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Un soldado

Publicado: 30 Dic 2003 18:43
por x
A finales de 1993 yo acababa de especializarme como traumatólogo, y después de varios años de demora gracias a sucesivas prórrogas de estudios me había llegado el momento de prestar el servicio militar obligatorio. Había vivido mis años de estudiante con mucha libertad, lejos de mi familia, no me ataba ningún tipo de compromiso sentimental, y profesionalmente no tenía prisa por enclaustrarme en la rutina de un trabajo hospitalario. Por todo ello, aunque nunca había sido un entusiasta del ejército ni me planteaba los meses de servicio como un deber con la patria, estaba dispuesto a cumplir aquella obligación de buena gana. Esas mismas razones que me impulsaban a aceptar con agrado la idea de pasar una temporada en el ejército me llevaron, en el último momento, a presentarme voluntario para la intervención humanitaria en Bosnia. Esperaba encontrar allí algo de acción.

Los comienzos de mi aventura –pues así la consideraba yo en mi fuero interno- no pudieron ser más desalentadores. Se me citó junto con muchos otros en Cartagena, desde cuyo puerto seríamos trasladados a nuestro destino en un contingente de soldados profesionales, y en las oficinas entablé ya relación con algunos de los que serían mis compañeros. El teniente Miguel Vázquez, al que acababa de conocer y que había de ser mi mejor amigo de aquellos tiempos, estaba a mi lado mientras todos contemplábamos cómo un barco (que a mí, que jamás había subido a uno, me pareció enorme) era arrastrado mar adentro por los remolcadores.

-Nuestro barco- dijo Vázquez.
-¿Pero ónde arrean con él?- preguntó alguien, recogiendo mi propia estupefacción.

Oímos un ruido creciente sobre nuestras cabezas y un avión pasó hacia el barco, ya muy lejano. Lo sobrevoló en círculos y ante nuestra mirada, más atónita a cada momento, procedió a bombardearlo con alguna clase de extraño explosivo que reventaba en el aire a pocos metros de la cubierta, bañándolo con lo que podía ser algún gas o tal vez un líquido muy pulverizado. Yo me volví interrogante hacia Vázquez, que me sonreía socarrón.

-Insecticida-explicó Vázquez, que no parecía un hombre precisamente locuaz.
-¿Insecticida?-pregunté, confundido.-Pero... ¿para qué?
-Para las cucarachas.
-¿Tanta importancia tienen unas cuantas cucarachas?-le interrogué, callándome por pudor todas las observaciones de novato que me asaltaban, tales como que aquélla era mi primera noticia de que hubiera cucarachas en los barcos o la duda de por qué era necesario recurrir a aquel remedio grandilocuente del bombardeo.
-Bueno, algo le hará también a las ratas...

Prometo que en aquel instante yo estaba seguro de que Vázquez me mentía a conciencia. Pero no lo hacía. Como pude comprobar con el tiempo, además de ser la persona más lacónica que nunca he conocido, era casi congénitamente incapaz de bromear. Pienso que no por falta de sentido del humor, que lo tenía, y bien desarrollado, sino por una especie de pereza. En aquella ocasión, como en todas, decía la verdad. El barco destinado a transportarnos era un viejo buque salido de un puerto coreano, infestado a placer de cucarachas y ratas, que por él pululaban hasta el punto de hacer insoportable una travesía. El bombardeo masivo con insecticida, que nos obligó a esperar aún unos días para embarcar, no acabó con ninguna de ambas plagas, ni lo pretendía; sólo se hizo para mantenerlas dentro de límites soportables. Yo lo supe bien, pues a bordo empecé mi trabajo como médico, atendiendo mordeduras de rata. Las cucarachas, afortunadamente, no causaron bajas.

Nuestro desembarco en las playas bosnias fue también una experiencia que no olvidaré, no tanto por el hecho en sí como por el recibimiento que se nos hizo. No recuerdo cuál fue la razón, pero en lugar de bajar a tierra en los puertos de Ploce o Split nos hicieron descender en una zona costera ocupada por una larga playa. Desde cubierta podíamos ver a lo lejos, sobre la arena, el movimiento de numerosos soldados yanquis, llegados allí con antelación. Eran más que nosotros y su pertrechos ocupaban buena parte de la costa. Yo los contemplaba mientras se situaban nuestras lanchas de desembarco junto al costado del buque, y Vázquez, que también los miraba, dijo: «Cabronazos». No entendí por qué y lo achaqué a una vena suya de antiamericanismo, tan frecuente en muchos de los nuestros, e inadvertida por mí en él hasta entonces. Pero no pude preguntarle nada, pues en ese momento se dio la orden de subir a las lanchas y nos separamos.

Un desembarco, tal como el que yo hice en aquella fría mañana en la costa bosnia, no es plato de gusto. La lancha que transporta a la tropa se acerca a la orilla todo lo que puede, pero no siempre llega a tocar tierra. Cuando le es imposible avanzar más, hay que saltar al agua y rematar los últimos metros a pie, con el agua hasta la cintura o hasta el pecho, según la mejor o peor fortuna del día y la estatura del soldado. El agua del Adriático era muy azul, pero me pareció condenadamente fría. A mi lado resollaba un tipo bajito y malencarado, el cual lanzaba sin pausa tan tremendas blasfemias que cuando nuestras miradas se cruzaron no pude evitar dirigirle un reproche.

-Venga, hombre...-sólo dije eso, o parecidas palabras intrascendentes. Pero el tipo bajito agachó la cabeza como un toro que se prepara para embestir, se adelantó ligeramente al tiempo que se acercaba a mí, y al cabo de un minuto algo trabó mi pierna derecha y se me doblaron las rodillas, calándome casi hasta el cuello.

-Perdona, tío- el bajito tenía una voz ronca, casi sepulcral, y después de presentarme aquellas fingidas excusas que zanjaban toda posible disputa, se alejó mientras seguía lanzando sin transición sus denuestos, causa última de mi desagradable remojón.

Menciono este incidente, bastante trivial, sólo porque fue mi toma de contacto con Peña. El teniente Peña, para ser exactos. Sin embargo, aquel día no le di la menor importancia, absorto como estaba en una imagen que había de quedarme impresa en la retina: a lo largo de la playa, entre un barullo de voces y de risas, los soldados estadounidenses nos recibieron enfocándonos con los objetivos de sus cámaras de fotos, que disparaban incesantemente, llevados por un entusiasmo para mí incomprensible y que me olía claramente a chamusquina. Algunos incluso nos grababan en vídeo con unas cámaras pequeñitas que no se parecían a nada que yo hubiese visto antes. Cuando pisé la costa, sorteando con fastidio a los yanquis que seguían apuntando sus objetivos hacia el agua, busqué a Vázquez con los ojos. Lo vi junto a Peña y me apresuré a alcanzarle para pedirle que me explicara aquello.

-Oye, Vázquez, ¿qué pasa? ¿Tú sabes por qué estos gilipollas nos hacen fotos?
-Tu lo has dicho, porque son gilipollas, macho, ¿no lo ves? Estos negratas de mierda, les podían dar por el culo a todos. Cagüen la hostia, la leche que han mamao, hijos de puta, que se vayan a reírse de su puta madre -Peña hablaba en el mismo tono ronco y cabreado que había usado en el agua, pero sus invectivas no me aclaraban nada, y al fin Vázquez me contestó.
-Para ellos es como una película, Ayllón. Ellos no usan mikes para los desembarcos. Hacen las fotos de recuerdo, porque les parecemos hírous. Los cabrones.

Tal como Vázquez me explicó pacientemente, aunque en pocas palabras, los soldados yanquis eran desembarcados en vehículos aerodeslizadores, que desplazándose sobre un colchón de aire les conducían hasta permitirles saltar directamente a tierra, sin mojarse siquiera los pies. Nuestras lanchas de desembarco, las mikes, como las llamaba Vázquez, eran los mismos trastos que ellos habían usado cuarenta años atrás, y a aquellos soldados -efectivamente negros en su mayoría, altos, grandes, cargados de artilugios tecnológicos entre los que no faltaban los discman, cuyos cascos se podían ver en sus orejas o alrededor de sus cuellos- les recordaban las viejas películas de la Segunda Guerra Mundial, lo que excitaba en ellos una emoción mixta entre la nostalgia y el cachondeo. Fuera cual fuese el sentimiento predominante en ellos, el caso es que a nosotros nos quemaba la sangre igual.

Desde la playa nos condujeron hasta nuestro destino en la base del destacamento de Mostar. Aquellos eran tiempos duros para los soldados españoles de Unprofor, las fuerzas de protección de la ONU. La ciudad que tenían a su cargo era un campo de batalla, o más bien de exterminio, donde numerosos civiles sufrían agresiones de todas clases, y muchos morían. La peor parte la llevaban los musulmanes, aislados e implacablemente acosados en Mostar-este por los bombardeos y los snipers croatas. En medio de la refriega, a principios de aquel mismo año habían caído dos tenientes españoles, uno de ellos por una granada y el otro por el disparo de un francotirador. A consecuencia de estos y otros incidentes, y por una serie de órdenes superiores que no podían ser incumplidas pese a su clara contradicción con el objetivo de protección de la población civil que nos había llevado a Bosnia, las fuerzas españolas habían salido de Mostar y se habían instalado en las colinas, dejando atrás la ciudad dividida en dos sectores que se odiaban a muerte. Como todos allí sabían –y yo supe pronto-, aun estando alejados de la peor zona de conflicto, cada momento pasado fuera de la protección de los barracones era peligroso, y el peligro se multiplicaba cuando había que escoltar los convoyes de ayuda de ACNUR que se internaban en Mostar-este.

Tuve la suerte de ganarme enseguida el respeto de mis compañeros como médico, pese a no tener experiencia ni graduación. Evidentemente no podía inspirar simpatía a todos ellos, pero jugaba a mi favor la gran ventaja de su natural deseo de estar a buenas con quien podía salvarles la vida en un momento de apuro (o conseguirles un permiso por enfermedad en cualquier otro). Además, hice sincera amistad con el teniente Vázquez, que compartía muchas de mis aficiones, prefería el mus al póker e intercambiaba conmigo novelas de ciencia ficción y ensayos sobre biología. Era un buen camarada, Vázquez, un verdadero profesional, y de él aprendí casi todo lo que he llegado a saber –que no es, probablemente, mucho- acerca del ejército y de la forma de ser de los militares.

-Nos sentimos parte responsable de una organización-decía Vázquez.-Y no hay más.

Esta declaración que él hacía con su acostumbrada parquedad la completaba yo con mi observación de los que me rodeaban. Había soldados más o menos disciplinados, más o menos patriotas, más o menos informados del cómo y el por qué de sus tareas, pero efectivamente todos tenían en común el sentimiento de que era cosa suya hacer funcionar el ejército, que estaban allí para eso y que siempre habría que soportar algunos inconvenientes para lograr ese objetivo.

-Las quejas para casa-decía Vázquez.

La casa era el ejército, naturalmente. Porque para los de fuera, todo habría de parecer perfecto: si no, no se podría hacer que funcionara.

Con Peña nos juntábamos bastantes veces, pero yo apenas lo soportaba. Su forma de hablar, ininterrumpidamente grosera, y su escasez de ideas, al menos por lo que expresaba en nuestras conversaciones, me sacaban de mis casillas. En cambio, a Vázquez le gustaba. Lo consideraba un verdadero soldado. ¿Qué demonios significaba eso?, le preguntaba yo con cierta irritación.

-Pues nada más que eso, que es un soldado.
-Ya, vale, pero mira, no sé que leche significa «ser un soldado». Es como con esto de los croatas y los musulmanes. He estado pensando bastante últimamente, y ¿sabes qué te digo?
-Di.
-Pues le he dado vueltas a lo de nuestra salida de Mostar, dejando a los musulmanes en la estacada. ¿Tú lo ves normal?
-¿Por?
-Joder, Miguel, mójate. ¿Tú ves bien que hayamos venido aquí para proteger a la población civil y que ahora estemos cruzados de brazos mirando la limpieza étnica que están haciendo los croatas con los musulmanes?
-No debemos mediar activamente en pro de los bosniacos.
-Nada, hombre, nada, tú no hables mal de las decisiones de los mandos, que yo igual voy y me chivo. Y no reconozcas que estáis mucho más cómodos tratando con el HVO que con la Armija.
-Estás de paso y no hablo contigo de esas cosas.
-Qué prudente eres, teniente Miguel. Vale, no hables conmigo. Pero que sepas que no soy el único que se mosquea de vuestro buen rollo con croatas y serbios. Si es que os gustan, tío, os gustáis unos a otros, sus oficiales y los vuestros. Todos amiguetes, entre caballeros nos entendemos y demás.
-Es que entre profesionales nos entendemos. Entre soldados.
-Vaaaaale, déjalo, ¿lo ves? Para ti, eso es lo único que cuenta. «Ser un soldado». Aunque seas un cabrón serbio o el cabrón de Peña, mientras seas un cabrón soldado todo está bien. Hala, dejémoslo.

Y Vázquez lo dejaba, le encantaba dejarlo. Realmente no quería hablar conmigo de aquellas cosas. En cuanto a Peña, si alguna vez salía un asunto de éstos, lo despachaba con su estilo blasfemo, afirmando que aquellos «hijos de» a los que habíamos venido a ayudar eran los que se habían cargado al teniente Muñoz cuando estaba llevándoles plasma para uno de sus hospitales, y que si a él le dejaran las manos libres haría tal y cual. Imaginaba masacres. Peña era violento, áspero. Se podría pensar que estas son características consustanciales a todo militar, pero no es eso lo que yo creo tras aquellos días de Bosnia. La verdad es que entre los propios soldados y oficiales destinados allí, Peña destacaba por su intransigencia iracunda, que infligía sin tapujos a cuantos estaban a sus órdenes.

Creo que nunca olvidaré la tarde del 21 de diciembre. Estaba siendo un mes muy frío. Se respiraba el desaliento, pasada la novedad de las primeras semanas y con el mal sabor de boca de las cercanas Navidades. No se puede decir que yo sea un sentimental ni que dé especial valor a las zarandajas navideñas, pero hay que estar en una situación como aquélla para comprender el vacío que se puede sentir cuando por primera vez en toda tu vida dejas de tener algo que siempre has dado por descontado. Hasta echaba de menos la propaganda de los turrones, que ya es decir. Había caído una buena nevada un par de días antes, pero la mañana del 21 nos levantamos con una lluvia gris que tornaba aguanosa y sucia la nieve de las calles. A primera hora de la tarde, Peña salió con una patrulla de escolta a un convoy de ayuda. No sé cómo fue, pero empezó a correr por la base el rumor de que habían sido atacados. Esperamos con ansiedad hasta verlos de regreso: efectivamente les habían tiroteado y uno de los soldados venía herido, aunque no de bala. El propio Peña lo acompañó al hospital de campaña, y yo le atendí y vendé su muñeca fracturada. Vázquez vino también, a preguntar por lo ocurrido.

-Ná, uno de esos hijoputas de snipers, desde un tejao.
-¿En la avenida?-el hospital al que iba destinado el convoy de ayuda era un antiguo laboratorio, situado en la avenida Marsala Tita de Mostar-este.
-No, no era en la avenida Tita, era desde un picoesquina con una calle atravesá. Nos empezó a tirar desde atrás, el cabrón.
-Me jodí la mano al echarme al suelo pa cubrirme-dijo el herido-. Por tirarme a lo loco, pero es que cuando te silba la oreja... Se me cayó el casco y tó, menos mal que el teniente me dio el suyo.

Cuando el soldado dijo esto, levanté los ojos hacia Peña y vi que Vázquez cruzaba con él una mirada. Esperé hasta que el herido se fue con la mano vendada. Sólo entonces quise hablar, pero Vázquez se me adelantó.

-¿Era necesario darle el tuyo?
-El suyo se le fue debajo del camión, al atontao este. Y encima el susto que llevaba en el cuerpo, que estaba venga a chillar: «¡Hostia, teniente, que nos matan! ¡Que nos matan a tos, teniente!». Lo vi crudo, pensé que se me cagaban tos vivos y ná, le di mi casco-mientras hablaba, el teniente Peña se sentó pesadamente en la camilla que acababa de abandonar el soldado.
-Pero Peña, con un francotirador en un tejado, el que estuviera sin casco se jugaba la vida, joder...-me atreví a intervenir.

Peña me fulminó con la mirada y se enrolló la pernera. Entonces le vi un pañuelo atado de mala manera en la pantorrilla, manchado de sangre seca.

-Me dio con la primera bala, el hijoputa.
-Te habrá costado andar-dijo Vázquez con descuido.
-Ná, andar podía y he venío montao tol tiempo. Ahora que para correr lo hubiera tenido crudo. Menos mal que se largó aquel cabrón.

Yo le curé la herida sin atreverme a decir nada más, ni a pedir explicaciones. Pensé que se las pediría después a Vázquez, pero nunca lo hice. Quizás le habría puesto en un aprieto. Él sostendría, supongo, que simplemente Peña había actuado de la única forma que podía para cortar un posible ataque de pánico de sus hombres. Por otra parte, en caso de haber continuado el tiroteo, las bajas hubieran podido ser dos: él mismo, que como había dicho no podía correr, y su soldado sin casco. Entregándole el casco le facilitaba ponerse a cubierto y centraba en su persona todo el riesgo.

Pero todas estas y otras posibles explicaciones, y el hecho de que se hubiera saldado la historia con una muñeca rota y un tiro en la pierna, no empañaban un hecho del que yo era totalmente consciente mientras curaba en silencio la herida del teniente Peña: él había expuesto su vida, en circunstancias que le habrían convertido oficialmente en un héroe si el maldito sniper no se hubiera retirado o quedado sin munición. Pensé que esto o algo parecido podía ocurrirnos a cualquiera de nosotros, en una guerra o en cualquier otro sitio; pensé que todos podemos ser héroes sin que nadie lo sepa. Pero quizá sólo algunos puedan serlo a conciencia, con el cabreo de quien se enfrenta a un inconveniente trivial y con la frialdad de quien toma una decisión de rutina. Como lo había hecho el teniente Peña. Tal vez en eso consistía ser un soldado. Hasta hoy, nunca he hablado con nadie de lo que ocurrió la tarde del 21 de diciembre de 1993 en Mostar. Pero cuando Peña se levantó de la camilla y se dirigió a la puerta del hospital de campaña, yo me adelanté para abrírsela –Vázquez me miraba con sorna- y me cuadré.

Publicado: 10 Ene 2004 12:54
por segura
Encallaron a solespones.
El destripagasones de Antón, manque cegarruto columbraba el cejo y los vido abajar por el cerrijón. El guarinejo, estordando a riscazos los cabros, mamprendía al igüedo. Sentíanse dende lejos los picotes y el zumbar de la arriera; cercanos, los gangarros entre talleras, toliagas, paniquesos. Vaceando el saquilón, una marianca lileaba en el porche y aluego zampábase en la cocina, honagando en los alambores con un
regruñicio al no topar con los apechusques que necesitaba. "Me da acoro esa andoscona, más tontifacia que Pichote. ¡Guilopa!.
Aínas se juntaron los socios del corro ritual alrededor de la corvajera, lleneticos los pucheretes sobre los platillos.
Beborreo y cascorreo sin priesa. Manolón, aspeado de esfarajar y de doblar la riñonera sobre la esteva, tenía ya rechoncha para el tractor que le liberara, como a sotros, de la toza, el pescuño, el dental, la varijá... La
pedrera habíase entimonado, mal año en el piojar, aneguilla a manto en los bancales... Juan, el de la Isidora -patirraco, ojitruco, sabihondo con el saber de las de Cuaco y las otras- mascujeaba, pínfano entre la
prohibición del resiembro en secano, gemecando por haber sido choceado de la huerta, teniendo que sacar los trepetales sin que el amo esmogara por los mejores. Un contradiós.
Esteban -altiruto, esgarbillado, retusalindes, pillaván; él repetía "el cuervo a los cien años es pollo"- alzóse del tarimón, el puchero en la mano con el margarite tieso como había visto en más de un señoritingo.
-De ná sirve reinar en los entrinques, ni sacar los regomellos. ¿Pa qué patusquear cuando las cosas salen como los cobetes de Chimo?. Más de uno hay más desgraciao que las portás de Doña Leonor, y munchos pelecharemos como los galgos del tío Lucas. ¡No hay que candilear! Escomencemos los brindes.
¡Brindo y bebo, y lleno el puchericho pa luego!...

Publicado: 10 Ene 2004 17:25
por x
¿Intertextualizando al señor Serna*? Pos vale.

Pues mi cuento sí es original. Que quede claro. Y a Vázquez lo he llamado Vázquez porque me ha dado la gana. Además, es un personaje al que he tratado con cariño, en la medida en que mi carácter lo permite. Es un tipo reservado, como otros que yo conozco; y no como yo, que a la vista está que aún tengo que aprender a mantener la boca cerrada. Sin embargo, te ruego que tengas en cuenta que éste es un foro serio y que yo estoy intentando reinsertarme, caramba, un respeto. Comprendo que te están entrando ganas de reventar el estaribel, pero que no te dé el aberrunto o la mamprendemos a hostias -con perdón.

Y además, te fastidias: sé perfectamente que ese mensaje es tu retorcido modo de decir que te ha gustado.

Ea.

* El pasado jueves, 8 de enero, repartí copias de este inmortal texto de Don José en las oficinas de la Agencia. ¿Está llegando Gaia?

Publicado: 10 Ene 2004 18:06
por segura
Si este es un foro serio me voy a ver como circulan ilícitamente los bienes culturales. Chau.

Publicado: 15 Ene 2004 10:17
por Alvarez
¡Qué tierno! ¿os conocéis de algo?


P.D.: Al tal Vázquez le falla algo, no sé qué será.

Publicado: 15 Ene 2004 18:33
por x
¡Qué tierno! ¿os conocéis de algo?

Qué más quisiera él.

P.D.: Al tal Vázquez le falla algo, no sé qué será.

Dando por hecho que te refieres al personaje de mi cuento, si tuvieras tiempo y ganas te agradecería mucho que me explicaras algo más sobre ese fallo, por favor. Si prefieres hacerlo por privado, te lo agradeceré igualmente.