Relato Cortante (101 cosas que odio)

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NORNA
ayatolesah
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Relato Cortante (101 cosas que odio)

Mensaje por NORNA »

Relato Cortante (101 cosas que odio)
John Waters

Me despierto en el lado incómodo de la cama y fumo mis tres últimos cigarrillos. Sé que va a ser un día horrible. Me duele el pelo. Esa empalagosa voz del disc-jockey de la frecuencia modulada (1) me crispa los nervios subconscientemente. Aplasto el botón del despertador y me doy cuenta de que el aire que respiro no es lo suficientemente bueno. Ya está bien de ser agradable, simpático, comprensivo, honesto y optimista. Me siento en un estado de ánimo negativo que me durará todo el día. La astilla que se me ha clavado en el hombro podría hundir el Queen Elizabeth II. Tengo un malhumor terrible y sería mejor que nadie se metiese conmigo. Antes de ducharme, voy dándole hostias al mobiliario. ¡Estoy de mala leche y todo el estúpido mundo va a pagar por ello!

Ni siquiera voy a hacerme la cama. Mi último juego de sábanas de poliéster (2), podrido e incómodo, lo he tirado a la basura. Destruyo alegremente el ozono poniéndome mi spray desodorante favorito y maldiciendo las nauseabundas marcas del tipo rollon (3), esas que te hacen recordar lo imperfecto que es el cuerpo humano. Voy a recoger el periódico al buzón con la esperanza de cazar al cabrón que a veces me lo roba (4), cuando duermo demasiado, pero lo tiro a la basura en cuanto veo las fotos en color (5) que nunca reproducen los colores correctamente y parecen tebeos en tres dimensiones vistos sin gafas. Entonces la maldita bombilla (6) se funde. ¿Se cree la General Electric que estoy forrado de pasta? Tengo que salir de aquí. Creo que me voy a dar una vuelta en coche por la ciudad insultando a los peatones.

Al bajar en el ascensor, me veo obligado a compartirlo con una vecina muy poco atractiva y su baboso perro (7). Intento desviar la mirada, refunfuñando, ya que sé que cada vez que uno mira directamente a una de esas criaturas, su coeficiente intelectual baja diez puntos. No veo a ningún gato (8), gracias a Dios. Supongo que están todos en otros apartamentos, sorbiendo la respiración de los bebés o, peor aún, en celo, lo que obliga a hacerles cosquillas con un bastoncito de punta de algodón, de esos de limpiarte las orejas, en sus partes calientes para que se callen.

Miro a ver si hay algo en el buzón, pero, claro está, el correo no ha llegado todavía. ¡Odio que el correo se retrase! (9). Los zánganos hijos de puta de los carteros probablemente están leyendo mis postales y hojeando mis revistas en este preciso momento. Menos mal que hoy no es una de estas estúpidas fiestas (10), como el Aniversario de Washington o el Día de Colón, que hacen que cualquier tarea que uno tenía previsto realizar tenga que aplazarse forzosamente.

En la calle hace un calor bochornoso. Compro un cartón de cigarrillos, maldiciendo que me cobren siempre tantos impuestos (11) en la única compra que en realidad me proporciona satisfacción. Deberían cobrar impuestos al yogur (12); eso es lo que produce el cáncer. Una vecina, que siempre es demasiado amable, pasa a mi lado y comete el error de decir: "Buenos días." "¡Cállese!", respondo, tomando nota mentalmente de su horrible corpiño tubo (13) y su ridículo peinado a lo Farrah Fawcett (14), tan popular entre los violadores de la moda. Y entonces es cuando veo una jodida multa en mi coche, aunque el parquímetro (15) indica que sólo me he pasado diez minutos. ¡Tengo que descargar mi cabreo sobre alguien! Voy corriendo hasta esa asesina de la moda, que está entrando en el coche más ofensivo que se conoce, Le Car (16), y de un tirón le abro la puerta cuando ella intenta frenéticamente ponerle el seguro. "No vaya tan deprisa, señorita", le ladro. "Hay una parte de esta multa que le atañe a usted: ¡16 dólares por violaciones del buen gusto flagrantes y manifiestas!" Me hace un corte de mangas y se aleja a toda velocidad subiendo el volumen de la radio, con lo que me quedo allí plantado con la voz del artista peor vestido del mundo de la música, Stevie Wonder (17), resonando en mi cabeza.

Lanzando miradas furibundas a cualquiera que se atreva a mirarme, voy hasta mi coche (un sedán americano) e ignoro deliberadamente esos ridículos cinturones de seguridad (18) que hacen que uno parezca tan estúpido, tan precavido, tan paranoico. ¿Quién quiere verse atrapado en el interior de un automóvil a punto de explotar, buscando frenéticamente la hebilla que lo libere de sus ataduras? ¡Dios mío, necesito gasolina! ¿Qué otra cosa puede ir mal? Me detengo en una gasolinera y, parece increíble, sólo tienen surtidores "sírvase usted mismo" (19). No quiero saber cómo se hace un "lleno, por favor". Humillado al tener que realizar esta ineludible tarea, observo a otro conductor que ha tratado de disimular su calvicie cubriéndose el cráneo con el único mechón de cabello que le queda en un intento de disimular lo evidente (20). ¡Ja! ¿Se cree que engaña a alguien? "¡Que pases un buen día, calvito!", le grito mientras firmo el comprobante de la tarjeta de crédito y entro de un salto en mi coche. Al arrancar debo girar bruscamente para evitar a un tipo haciendo jogging (21) con unos kilos de más. "¡No te servirá de nada!", le grito a ese cerdo sudoroso. Cometo el error de encender la radio, pero lo único que consigo sintonizar es uno de esos horribles programas de entrevistas (22) en los que unos oyentes solitarios y obcecadamente estúpidos llaman a unos presentadores profesionalmente desagradables para airear sus opiniones idiotas. ¿Es que no tienen ningún amigo al que molestar con sus puntos de vista intrascendentes?

Me detengo en un semáforo en rojo y me fastidia que esté "prohibido girar a la izquierda" (23). No viene nadie, ¿no? Giro de todas formas y casi le doy a un hombre mayor que va en bicicleta (24); merece que le atropellen por interrumpir el tráfico. ¡Y entonces lo veo! Algo que detesto más que nada, ¡un grupo de manifestantes! (25). Manzana tras manzana caminan aburridamente con su desagradable vestimenta deportiva, dándose entre ellos palmaditas en la espalda por apoyar a una causa justa e impedirme el paso. "¡Eh, estúpido!", le grito a un yuppie con un walkman (26), "el tiempo es oro. Me debes 20 dólares por retenerme aquí." Como es natural, no me oye, perdido en alguna música horrible, probablemente la de ese feo enano llamado Prince (27). Atrapado, aparco el coche para ir a desayunar algo. "Únete a nosotros", me dice una chica monstruosa que lleva puesta una camisa de retales de tela tejana (28) mientras besa (en público, claro) (29) a su baboso novio, que tiene la audacia de calzar aquellas horripilantes sandalias de cuero (30) recuerdo de los años sesenta. "¡Muérete!", le digo indignado mientras me dirijo apresuradamente a lo que espero que sea un restaurante decente.

Pero ¡ooooh, noooo! Es un sitio pijo (31), y lo primero que veo sobre el plato de alguien es una manzana (32). Admito que una vez le di un bocado a una, pero lo escupí en seguida. ¿Tengo pinta de caballo? Por el amor de Dios, ¿no tienen donuts o cualquier cosa normal? Y pasa lo que pasa. Un camarero, que observo que lleva puesto el calzado más ofensivo de todos los que se conocen, los zuecos (33), se acerca hasta mí y comete el error de sentarse en mi mesa y gorjear: "Hola, me llamo Bill. ¿Puedo ayudarte en algo?" (34). Anonadado momentáneamente, me imagino que le hago una llave de lucha y le retuerzo el tobillo. "¡Levántese!" grito. "¿Qué le hace a usted suponer que quiero saber su nombre? ¡He venido aquí a comer, no a hacer amistades! ¡Tráigame huevos con beicon y guárdese su biografía!" Parece encantado al contestarme: "No servimos carne." ¡Oh, fantástico! Un puto restaurante vegetariano (35). ¿Cómo puede haber gente que NO coma carne? La actitud amistosa del camarero empieza a enfriarse, según veo. Es del tipo de los que van a restaurantes chinos, presume de comer con palillos (36) y luego dice pomposamente: "Hay demasiado glutamato monosódico" (37). Desearía poderle pedir a este cretino un tazón enorme de tinte rojo número 2. "Entonces sólo los huevos", grito, sintiendo que estoy a punto de estallar.

Estoy sentado en mi mesa, esperando, ESPERANDO mi desayuno y siento que con la rabia aumenta la bilis; decido que debo hacer algo. No puedo desperdiciar más valiosos momentos de rencor. Es hora de llamar a la policía y denunciar cada una de las cosas que me atacan los nervios. Tienen que escucharme, es su trabajo, ¿no? Voy hasta un teléfono público y me preparo para tratar con la maldita compañía telefónica (38). ¡Oh, Dios! Es el modelo viejo (39), el que no te indica automáticamente el importe de la llamada. Recuerdo que también odio los modelos nuevos (40), porque a veces te cobran las llamadas sin respuesta, y paso a expresar mis quejas más importantes. "Sí … hola, agente … soy un ciudadano y quiero denunciar las cosas siguientes que me destrozan los nervios: hacer break-dance en público (41), los mimos estúpidos que se creen que son ingeniosos (42), las playas de nudistas (43), en las que exhibicionistas poco atractivos insisten en mostrar sus cuerpos gordinflones en nombre de la salud… y, oh sí… ¿Oiga? ¿Oiga?" Cuelgo el aparato cabreado porque un funcionario público se ha atrevido a dejarme con la palabra en la boca, y juro escribir una reclamación más tarde. Vuelvo a mi mesa justo en el momento en que el horrible Bill me está sirviendo el desayuno.
Empiezo a temblar. Siento que los ojos se me salen de sus órbitas. ¡Se han atrevido a poner brotes de soja (44) en mis huevos! ¡Oh, Dios mío! Esto no es justo. ¿Y qué más? ¿Una asquerosa lechuga congelada (45), el poliéster de las verduras? ¿O, peor aún, obscenas coles de bruselas (46), esas pequeñas pelotitas verdes del diablo, sosas y lánguidas tras una vida entera de ser meadas por los pájaros y otros bichos contaminantes? "Te odio", le digo al atónito Bill, y le dejo ocho centavos (47) sobre la mesa: para lo único que sirven hoy día es para insultar a los camareros.

Quizá debería irme al cine. Al menos allí se está a oscuras. Si tan sólo fuese capaz de llegar hasta allí sin apuñalar a alguien. Me atrevo a mirar por la ventanilla de mi coche, e inmediatamente me arrepiento de ello. Ahí mismo, con todo su crudo esplendor amateur, hay otro de esos murales "artísticos" (48). Si esta tendencia alarmante no se corta de raíz, en cada esquina habrá una monstruosidad antiestética. ¿Me han preguntado A MÍ si quiero mirarlo? ¿Qué será de los pobres vecinos, que difícilmente pueden ignorar los garabatos públicos de esos ineptos cada vez que salen de sus casas?

Irónicamente, hay un letrero de "Prohibido tirar basuras" (49) en esa misma esquina. Voy corriendo a abrir el maletero de mi coche, haciendo caso omiso del concierto de bocinazos que provoco, y saco una bolsa de basura de tamaño industrial que traigo de mi apartamento precisamente para estas ocasiones. Con orgullo y sin vergüenza, desparramo su contenido directamente sobre la calle. ¡Chupaos esa, estúpidos que tiráis la basura a los contendedores! Me siento como un ciudadano ejemplar, convencido de que he creado un puesto de trabajo. Cada vez que tiro algo al suelo, le tendrán que pagar a alguien para recogerlo. Es de sentido común.

Atravesando otra vez este charco de mierda llamado vida, me doy cuenta de que es demasiado tarde para desviarme. Tendré que pasar entre los piquetes antiabortistas (50) delante de la oficina de planificación familiar. Nada me pone más nervioso que estos individuos a favor de la vida. Ni siquiera los entusiastas de la astrología (51), Hermann Hesse (52) o los juegos de ordenador (53). ¡Miren a esos idiotas desfilando por la calle sin cesar! "¡Meteos en vuestros propios asuntos!", les grito. Cuando uno de esos chiflados (un hombre, claro) se acerca a mi coche con un montón de folletos, pierdo el control y chillo: "¡Desearía ser una tía para poder abortar!" Temblando de rabia, comprendo que sería mejor que me calmase antes de que me partan la cara, pero no puedo evitar el lanzar un último puyazo: "¡Odio al papa!" (54), grito sin dirigirme a nadie en particular.

Tengo que huir de los seres humanos, así que entro en una de esas horribles salas dobles (55), imaginándome que a lo mejor puedo colarme en la otra si la película que voy a ver es tan mala como me imagino. Al menos no ponen aburridos clásicos (56) tales como La reina de África o Historias de Filadelfia, o peor aún, ciencia ficción (57). Compro un paquete de palomitas de maíz carísimo y me olvido de decirle al gilipollas del bar que se guarde su mantequilla radiactiva (58) donde le quepa, pues estropea cualquier alimento de calidad. Nunca tomo Coca-Cola (59), porque huele mal. Me siento en mi butaca, me meto un puñado de palomitas en la boca y tiro el resto al suelo. Más empleos. He pagado mi entrada, ¿cómo se atreven a pedirme que utilice las papeleras? Proyectan unos cortos (60), pero al menos no son esos cortos pseudoartísticos hechos con computadora (61) que podrían inducirme a destrozar la sala. ¿Dónde están los censores de películas cuando los necesitamos? ¡Vaya! Ahora los trailers, que son otro desastre al anunciar una próxima película con la estrella del cine más repugnante del mundo, Sylvester Stallone (62). Apuesto lo que sea a que tiene granos en el culo. La película es Único testigo (63), y las dos señoras mayores que están detrás de mí empiezan a hablar (64) acerca de todo. "¡Ha tenido muy buenas críticas!", dice una de ellas. "Sí, seguro que será una de las favoritas en las nominaciones para los Oscar", opina la otra. "¡Quieren CALLARSE?!", grito mientras me vuelvo en mi butaca lanzándoles una mirada amenazadora. "No están delante de su televisor, ¿está claro?", añado con aire moralista. Consigo mi propósito. Se quedan tan aterradas por mi explosión que no se atreven ni a aclararse la garganta durante la siguiente media hora. Pero a medida que se va proyectando la película, comienzo a desear que todo el público se pusiese a gritar. Trata de la secta Amish (65). ¿Por qué razón se les ocurriría en Hollywood hacer una película cuyos personajes pertenecen a una religión que les prohíbe ir al cine? A mitad de esta abominación cinematográfica aparece en escena la construcción de un granero a la luz de la puesta de sol, algo tan nauseabundo que siento ganas de vomitar sobre la pantalla. "Hermoso", dice una de las satisfechas espectadoras a su compañera, y entonces llego al punto límite. Saltando de mi butaca, le quito su peluca de un manotazo, la tiro en medio del pasillo y salgo de la sala maldiciendo en la oscuridad.

Me cuelo en la otra sala, pero no por mucho tiempo. Están proyectando Máscara (66). La protagonista es Cher, que estaba bien en Chastity, pero bajo la dirección de ese blandengue de Peter Bogdanovich (67) parece conseguir buenas críticas por no llevar los trajes de Bob Mackie. Trata de un chico con la cara deforme el cual no sólo es feo, sino que es un tonto del culo integral. Se supone que su madre es motorista, pero sus amigos de los Ángeles del Infierno son tan amenazadores como los Siete Enanitos. Naturalmente, este Hombre Elefante Junior se enamora de una preciosa chica ciega y, en una escena, trata de contarle lo bonito que es el cielo. "Pero no puedo verlo. No sé cómo es el azul", protesta ella. Siempre preparado para encontrar una solución desagradable, el Gran Feo calienta piedras a diferentes temperaturas, se las pone en las manos a la chica y dice: "¡¡¡Esto es azul!!!!" "¡Lo veo! ¡Lo veo!", gime ella, y yo me vuelvo loco momentáneamente, rajo seis butacas de la sala con las llaves de mi coche y digo vociferando a los sorprendidos espectadores que Dorothy Stratten debería sentirse afortunada de haber sido asesinada; cualquier cosa es mejor que una vida entera al lado de Peter Bogdanovich.

Escapo del cine justo antes de que llegue la policía, entro en mi coche de un salto y pongo la radio con la esperanza de oír noticias de la Tercera Guerra Mundial o de cualquier cosa que borre de mi mente esas películas, pero en cambio escucho una canción antigua y mala de esos desagradables Beatles (68), que arruinaron el rock and roll. Todo esto es demasiado. ¿Cuánto puede aguantar un hombre? Me detengo a un lado de la calle y empiezo a sollozar. Inconteniblemente. ¡Por favor, Dios mío! (69) (a ti también te odio), deja que llegue hasta mi apartamento sin cometer ningún crimen.

Quizá debiera salir de la ciudad. Podría irme a Nueva York, pero sé que tendría un ataque de nervios viendo a esos liberales tapándose las orejas ostentosamente cada vez que un tren entra en la estación del metro (70). Y pelearme con rudos taxistas que ni siquiera saben hablar inglés (71). ¿Y qué tal la playa? ¿Estás loco? ¿Qué harías, irte a navegar a vela? (72). ¿Mirar a las motoras fuera borda (73), esas barcas de paseo que van gritando "Miradme" y que sólo sirven para dejarte el pelo sucio y enredado? No puedo ir ni siquiera al parque local por miedo a ver a universitarios de tercera categoría fumando en pipa (74) y jugando al pasatiempo más aburrido de todos, el ajedrez (75). Quizá lo mejor será que me vaya a casa.

Voy corriendo desde mi coche hasta mi apartamento y cierro con llave. Estoy temblando, pero intentaré tranquilizarme. El correo ha llegado finalmente, pero siempre es un trauma abrirlo. ¿Qué me hace pensar que hoy será diferente? ¡Oh, Dios mío! Alguien me ha enviado una felicitación horrorosa (76). ¿Es que esos estúpidos parientes míos son incapaces de pensar en UNA frase original por sí mismos en vez de darle 75 centavos a Hallmark por una línea que no se atreverían nunca a pronunciar en voz alta? Por supuesto, hay factura. Pero ninguna tan fastidiosa como la de American Express (77), la peor tarjeta de crédito de todas, la cuota anual más elevada por tener el privilegio de recibir una cantidad infinita de porquería por correo. Y, para colmo, hay que pagar el saldo completo cada mes, así que ¿para qué sirve? Todas las facturas de tarjetas de crédito son un coñazo, porque hay que cortar el formulario de cambio de dirección (78) antes de cerrar el sobre, y es otro segundo del tiempo de uno desperdiciado en trabajos forzados. Trato incluso de hojear una revista a la que estoy suscrito, pero la aparto inmediatamente al ver artículos acerca de ese grandullón detestable, Mr. T (79), que va de mirón a los juicios por corrupción de menores y posa para los fotógrafos, y la rolliza hija (80) de Bette Davis, que piensa que nos vamos a escandalizar porque su madre la maltrataba. ¡Ja! ¡Lo sorprendente es que no la matara! Veo que uno de esos abominables boletines de suscripción (81) ha caído sobre mi regazo y lo rompo a trocitos, decidido a cancelar mi suscripción, pero al fin resuelvo que continuaré enviándole boletines de pago aplazado para confundir a su departamento de suscripciones.

Debería estar escaldado, pero aun así enciendo el televisor (82), en el que los puntos son demasiado grandes para una visión correcta. Oigo una banda sonora de risas (83) y me pongo a carcajearme en la intimidad de mi propio hogar, tal como lo oyen. Cambiando de canales frenéticamente, cojo el final de las noticias y veo al hombre del tiempo local (85), el único presentador de un servicio público que, por un motivo insondable, se cree que ha de actuar como un payaso para llamar la atención. Al menos estamos en verano, así que no menciona el ridículo término "frente de aire frío" (85), hipérbole para disimular el hecho de que la temperatura es exactamente la que se puede esperar tener en invierno. ¿Debo suicidarme para escapar de esta pesadilla?

Llamo a un compañero "odiador", y él también ha tenido un día horrible. Cometo el error de preguntarle si le gustaría salir a tomar una copa. "¿Estás de cachondeo?", responde. "Lo más seguro es que fuésemos a un bar, pidiésemos un martini y lo sirvieran en una copa que no es la adecuada (86). Luego algún tipo raro peinado con una cresta (87) nos soltaría un rollo de cocainómano (88) sobre algún tema aburrido como el teatro (89)." "¡Estoy de acuerdo!" grito, tomando la palabra. "Quizá incluso de teatro experimental, la peor clase, en el que los comicastros se mezclan con el público y tratan de hacer que el sufrido espectador se interese por sus locuras." Siguiendo con su rollo, mi colega de cabreo empieza a chillar: "¡Odio la lucha libre (90), ese deporte que antes estaba bien pero que ha sido arruinado por Cyndi Lauper, pero todavía odio más la música Folk. (91) y las ferias callejeras (92)." Echando espuma empiezo a aullar tan fuerte que los vecinos dan golpes en las paredes. "Odio las luces estroboscópicas (93), los malos artistas (94) y…", recordando a mi amiguete del teléfono, "para ser honesto, ¡TAMBIÉN TE ODIO A TI!" Sé que ha colgado, porque oigo vagamente la señal de marcar en medio de mi diatriba, pero que le jodan. Los amigos (95) ¡son todos unos gilipollas! Me pongo a pasear a zancadas por mi apartamento, agitando los brazos, chillando como un salvaje para que me oiga todo el mundo. "¡Te atraparé, Jon Voight (96), y a ti también, Bob Dylan (97), y a todos los capullos públicos que en este mismo momento están planeando cómo destrozar mis nervios!" Colapso sobre la cama, y, para acabarlo de arreglar, ¡empiezo a sangrar por la nariz! Y hago directamente responsable a Bo Derek (98), El Hobbit (99), Rod McKuen (100)… y… ggg … ¡Santo Dios!, he vomitado de verdad por el mero hecho de pensar en esa gente. Finalmente, agotado, soy capaz de dormirme un par de minutos, pero ¿consigo algún alivio? Claro que no. Tengo un sueño estúpido. Pero nunca les contaré de qué iba. Porque más que a nada en el mundo, ODIO a la gente que dice: "Anoche tuve un sueño rarísimo…" (101)

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