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Ojos muertos en la puerta

Publicado: 17 May 2004 22:31
por FuSiLeRo
Todos los que cruzaban aquella puerta veían y vivían su futuro excepto él. A él no le crecían las barbas ni le salían arrugas al traspasar la puerta tan conocida en Carmal como el Oráculo de Delfos en Grecia. A la famosa puerta iban y volvían a ir personas de todas las culturas, etnias, razas, colores y religiones del mundo; y él los recibía en su casa, donde estaba la dichosa puerta. Carmal había empezado a convertirse en una ciudad fantasma a la cual sólo viajaban personas peculiares y de aspecto dantesco, que se morían por visitar la mágica puerta.

Los primeros en la larga cola hacían girar el pomo y se adentraban en el futuro poco a poco; primero la mano se les agrandaba y la piel se les ponía reseca. Luego se les caía pelo al rebasar el límite establecido entre presente y futuro; los ojos se les llenaban de tristeza y recuerdos que antes no poseían y se ocultaban bajo unas ojeras azulosas; las piernas se les torcían ligeramente y menguaban en cuanto a altura; la espalda se les encorvaba. Había algunos que incluso se caían al suelo por no tener un bastón que les sirviera de apoyo. Todo este espectáculo era presenciado por los que esperaban atrás, en la misma cola, y les permitía cerciorarse de que el milagro era cierto, pero no para él.

Carmal era un pueblo pequeño. Las mujeres eran muy bellas allá y, sin embargo, él no quería relacionarse con ninguna muchacha. Tenía sus razones. Años atrás se había comprometido con una chica de un pueblo cercano al suyo y la soga que los unía estuvo a punto de ahorcarlo. Meses después de su rotura sólo lograba mirar atrás, donde ella estaba. La había querido mucho, pero los recuerdos terminan por olvidarse, queramos o no. Moisés Belmonte, que así se llamaba el chico, había nacido y crecido en esa casa, pero jamás había echado un vistazo a lo que se escondía tras aquella puerta porque su madre, viuda desde hacía seis años, se lo había impedido desde siempre, diciéndole que si entraba allí, tomaría mal. Como era un niño nunca se atrevió a atravesar la barrera que su mamá había impuesto entre lo que era bueno y lo maligno. Cuando fue haciéndose más mayor, Moisés comenzó a creer que el miedo que su madre le tenía a aquella estancia y la consecuente prohibición a entrar en él tenían mucho que ver con la muerte misteriosa de su padre. José Manuel, el padre de Moisés, había entrado en la conocida habitación antes de que sus poderes se descubrieran; murió sin conocer la magia. Moisés, que era un crío, sorbía con una pajita el zumo de naranja que su mamá le había preparado. Ésa era su bebida favorita, desde hacía años y sin azúcar, al natural. En muchas ocasiones llegó a decirle a su madre cuáles eran las naranjas que debía utilizar para preparar el jugo de naranja más sabroso, convirtiéndose así en el artífice de los mejores zumos que su madre prepararía en toda su vida. Entretanto, su padre mezclaba números y fórmulas e ideas para crear el brebaje que permitiría, a quien lo quisiera, arrancarse el corazón y continuar su vida sin que las pasiones ni los sentimientos lo dominaran. Cuando logró preparar la bebida amarilla y viscosa nadie la quiso probar; deprimido, José Manuel dedicó su tiempo a nuevas ideas y creaciones. Todo ello lo hacía en la mágica pieza dejando la puerta abierta para que su único hijo, Moisés, lo contemplara atónito, con el vaso vacío entre las manos, y aprendiese cómo tenía que ser y qué debía hacer cuando llegase a la edad de su papá. Moisés aprendió bien la lección, pero aún le faltaban cabos por atar: por qué su madre se asustaba tanto cuando le hablaba de la puerta, por qué precisamente su casa y esa habitación en la que su padre trabajaba, por qué todos los que la traspasaban ascendían al futuro, pero, sobre todo, por qué él no. Aunque su madre se lo había prohibido, Moisés entró a la habitación un par de veces y nada ocurrió. Así pues, “lo que mamá decía no era cierto, pero para qué me iba a mentir”, pensó Moisés con la mirada puesta en la portezuela entreabierta que dejaba pasar un hilo de luz iridiscente.

Las mujeres iban a casa de Moisés con rosas rojas, azules y blancas, se dirigían a la puerta sin llegar a cruzarla, ponían su mano al otro lado y contemplaban los pétalos de las rosas marchitándose uno a uno, la mano se les llenaba de venas, arrugas y carne pegajosa, enmohecida. Los hombres, en cambio, pasaban directamente a la sala mágica, sin preocuparse de si el viaje al futuro ocurriría o no. Iban para acompañar a su mujer, su madre o sus hijas, que eran quienes de verdad se preguntaban si aquello funcionaba o no. Parecía que todos los visitantes varones traspasaban la puerta con una tranquilidad excesiva -si se tiene en cuenta el milagro-, esperando algo que veían tan natural como la muerte. Moisés se percató de esta serenidad, sólo viril, con rapidez, pero en un principio creyó que se trataba de un simple anuncio de la vanidad masculina, hasta que se acercó un niño de ojos claros y redondos que miró a Moisés al abrir y cruzar la puerta sin asombrarse ante el magnífico acontecimiento. “Esto no es cosa de tanta magia. Hay algo más” se dijo Moisés, mientras seguía observando al niño, que se había convertido en un hombre de cuarenta y tantos años, había perdido la claridad y la redondez en sus ojos, pero había ganado fuerza en los brazos. Lo lógico habría sido que toda su familia lo acompañara; su padre, su madre, alguna hermana preciosa, más mayor que él, de ojos verdes, y, sin embargo, fue solo, con una seguridad impropia a su edad, más natural en el hombre de cuarenta y muchos años en el que se había transformado.

Muchos de los que acudían a la estancia se lanzaban por la ventana que había al norte de la habitación para salir de ella, pero el niño que había puesto en duda las creencias de Moisés regresó al presente por la misma puerta. Moisés quedó perplejo al observar que el hombre no se convirtió en niño de nuevo, sino que era el hombre del futuro instalado ahora en el presente donde él mismo vivía. La madre de Moisés murió de una epidemia que invadió Carmal a los pocos meses de descubrirse la mágica puerta. El día de su muerte llovió a cántaros como hacía tiempo no llovía. Cayó granizo negro con tanta fuerza, que el suelo se llenó de agujeros enormes propiciados por las bolas de fuego negro y helado. Natalia Corinto no lograba respirar desde hacía tres o cuatro días; las polillas habían carcomido sus pulmones con tal voracidad, que ya estaban muriéndose. Una mañana, echada sobre su butaca de terciopelo negro recubierta con aquellos mantos celestes que su amiga Anabel había tejido expresamente para ella, advirtió en su garganta un picor alarmante. Abrió la boca con más ganas de gritar que nunca, pero su hijo no la oyó desde el patio en el que sembraba sus árboles frutales, porque ella perdió la voz de sopetón en el momento que más la necesitaba. Madre e hijo establecieron un lenguaje que no implicara el uso de la palabra. Se decidió que un golpe en su mesita de noche significaba que le apetecía un zumo de naranja, dos que quería comer, tres que necesitaba ir al baño, cuatro que llamara a un médico y así de forma sucesiva hasta los cuarenta golpes, con los que Natalia anunciaría a su hijo que deseaba morirse. Días antes de su muerte logró recobrar la voz. Ponía en sus cuerdas vocales todas las fuerzas que le quedaban para que Moisés pudiera comprender las palabras que vomitaba al exterior con su voz ronca; pero sólo suspiraba frases sin sentido, indescifrables, manejada por unos hilos que decidieron volverla loca. Moisés estuvo llorando desde la primera vez que su madre dio muestras de no estar cuerda. Ahora que ella estaba en su cama, bien tapada, sin poder articular palabras inteligibles, se acordaba de aquel pasado en el que era él quien estaba bien tapado en su cuna, contando cada una de las luces que brillaban en los ojos de su madre mientras él lloraba y ella pretendía entender qué quería decirle entre sus sollozos. Pero, de vuelta a la realidad, comenzó a preguntarse si su final también sería así; si, en un futuro, un hijo suyo tendría que llorar frente a su cama porque se estuviera muriendo y hubiera perdido toda conexión con la realidad. Le espantaba el volverse loco. Miraba el futuro con miedo, con ganas de morir ya, antes de llegar a él, aun sabiendo que entonces no podría alcanzar todo aquello que desconocía: ni su futuro, ni las incógnitas de su pasado, ni lo que existía en el presente y todavía estaba por descifrar; miraba el futuro con un pesimismo mortuorio muy habitual en los de su familia. En ese momento de desesperación, cogidas las manos de su madre con fuerza, la mujer que le dio a luz abrió la boca expulsando unas gotas de azufre y exclamó con voz muy ronca: “Andamos perdidos por este mundo sin saber a qué tiempo pertenecemos. Ahora vive y espera a que llegue tu futuro, que será el presente de tus hijos”. Al cabo de pocos segundos, pasados dos días, murió.

Las cosas siguieron igual. El portal seguía abriéndose para recibir a cientos de personas asombradas frente a semejante misterio y Moisés, triste, pensaba en las últimas palabras que dijo su madre, dos días antes de morir. A su entierro acudieron Moisés y dos tíos suyos, pues todas las demás personas que la habían conocido se excusaron diciendo que tenían algo que hacer a la hora que empezaba el entierro. Moisés se indignó porque su madre había ayudado siempre a todos esos fantoches para que ahora ellos se excusaran diciendo que tenían que hacer algo que no era nada para no ir a despedirse de ella. A partir de entonces Moisés se encerró en casa y no le dirigió la palabra a nadie en Carmal; puso el candado a la puerta principal y cerró todas las persianas para que nadie pudiera entrar a visitar la conocida pieza, pero la muchedumbre se agolpaba frente a su puerta e intentaba echarla abajo, ya fuera con sus propias manos, con la cabeza o a patadas. Sin embargo Moisés ni se percataba mientras sorbía un vaso de café caliente que parecía hacerle olvidar dónde estaba y qué hora del día era llevándolo a un paraíso intemporal en el que César y su imperio se enfrentaban a las legiones nazis de Hitler. Como nadie hizo nada por su madre mientras ella estaba muerta, Moisés decidió que él tampoco haría gran cosa por los que le rodeaban: Bloqueó la puerta mágica con un tabique bien duro para que las personas que iban a su casa con el único interés de entrar en la pieza no volvieran a molestarle tocando al timbre a altas horas de la madrugada.

Un lunes, cuando las calles ya dormían y las sombras se despertaban, llamaron a la puerta principal. Moisés fue a ver quién era sin ponerse nada encima. Le daba lo mismo qué pensarían miles personas que no conocía cuando lo vieran salir así a recibirlas. Talina Riorano, la mujer embarazada que esperaba frente a la puerta, había llegado de lejos y deseaba poder acceder a la estancia mágica para que la criatura que venía de camino pudiera nacer cuanto antes, ya que, según le habían comentado los médicos, ella moriría dentro de un mes y medio y María, que era el nombre que pensaba ponerle a la niña, también huiría con ella sin llegar a ver la luz de la luna. Talina no se asustó cuando vio a Moisés desnudo; “he venido aquí sólo por mi hija, que es mi futuro”, explicó la mujer morena de veinticinco años y pelo largo, hija de un dictador que había muerto hacía siglos. Antes de que despertara el gentío que abarrotaba la calle, Moisés hizo entrar a Talina y le preparó un poco de ambrosía mientras le explicaba que la puerta había sido tapiada. La señora de ojos grandes expulsó por ellos un líquido que Moisés desconocía y le asombró. “Son lágrimas”, reveló ella. Estuvieron hablando durante trescientas horas sin referirse en ningún momento a la enorme puerta azul hasta que Talina narró que en tiempos remotos ella y el padre de Moisés eran muy amigos, pero ella tuvo que marcharse con su padre a una guerra en la que él luchó contra mil hombres y los venció. Después murió intoxicado con un trago de ambrosía, bebida mortal en todos los miembros varones de la familia de Talina.

Moisés tuvo que creerla. Arrancó con sus manos el duro cartón clavado encima de la puerta para ahuyentar a los curiosos y le dijo que ya podía pasar a la habitación. Tras unos minutos, la puerta volvió a abrirse del otro lado y por ella se asomó un chico de quince años y una mujer que había llegado ya a la treintena. Tenía los ojos mansos y la boca llena de sangre, como si la hubieran acabado de parir. Moisés se extrañó de que ella hubiera envejecido tan poco y su hijo fuera ya tan mayor, así que preguntó a Talina cuántos años tenía su hijo, pero la mujer se echó atrás cuando Moisés la agarró del brazo y replicó: “Yo soy hija de Talina. Éste es Josema, su nieto.”. Salieron juntos por la puerta principal y atravesaron la aglomeración de gritos y carne congregada en las calles cogidos de las manos, perdiéndose como brumas de agua que ya están muertas. Moisés tuvo entonces la certeza de que la herencia que su padre había querido dejarle consistía en poder llegar a conocer bien a todos los que le rodeaban y a los que no conoció ni en su vida ni cuando llegó su muerte, diez minutos después de sorber las cien gotas de ambrosía que Talina dejó en su vaso antes de acceder a la mágica estancia.