Si quiere tanto a su madre, ¿por qué le sacó los ojos?
Con esta pregunta directa comenzó el doctor Barreiro el examen forense de la paciente. Ante su negativa a responder, le pidió que valorara de cero a diez su actual estado de ánimo. La acusada esta vez sí respondió. En cuanto a tranquilidad, dijo, estaba en un nueve. Añadió que, a buen seguro, las pastillas blancas de diversas formas y tamaños que le habían suministrado tenían algo que ver en ello. Con respecto a su propia felicidad, se situaba en un modesto siete, siendo cero el humor de Maria Antonieta en la guillotina y diez el momento en que Grace Kelly recibió exultante la propuesta de matrimonio del Principie Rainiero. Si el Doctor Barreiro se mostró extrañado de que la paciente utilizara una referencia a la bella actriz americana que no correspondía a su edad (aquí me refiero a la edad de la paciente, que tenía treinta y cinco años, y no a la edad de la rubia estrella de Hollywood) no puede saberse, pues nada dijo al respecto, el doctor. Me resisto a hacer una consideración añadida acerca de ese cuento de hadas moderno acaecido en Mónaco (nótese que imito en mi redacción a las revistas del corazón de la época), puesto que no sería la primera vez que mis superiores me reprenden por mis reflexiones inapropiadas en los informes, parece que estos frívolos comentarios no interesan al Comité de Supervisión Médica.
A estas preguntas iniciales siguieron otras de diversa índole. Que si tenía familia (no, ninguna), que si cuál era su plato favorito (lentejas), que si se masturbaba a menudo (lo normal), cuántas amigas de verdad tenía (tan solo un par) y, finalmente, el doctor le pidió describir la relación con su madre. Sospecho (no me resisto a introducir aquí una de mis reflexiones personales) que algunas de las preguntas previas del doctor tenían como intención despistar a la paciente, para hacerla llegar a esta última y crucial cuestión del vínculo materno en un estado de confusión emocional que permitiera obtener un testimonio honesto y veraz. Se pregunta este modesto escribiente si tan burdo truco funcionaría con uno mismo (sí, tengo familia, chuletitas de cordero, me masturbo con frecuencia, tengo cinco amigos de verdad) y llegaría a hablar sin pudor de aquellas tardes de los miércoles en que fingía estar enfermo y mi madre me permitía no ir a la clase de gimnasia, y si esa instrumentalización de una falsa dolencia con buenos resultados me ha convertido en el hombre hipocondriaco que soy hoy en día. Pero ya me estoy yendo por las ramas, perdonen, señores responsables del Comité. Vuelvo al hilo central, al meollo, como se suele decir.
La paciente, decíamos, encaró esta última pregunta con un profundo suspiro y un silencio que duró (estimamos) unos cuarenta y cinco segundos. Finalmente, la paciente explicó que su relación con su madre siempre fue buena, sana, limpia y pura (aquí es preciso destacar que cito sus palabras textuales, pese a que –como se me ordenó- he intentado moderar –cuando no suprimir por completo- el uso de texto entrecomillado para referir la literalidad del relato). Añadió, la paciente, que su madre era una gran persona, entregada a los demás, nunca un mal gesto, generosa, siempre dispuesta a ayudar, discreta, culta y amorosa. Nada podía reprocharle.
Entonces, el doctor Barreiro repitió la pregunta inicial una vez más:
Si tanto quiere a su madre, ¿por qué le sacó los ojos?
De repente, la paciente alzó la mirada, y se dispuso a contestar a Barreiro, con cierta vehemencia, diría yo. Debo señalar, puesto que hasta ahora les había hurtado esta información, señores del Comité, que la paciente hasta ese momento miraba fijamente al suelo, que por cierto estaba recubierto por un bello mosaico de baldosas negras y blancas en forma de damero. Estos suelos siempre me han recordado a la cocina de mi abuela (otra vez la figura de la madre, puesto que la cocina a la que me refiero era la de mi abuela materna). Esa cocina olía siempre a rosquillas anisadas y aceite de oliva, pero no vayan ustedes a pensar que mi recuerdo es idílico, puesto que mi abuela era una vieja tacaña y protestona, con cierta propensión a la violencia, de la que mi madre siempre decía que le había amargado su juventud, ahuyentando a sus amistades y novios, e imponiéndole disparatados castigos por las más nimias faltas. De nuevo, me estoy desviando.
Volviendo a la entrevista, la paciente recibió la pregunta –como ya adelantaba en el párrafo previo, antes de perderme en divagaciones inapropiadas- con cierta sorpresa, impacto, emoción. El doctor pensó que por fin había llegado al corazón de la paciente, y se retrepó en la silla, con cierta satisfacción no del todo disimulada. Era un psiquiatra un tanto pagado de sí mismo, debo añadir, si se me permite la osadía. La paciente, o tal vez pueda llamarla ya “la acusada” (permítase un único adorno con las comillas, es superior a mis fuerzas) levantó la mirada y agarró fuertemente la mesa de formica blanca. Preguntó, con voz temblorosa, por qué el doctor le había formulado la misma pregunta de dos maneras diferentes. Barreiro se mostró extrañado y le respondió, de nuevo con condescendencia y cierta suficiencia que casi se podría calificar de irritante, que estaba seguro de que le había formulado la pregunta en idénticos términos las dos veces. La paciente, cada vez más excitada, le hizo ver al doctor –que cada vez estaba más seguro de haber llegado al momento crucial de la exploración- que la primera vez había dicho lo siguiente:
Si quiere tanto a su madre, ¿por qué le sacó los ojos?
Por el contrario, la segunda vez que formuló la pregunta, matizó la paciente, echando ya espumarajos por la boca, la pregunta había sido formulada de la siguiente manera:
Si tanto quiere a su madre, ¿por qué le sacó los ojos?
Nótese que, en efecto, si bien las preguntas parecen iguales, se ha alterado la posición de la palabra “tanto” (¿ven?, no me resisto a las comillas, ya pueden disculparme). Aquí siguió un atropellado discurso, en el que la paciente abordó la importancia de la sintaxis, la posición de los adverbios en la oración, el contexto del medio en el sentido de la oración percibido por el receptor y otras cuestiones similares, que no pueden reproducirse en su integridad porque, llegados a este punto, el estado emocional de la paciente era el de una total agitación, movimientos espasmódicos y constantes insultos al doctor. Infiero que la dilatada experiencia del doctor Barreiro con pacientes psicóticos es lo que le hizo permanecer impasible mientras la paciente le amenazaba, mentaba a todos sus ancestros (le comunicaba su intención con desenterrarlos de sus tumbas para realizar actos impropios con sus restos mortales) y, finalmente, se lanzaba sobre él con notable pericia y agilidad, para clavarle los pulgares en los ojos, causando el destrozo que todos conocemos y que aquí nos ocupa. Si el doctor falleció en ese momento, o hubo otras lesiones que le causaron la muerte (el golpe contra la mesa, las patadas en el abdomen, el chasquido de sus vértebras al ser retorcido su cuello), tendrá que dictaminarlo el patólogo forense, pues quien esto les escribe no estudió medicina, pese a la insistencia de mi madre, que no daba importancia al hecho de que ya, desde mi más tierna juventud, quedara patente mi aversión a la visión de una sola gota de sangre, con llamativos desmayos cada vez que tenía ante mí una jeringa con su correspondiente aguja. En fin, que me dediqué a estudiar mecanografía, no tenía yo talento tampoco para las matemáticas, la economía o las leyes, me orientaba mal en el espacio, no sabía dibujar, y siempre he tenido muy mal oído. En fin, que me pierdo en mis recuerdos íntimos, y no acabo de contar lo sustancial: que la paciente agredió y dio muerte al Doctor Barreiro, y por tanto nunca sabremos si la sutil alteración del orden de la pregunta respondió a una taimada táctica exploratoria del finado psiquiatra, o simplemente se trató de un lapsus linguae, permítanme el latinajo que, si un humilde transcriptor como yo lo conoce, estoy seguro conocerán los doctos miembros a cuyos ojos está destinada este acta. Muerto el Doctor, la paciente se tranquilizó enseguida, y no hizo falta aplicarle contención física (correas, vamos) ni farmacológica (opiáceos por vía intramuscular). Tampoco fue necesario el empleo de violencia física, a la que tan aficionado es, me permito una última nueva libertad, el guarda jurado Fermín (desconozco su apellido), nº de identificación 1.879.
Y con esto finaliza el relato de los hechos acaecidos en el box de exploración forense número catorce, ala Norte, Pabellón Borreguero, Hospital del Perpetuo Socorro de Alpedrete.
Acta de fecha 17 de noviembre de 2022 del Comité de Supervisión Médica, redactada y firmada por el Secretario de la misma, Don Julián Laín Gutierrez, Administrativo de Dirección del Hospital del Perpetuo Socorro de Alpedrete, Comunidad de Madrid.
