Y llega la angustia sin aviso.
El chocolate le entumece la lengua, y tiene la sensación de que se la corta a la mitad, como el filo de una navaja. El sabor a rancio que deja la leche condensada cuando la bebes directamente del bote. El pan duro, que estalla en su boca y al final, del esfuerzo, hace que le duela la mandíbula. Galletas, que al final del paquete pasan como lija por la garganta, pero que aún así come, y no se permite el lujo de beber para aplacar su sequedad, sino que entiende que en la misma tortura está un poco su castigo y también su rendición.
Poca gente conoce la quemante acidez de la mortadela tras comer un paquete entero sin apenas respirar. El sabor picante del apio y las zanahorias crudas. Queso, chorizo, arroz de hace dos días, mezclado con leche, yogures que come con los dedos, salchichas de Frankfurt, bizcocho, el jamón que guarda para el cocido, un pimiento crudo, dos tomates a los que les echa sal para matar su intensa dulzura, todo. Todo hasta que ya no queda nada en la nevera y ella, completamente sudada, se despoja de la camiseta, porque ya no puede apenas respirar, y hasta la ropa le estorba.
Y entonces cuando cree que va a perecer ahogada, se descubre otra vez en el baño, sin saber como ha llegado allí, y comienza a devolver sin parar, de todos los colores, y cree todavía que no podrá parar y se ahogará, pero al final acaba, y puede respirar mejor. Y da la cadena, asqueada del intenso olor a rancio y amargo que sube del inodoro.
Y desnuda llora, de vergüenza, de pena por sí misma, y prefiere tener los ojos cerrados y no ver las crueles estrías que marcan su cuerpo, recordándole a cada momento de qué va a morir. Recordándole todas las falsas promesas que dio a los demás, que se dio a sí misma y nunca cumplió, recordándole que estará bien, hasta que la angustia vuelva y otra vez pase lo mismo, interminablemente, hasta que un día no llegue al baño, hasta que un día no le de tiempo a vomitar.
