo esta noche de vida, habiendo cenado, todavía me relamo de solo pensarlo.
Con Dios.
Huevos.
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Huevos.
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