EL TIGRE DE MALASIA

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curreta
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EL TIGRE DE MALASIA

Mensaje por curreta »

FERNANDO J. MANSILLA

CAPITULO 1

Malo, un día lo que se dice malo. A las 14 horas 28 minutos del mediodía no he conseguido más que 265 pesetas y cuatro cigarrillos rubios como estos suecos, alemanes, británicos que babean su turística admiración por las estrechas y umbrías calles de Santa Cruz, al pie de la catedral o haciendo cola para entrar en los Alcázares, con buenos dólares alegrándoles las carteras y a nadie, a ninguno de ellos se le ocurre mirarme a la cara, contemplar los andrajos que cubren mis delgadeces, descubrir que yo soy la miseria, señores, ?qué es la miseria? La miseria es este hombre que soy yo. Señores, turistas universales del orbe entero, turistas de Sevilla, compadezcámonos del pobre diablo, organicemos una colecta para solucionarle al andrajoso siquiera un día de su vida. Pero tal idea no se le ocurre a nadie, y aunque se le ocurriese a alguien, no tardaría en aparecer una mente sensata que advirtiese de la inutilidad de la limosna: Muy bien - reflexionaría el aguafiestas -, le solucionamos el día de hoy, hoy sí, ?y mañana qué? Argumento sólo válido para quienes tengan resuelto el día de hoy y el de mañana, y al que respondo que el carajo que me importa mañana es así de gordo, y añado que el hambre, el frío y el síndrome los padezco hoy, ahora, mañana no. Un momento, un momento - interviene de nuevo el sensato opositor de la colecta con suave acento anglosajón -. ?Ha dicho el síndrome?, pregunta acusador dirigiéndose hacia mí. Calla y paga, le respondo con firmeza atajándole las suspicacias. Son cinco duros. Poca cosa considerando que te vas a gastar el cuádruple en subir a la Giralda, razono con el guiri adivinándole el deseo innato en todo guiri de trepar a la Giralda y, por otra parte, tuteándolo, tomándome esa libertad aunque se trata de un foráneo ya maduro, posiblemente jubilado, y es que a mí, no sé por qué, no me sale tratarle de usted a los extranjeros. De cualquier forma, el hombre prosigue reticente a soltarme los cinco pavos. Valiente diversión subir a la Giralda - amplío el argumento en otra dirección-. Llegar arriba, mirar abajo, volver a bajar. Pues vaya una mierda. Y los demás que se jodan. No estoy muy seguro del razonamiento, ni siquiera de si es un razonamiento, pero ya no puedo echarme atrás. Sólo cinco duros - insisto -, ?no? Cuatro, tres, ?tampoco tres? Dos, uno... espera, no te vayas, dame un cigarrillo. No fuma. Nada, ni modo. Así que tiro de mi tabaco y me invito con un cigarrillo. Lo enciendo y saboreo una buena calada de rubio mientras consulto mi reloj Casio de pulsera. Son las 14 horas 45 minutos 51 segundos exactos. Si por lo menos pudiera pulirme el reloj - pienso mientras asisto con tristeza a la conversión en humo de la idea de una colecta -. Claro que si esta porquería horaria fuera vendible ya la habría vendido, ayer, anteayer o anteanteayer y estaríamos en las mismas pero sin reloj para constatar que hoy, según pone aquí wendsday 6 a las 14:45 el mundo, o la vida, que es casi lo mismo, sigue siendo el agujero siniestro que nunca dejó de ser, quiero decir que no podría constatar la hora exacta, aunque bien mirado, y a mí qué carajo me importa la hora exacta si sea la hora que sea las necesidades urgen lo mismo, a las doce, a las cuatro y a las seis. ?Y para eso quiero yo un reloj? Anda y que le den por culo al reloj! ?Usted lo quiere?, pregunto a un turista de aspecto más bien nipón que me mira con espanto y huye aceleradamente agarrado del brazo de su novia, o de su madre, o de su hija. O su cuñado, o su primo, porque... ese retaco amarillo que le acompaña, ?es un tío o una tía? oye, ?seré palurdo que no distingo el sexo de los chinos? ?Usted quiere el reloj?, dirijo mi pregunta a otro posible cliente, extraigo de mi muñeca el Casio water resist que me costó dos mil pelas en días de añorado esplendor y se lo ofrezco a un guiri no amarillo, porque los amarillos salen espantados corriendo en todas direcciones como los escarabajos. No, éste es de color de rosa y pasaporte presumiblemente europeo. Se me queda mirando como un pasmarote y, se lo noto en la mirada, me va a echar una fotografía en cualquier momento. Le tiendo el peluco, ?lo quieres? mil pelas y es tuyo, ?sí, no? pues decídete pronto, mi arma, que el tiempo es oro y el mono aprieta. ?El monou?, interroga el guiri frunciendo las cejas en un esforzado intento por entender medianamente la única palabra que muy vagamente le suena de algo. !Sí! !El mono! !El mono! - medio le grito al hombre como si por alzar la voz me tuviera que entender-. El puto mono jodío que no me deja vivir, me lamento entonando lastimeramente la perorata para despertar en el extranjero alguna pizca de compasión, pero el hombre sigue a vueltas con el asunto del monou...me suena pero no caigo, parece reflexionar el turista con careto de nórdica incomprensión. ?El monou?, repite indagando en su memoria. Sí, el mono, sin u, nada de monou. El mono, el monqui, King-Kong,, el síndrome cuando no heroin, ?you know?, concluyo en inglés para lucir cultura delante de esta gitana que se nos arrima agitando un ramo de claveles y una larga y ondulada cabellera negra hasta; las caderas que balancea a compás de sus palabras: Toma, mi arma, este clavel es pa ti, que te lo regalo yo, dice la bellísima tendiéndole al extranjero el clavel más indecente que ha encontrado en el ramillete. Desconcertado, pica el turista y alarga la mano para recoger la florezucha, y la recoge, pero le asalta la sensación de estar cayendo en una trampa y decide que no quiere la flor, quisiera devolvérsela, esboza una sonrisa, un tímido no, pero la gitana con ofendida expresión no admite devoluciones: No, mi arma, ese clavel es tuyo pa siempre. No me lo desprecies, guapetón, que es regalao. ?El monou?, pregunta el turista a bocajarro y sin venir a cuento, probablemente torturado por el significado del vocablo que no consigue desvelar y que siente tener en la punta de la lengua. ?Qué dice éste, qué monoú?, pregunta a su vez la muchacha parpadeando pura extrañeza. Se refiere al mono, sin acento y sin , aclaro ofreciendo servicios de intérprete, pero la gitana no escucha mis explicaciones, no me ha mirado una sola vez desde que llegó, yo como si no existiera. The monqui, luzco de nuevo mis conocimientos con el propósito de deslumbrar siempre a la muchacha cuya presencia me concede los únicos momentos de alivio desde que desperté esta mañana con el puto mono dándome bocaos encaramado a mi pescuezo. De repente, el guiri se da una palmada en la frente y se hace la luz en su cerebro: Oh, yes, the monkey, así que era eso, ?y qué? eso resuelve poco, parece decirnos el turista que ahora dirige su mirada al suelo y se descubre con el clavel en la mano, con lo que pasa a olvidarse del mono - que no le ha reportado finalmente ninguna solución- para ocuparse del clavel y la gitana que -tengo que decirlo: qué cuerpo, qué tetas- demanda con gestos harto expresivos algunas monedas a cambio de la flor. No, gracias, expresa también con elocuentes signos el turista su negativa y le tiende la flor en ademán de retornársela, la gitana parece acceder y adelanta una mano, el hombre suelta el clavel pero la muchacha en vez de tomarlo le agarra la muñeca, el clavel cae al suelo y ella clava sus preciosos ojos negros en la palma de la mano abierta del extranjero, y entonces, con misteriosa voz, informa al sorprendido turista rosa de que su futuro lleva nombre de mujer, bella y adinerada, puntualiza y recorre con el moreno dedo índice de su mano libre - con la otra sujeta al menda para que no se le naje- la palma del guiri en leve caricia quiromántica. El guiri, un cuarentón de buen ver con pinta de buena persona, entreabre ligeramente la boca, quiere decir algo pero no dice nada, creo que lo que quiere es soltarse de la garra que lo mantiene preso; descubro el resquemor en sus nerviosos ojillos azules, quizás no entiende que lo único que pretende la gitanilla es leerle la suerte escrita en las líneas de su mano. !Qué coño! lo que quiere es sacarle un par de talegos a toda costa, y para eso ya estaba yo que lo había visto primero, yo, ?te enteras? que tengo el Casio water resist en venta y mantengo la oferta inicial, mil del ala y el reloj es suyo, caballero, y si se va a gastar la pasta que sea en algo más provechoso que oír cuatro chorradas sobre tu futuro, que te engaña, José, que te está engañando y es mejor que me escuches a mí, que yo soy legal, el Casio funciona, y además yo-es-ta-ba-pri-me-ro. Todo esto lo pienso pero no lo digo, y no lo digo porque no me atrevo a interrumpir a la gitanilla, que sigue sujetando al buen hombre por la muñeca y leyéndole la buenaventura, y no me atrevo a interrumpirla por dos motivos, siendo el primero que no me atrevo porque es una temeraria imprudencia interrumpir a una gitana justo cuando se está trabajando a una víctima (los gitanos hipnotizan a sus víctimas mediante el ejercicio de una cháchara aturdidora que les anula la voluntad. Interrumpirla cuando acaba de sumir en el trance deseado a su presa significa romper el hechizo y exponerse a desatar las iras de una gitana ofendida, de lo cual me guarde Dios). El segundo motivo, ay, el segundo motivo es que estoy enamorado, amo locamente a esta gitana desde que la vi llegar agitando los claveles marchitos y balanceando sus caderas; la amo, y aunque sea con el amor falso, flojo y penoso producido en mis glándulas por los sensibleros efectos del síndrome de abstinencia, no deja de ser amor que tiñe de bondad mi pobre corazón, sí, me siento bueno y le cedo con mucho gusto el incauto guiri a la muchacha -qué mujer, qué cuerpo-, porque me da igual el dinero, el reloj, el turista y su puta madre, de todo me da igual, me conformo con escucharla, con verla, con estar a su lado, disfrutar su presencia y el sonido de su deliciosa voz que me embelesa. Pero quizás - reflexiono para mis adentros-, este segundo motivo no es más que una excusa para no enfrentarse a la realidad de que es el primer motivo, o sea, el miedo, lo que me mantiene paralizado y no me permite reclamar mi derecho de prioridad con el extranjero, porque yo-es-ta-ba-pri-me-ro, y me asiste todo el derecho del mundo para, uno: interrumpir la cháchara aturdidora, dos: indicarle, educadamente, eso sí, que si quiere sacarle los cuartos al guiri se tendrá que esperar que terminen antes mis cojones, porque yo-es-ta-ba-pri-me-ro, así que a la cola. Hasta que no acabe yo con el Casio - si lo vendo o no lo vendo es cosa nuestra, del guiri y mía- no tiene nada que hacer. A la cola sin rechistar. ?Una excusa, miedo? ahora veréis por donde me paso yo las excusas. Y miro a la gitana, que sigue bla-bla-bla aturullando al hombre, y miro al hombre, que no sabe como zafarse de la trampa/garra gitanil, y escucho la cháchara maldita como un murmullo de fondo adormecedor. Aparto la vista del dúo, paseo la mirada por la Giralda siempre arrimada a la Catedral erizada de agujas góticas, imán de turistas amarillos y rosas bajo la interesada vigilancia de las depredadoras gitanas con ramos de claveles a la caza del más incauto según las inmutables leyes de la naturaleza, desde Sierpes hasta los Alcázares, a las 14:56 según mi Casio water resist cuando estoy a punto de tomar una decisión de lo más arriesgado: interrumpir a la gitana en plena faena de hipnosis para reclamar mis derechos: yo-es-ta-ba-pri-me-ro. Pero no. No puedo. Algo me bloquea. No puedo hacer callar esa boca de jugosos labios, interrumpir su voz sintonizada con el balanceo de sus caderas, decirle: cállate. No puedo, ?por qué? Porque estás enamorado, chaval, me digo a mí mismo con indulgente sonrisa. Enamorado - y me doy un cariñoso cachete en la mejilla-. Enamorado -capón cómplice en la coronilla-. ?Sí? no me lo puedo creer. Conque enamorado... pues entonces recojo del suelo el clavel, la gitana ni me mira, en resumen no me ha mirado jamás, ni hoy ni nunca. Sinceramente, es posible que ignore mi existencia. Obcecada en sacarle el parné al rosa-guiri no se ha percatado de que yo-es-ta-ba-pri-me-ro. Abreviando, que ya tengo el clavel -la flor más mustia que he visto en mi vida-. Eh..., digo en voz alta a la gitana, nada, ni caso. Eh, repito agitando el clavel. Ahora sí, la gitana me mira con el rabillo del ojo, sin dejar la cháchara ni de mirar la palma de la mano abierta del extranjero. Vuelvo a la carga, carraspeo, alzo el clavel a media altura, tomo aire, y por encima de la maldita cháchara aturdidora lanzo un magnifico !eh!, fuerte y bien colocado. Entonces ocurre, por un breve y mágico instante la gitana detiene el parloteo, ?qué está pasando? algo no previsto en los manuales, alguien, un payo, la está interrumpiendo en plena faena, no sabe qué hacer, se desconcierta, quiere volver al refugio de la cháchara, pero antes de que eso suceda le tiendo el clavel y le espeto un ;te amo. Y ahora sí, desvía la mirada de la mano del turista y me mira, el hechizo se rompe, el turista recupera el control de su voluntad y de un enérgico tirón consigue desasirse de la garra que le mantenía preso para alejarse a grandes zancadas y camuflarse entre las hordas de guiris franceses o ingleses o alemanes, qué más da... (los guiris, como las mujeres o los camellos son todos iguales). El turista rosa se confunde entre sus iguales, se pierde y desaparece, lo impensable ha pasado, la víctima ha huido. Ni la gitana ni yo reaccionamos, más cortaos los dos que una mamona. ?Qué has hecho, chaval?, me pregunto. Una burrada, me respondo, eso he hecho. Observo que las gitanas claveleras que pululan por la plaza nos están mirando, quietas y algo alejadas de nosotros, entonces me doy cuenta de que ella -la gitanilla objeto de mi amor- ha tomado de mi mano el clavel que le ofrecí. Pero no me mira. Mira al vacío, boquiabierta, con la flor en la mano y la cadera inmóvil.

-Qué, roneando un poquiyo con mi mujé. Digo, pa matá el tiempo, no?.

No le he visto llegar, no le he oído llegar, pero está aquí, delante de mí, Antonio Carmona, alias Sandokán , el gitano más violento e iracundo del barrio de Santa Cruz. Ha llegado con su guitarra potrosa y su metro ochenta de indestructible adrenalina. Ahí lo tengo: chaqueta de cuero, pantalón de chándal y zapatillas de deporte, las brillantes greñas por los hombros, manazas de talla doble con uñas negras de triple luto; la sucia estampa de Antonio Carmona, el terror de los julais, la mugre que camina. El gitano de fibra y acero que ni siquiera la heroína pudo devastar.

-Tú vete, chocho -ordena Sandokán a la muchacha sin mirarla. Y la muchacha se desvanece al instante. En el hueco que ocupaba queda sólo el clavel que Sandokán pisotea con deliberada lentitud hasta convertirlo en pulpa. Lo aplasta calmosamente, primero con un pie, luego con el otro. Al término de esta labor levanta la vista, me mira y me enseña su dentadura podrida. No sé si es una sonrisa o si me está gruñendo. Sólo sé que voy a morir.

Aquí y allá, diseminados por la planicie que se extiende desde la plaza de la Inmaculada hasta el Palacio Episcopal, gitanos y gitanas, clavados como figuritas inmóviles en el pavimento de piedra, vuelven sus rostros y nos miran. Ellas con sus ramos de claveles y manojitos de romero para la mejor suerte; ellos, limpiabotas ocasionales, toman asiento en los diminutos taburetes de maderas diseñados para lustrar calzado a ras de suelo quedando siempre a la altura del betún. Y vuelven sus rostros y nos miran. Una oleada de terror golpea mi estómago vacío. Voy a morir. Sin haber desayunado. Eso me haría gracia, pero no puedo reír. Estoy bloqueado por el pánico. Imposible vomitar, imposible huir, imposible mantener la afilada mirada de este gitano que me clava sus pupilas amarillas y diminutas como puntas de alfiler. Imposible escabullirse de este torbellino intolerable de paranoias y sentimientos ofendidos en el que doy de vueltas con el gitano, y es posible que este terror, sudado por todos los poros de mi cuerpo, haya hecho descender en algunos grados la intensidad del síndrome (tengo tanto miedo que me olvido de la angustiosa abstinencia). Ello aparte, ?qué excusa le pongo yo a este gitano corrupio? No hay excusas, me ha pillado en flagrante delito y su código de honor exige sangre. Nudo en la garganta, tropel de lágrimas pugnando por asomarse al exterior que frenan en seco justo antes de derramarse porque, curiosamente, en vez de llanto -y casi sin pensarlo- segrego un pequeño discursito que pretendo docto y que dice así:

-La heroína me hiela el corazón, pero, todo lo contrario, el mono o síndrome de abstinencia me pone de lo más blandengue.

Docto, claro y bien hablado, porque entiendo que la mejor manera de enfrentarse a Sandokán es disfrazado de filósofo, o de erudito, o conferenciante...no lo duden, con cualquier otra defensa ya me habría pulverizado.

-Sí, Antonio -prosigo con mis palabrillas al borde de la muerte- el mono me torna en un individuo débil y sentimental, pero también en hábil artesano de marrones tan innecesarios como el presente porque la debilidad sentimental es descontrol y el descontrol es terreno óptimo para la cría y desarrollo de marrones... ejem... pausa. Analizo la situación en décimas de segundo. Antes de que Sandokán cambie de mano la guitarra y pase a apoyar el peso de su cuerpo sobre el otro pie yo he decidido ya que la cosa va bien, inmejorablemente, cuando veo dibujarse en la frente del gitano el signo de la interrogación, ya que no pretendo otra cosa que ganar todo el tiempo posible, aplazar la reacción violenta de Sandokán.

-Cuando me agarra el mono me puedo enamorar de cualquier mujer que se me ponga por delante, y ello es debido a que me pongo tan emocionalmente asqueroso que me puedo conmover por cualquier mariconada. Como aquella tarde que echaron Bambi por la tele y yo, con un monazo del quince, sin un puto real, tirao en el sofá, sufrí una de las peores crisis de toda mi puta existencia cuando los cazadores se cargan a la mamá de Bambi. Aquella tarde comprendí lo que era llorar lágrimas de cocodrilo. Sí, Antonio, yo las lloré, gordas y saladas lágrimas de cocodrilo que se bamboleaban unos segundos en suspensión desde el lacrimal antes de desprenderse y caer espesas y amarillentas. Ploc ploc, sonaba al llegar al suelo. Ploc ploc... pausa.

La narración detenida. Ya no sé qué más inventarme.

-Veamos qué lleva este payo en los bolsillos -dice Antonio Carmona, que tiene cara de no haber escuchado ni media palabra e introduce su mano derecha en el bolsillo izquierdo de mi pantalón-. Cuesta sustraerse a la mirada de esos ojos amarillos que no han dejado de perforarme desde que el gitano los clavara en mí, pero lo intento, giro muy lentamente el cuello mientras siento su mano palpándome los huevos por las profundidades abisales de mi bolsillo. Enfoco la Catedral, la Giralda siempre arrimada, rebaños de pacíficos guiris multicolores en trasiego continuo, entre los monumentos fijos y los gitanos clavados en el pavimento con los rostros vueltos hacia Sandokán y yo. ?Y ella? ?Dónde se esconde la gitanilla de los claveles? ?Aquí, allá, acullá? o como diría un mallorquín: ?Aquí, asuquí o asuquinetas? ?Dónde carajo? Quizás tras de mí, quién sabe... Yo no lo sé porque no puedo mirar atrás, volver la cabeza, ?por qué no puedo? porque Sandokán está ahora registrando mi bolsillo derecho y, otra vez, para mi sorpresa, fluyen de mis labios las palabras incontenibles, la segunda parte de mi discurso al borde de la muerte:

Enmonao y flipando con la santa y legal esposa de un gitano macho, ya me has visto, Antonio. Intrigado por conocer el motivo de tal comportamiento sopeso la posibilidad de andar buscando inconscientemente una mano de hostias para ablandarme el mono, pues todos sabemos que una patada en la boca es una manera eficaz de combatir estados de ansiedad, y quien dice ansiedad dice también mono monete date la vuelta y vete.

He querido hacer una gracia pero no sé si he ido demasiado lejos y muy oportunamente encuentra Sandokán en mi bolsillo derecho las 265 pesetas igual a toda la mañana de un día malo de cojones que desaparecen ahora en el bolsillo izquierdo del pantalón del chándal del gitano, tributo que ofrezco gustoso si contribuye al aplacamiento de los ánimos ofendidos. ?Me roban? que más da... voy a morir y tengo otras preocupaciones.

Voy a morir. Sólo para hombres. Antonio Sandokán Carmona y yo, frente a frente. Sandokán no habla, ronronea como un gato taimado. Sandokán no grita, ruge. Pero de momento, Sandokán calla y me mira con sus ojos amarillos de tigre con pupilas diminutas como puntas de alfiler. Voy a morir y hablo mis últimas palabras:

-Necesito un chute, Antonio, necesito volver a ser de piedra, insensible a las calamidades y a esta puta sensiblería del mono. Si me hubiera metido un pico esta mañana, como está mandao, mi corazón sería un corazón de piedra, y yo no me habría enamorado de tu mujer. La culpa de todo la tiene King-Kong -concluyo con un punto de amargada sorna.

-Cierra el pico y dame el peluco.

-?Cómo? ah...el reloj. Toma.

-Grasias -agradece el gitano.

-De nada -respondo.

Y se va. Dioses del cielo, se va. Con mis 265 y mi peluco, se va y no me importa. Iba a morir y se va, me perdona la vida, sin venir a cuento, sin ninguna razón aparente, a mí, al más Carpanta de todos los Carpantas de Santa Cruz, al más canijo y desgraciao hijo de puta payo que le ha faltado el respeto a la mujer de un gitano y, por la cara, me perdona la vida. Se ha cambiado de mano la guitarra. Media vuelta. Veo su espalda, las sucias greñas descansando sobre sus hombros, el culo pequeño, redondo y apretado, marcando en los pantalones del chándal. Un paso -pisa los restos del clavel-, otro paso, anda, camina, se aleja. Sincronizadamente, como un mecanismo de relojería, los gitanos y gitanas detenidos en el tiempo y el espacio de la plaza, recuperan todos a la vez el movimiento, vuelven a sus quehaceres como si nada hubiera sucedido, como si nunca hubieran estado pendientes del pequeño drama que estuvo a punto de acabar fatal, aquí, en donde mi verdugo se marcha y sólo quedamos mi mono y yo.

Bien, pero tengo el gaznate más seco que un zapato y necesito un vaso de agua, así que le doy la espalda a la Catedral, entro en Santa Cruz y callejeo hasta llegar a Las Columnas en la esquina de Mateos Gago, uno de los pocos bares en los que aún conservo algo de mi deteriorada respetabilidad.

-Hola, campeón -saluda desde detrás de la barra uno de los camareros, bajito, rechoncho, tiza en la oreja y lamparones por doquier-. ?Agua?.

-Por favor -respondo yo educadamente.


CAPITULO 2

No se interrumpe el gran bullicio del interior del bar, lleno a rebosar a esta hora de caña y tapeo, cuando casi inmediatamente detrás de mí hace su entrada y aparición Antonio Carmona, Sandokán, guitarra en ristre, corpulento y malcarado. Si me ha visto igual a como si no me viera, echa un par de vistazos al interior y se planta en la puerta colapsando la entrada y salida del establecimiento.

-Buenas días, familia -saluda el calorro con voz rota y empuña la guitarra para afinar con movimientos rápidos las tres únicas cuerdas que le perviven en el instrumento.

Dos o tres clientes de foráneo aspecto interrumpen su conversación para atender al recién llegado que una vez templada la guitarra se dispone para la actuación. Del resto nadie se digna a prestarle ni puto caso.

-Hisiste la maleta

-ay sin decirme adió

-ay que doló

Se arranca el gitano que rasguea las tres cuerdas supervivientes con frenesí y aúlla por encima del sonido ambiente, se ayuda zapateando y crujen a compás las cáscaras de gambas que alfombran el suelo.

-Ay que doló

-ay que doló

-ay que doló

Termina Sandokán su rumbita y como no le aplaude ni dios se hace las palmas él mismo y se da las gracias.

-Grasias, muchas grasias, familia -se sonríe y da algunas cabezadas arriba y abajo antes de anunciar:

-Y ahora viene lo más difísil -avisa poniendo la guitarra plana, en posición de bandeja, para que sobre la superficie de madera se vayan depositando las monedas.

-Una moneíta, cabayero. Muchas grasias.

Revolotea el gitano de peña en peña dando algún toque de atención a los que se hacen los remolones con el claro fin de no apoquinar.

-Vamos, mi arma, colaborasión con el arte, sea usté generoso, lo que usté pueda, la voluntá...que yo me conformo con ná y menos.

Ya brillan sobre la madera del instrumento algunas monedas de 100 y bastante más de 25 y 5 pesetas cuando el rumbero llega a las dos parejas que charlan animadamente en el extremo de la barra más cercano a los servicios. Uno de los sujetos, con porte de vendedor de electrodomésticos, y por lo que parece conocedor de las exquisiteces gastronómicas de Las Columnas, recomienda el bacalao con tomate a la emperifollada rubia jaquetona -pareja del otro mendrugo de apariencia más afuncionariada- que se acaba de zampar una pavía de merluza y vacila leyendo la lista de tapas del día en la pizarra con anuncios de Coca Cola y faltas mil de ortografía, la g|eva, la merlusa y lo megillone. En esto que asoma Sandokán su careto de pena demandándoles, una ayudita, si son tan amables.

-Señores, una colaboración.

Nada, ni puto caso. El gitano queda inmóvil, la sonrisa helada, a la espera de que por lo menos un duro, algo, alguien se rasque el bolsillo. Un brillo le anima los ojillos expectantes cuando advierte que una de las señoras, la canija morena igualmente emperifollada, va a abrir el bolso.

-Pero Chari....! -masculla su vendedor marido de electrodomésticos fulminándola con la mirada-. ?Se puede saber qué cojones estás haciendo?.

-?No lo ves? darle cinco duros, Falito, que por esa miseria no vamos a salir de pobres.

-?Pero es que le vas a echar cuenta a tó el que te pide cinco duros, me cago en tus mulas toas? -se desespera el hombre con las caridades de Chari, su mujer, que se asusta ante el bufido de su marido, cierra el bolso apresuradamente y sonríe como disculpándose ante sus amistades, la rubia jaquetona y el hombre con ademanes de funcionario tipo, cincuentones ambos, bien vestidos y mejor alimentados.

-Ay, mi arma -refunfuña ella mientras cierra el bolso-, como te pones por ná.

Y tras dedicar al gitano un encogimiento de hombros y una mirada como diciendo otra vez será, gira su cuerpo canijo y moreno para encararse de nuevo en la barra y olvidarse definitivamente de Sandokán. Pero el gitano se ha hecho sus ilusiones y no perdona movimientos en falso.

-Usté perdone, cabayero... -suena la voz rota de Antonio Carmona, pero nadie escucha ya al gitano rumbero que quedó clavado, la guitarra horizontal a guisa de bandeja y la sonrisa podrida, tras las cuatro espaldas como cuatro puertas cerradas a cal y canto detrás de las cuales sus cuatro dueños se afanan acodados en la barra rindiendo honores a una generosa ración de caña de lomo.

-Cabayero, por favor -insiste Sandokán al imperturbable cuarteto de espaldas tocando muy levemente el hombro del llamado Falito, no tan corpulento como el otro, fíjate José en el detalle, para reclamar la atención.

-Cabayero... -persevera plomo Sandokán en un muy suave tono y tocándole con su mano en el hombro por segunda vez.

El hombre se gira con la velocidad del rayo y frena en seco el movimiento cuando el gitano retira la mano como si le hubiera dado calambre.

-Oye, tío -se pone tieso el hombrecillo-, no me toques, ?estamos? -advierte Falito al gitano con ira contenida-. No vuelvas a tocarme ?estamos?

Yo pido mi segundo vaso de agua y me entrego a serias consideraciones: Falito es un diminutivo de Rafael. Rafael igual a Rafalito igual a Falito. Quizás, si a este hombre tuvieran la seriedad de llamarle Rafael las cosas pudieran ser de otro modo, pero no, tienen el esaborimiento de llamarle Falito. Estás muerto, Falito. A ti te llaman Falito y a Antonio Carmona le apodan Sandokán, el Tigre de Malasia. Falito contra el Tigre de Malasia, francamente, lo tiene de lo más chungo.

Falito clava la mirada en las pupilas punta de alfiler del gitano. Va a decir algo, pero aprieta los labios y calla. Mira con disimulo a su compañero de cerveza y tapa para calibrar el grado de cooperación que le pudiera aportar, pero su amigo, un tal Bernardino Bermúdez, permanece hermético y no parece dispuesto a prestar su corpulencia para una pelea de bar, más bien se esfumaría con sumo gusto, pero no es posible por el momento y aguanta el tipo como puede.

Qué maravillosa paciencia innata la del gitano que no dice nada, no se mueve, permanece quieto mirando a los dos hombres, luego a sus señoras que permanentemente le dan la espalda y lanzan miradas de ansiedad al camarero, pero el camarero se hace el sueco y atiende a otros clientes del repleto bar, que se las apañen como puedan con ese psicópata de Sandokán, y todo dios parece ignorar el drama que les toca vivir con ese sujeto malcarado que no se va, ?qué quiere? ?pues no le hemos dicho ya que no? ?por qué no se va? Todos los pordioseros del mundo huyen cuando les dices un par de veces que no. Todos cogen puerta, adiós. !Vete, vete, vete! Detecto desde mi posición, a escasos metros de la doble pareja, los primeros síntomas de pánico, tanto en los semblantes preocupados de los varones como en el nervio que transmiten las espaldas de las dos mujeres.

-No le echéis cuenta, nosotros a lo nuestro -recomienda Bernardino dando media vuelta y retornando cobardemente a la charla con las señoras para dejar a Falito enfrentado con el gitano imperturbable que aguarda, espera, sabe que de un momento a otro cederá la resistencia del julai que, efectivamente, pierde los estribos y la cabeza, y encima se pone chulo.

-Oye, se acabó el partido! Ni cinco duros, ni tres, ni dos, ni uno ni ná de ná. Ni una perra, ?te enteras? Así que puerta! !Aire! !Esfúmate, chaval! !Largo!

Intenta aparentar loca agresividad, pero su cuerpo blando sólo logra transmitir miedo, y Sandokán lo capta.

-!Que me dejes! !Que te abras! !Que me olvides! -intenta Falito exorcizar la presencia del gitano conminándole a la desaparición, pero Sandokán, muy lejos de acceder a dar la media vuelta, permanece impasible y le muestra, por toda contestación, su dentadura podrida enmarcada en una taimada sonrisa.

Impotente ante la resolución del gitano de no moverse una pulgada y bloqueado por el temor a una pendencia en la que sólo puede salir perdiendo, Falito no es capaz de dominar el impulso de insultar, siquiera entre dientes y flojito, un síes noes de insulto para que el gitano no lo oiga demasiado, pero se le escapa claro y sonoro en un acceso de rabia:
!Cabrón!,
lanza Falito el insulto y el bullicio de las columnas cesa de golpe. La voz de Falito es el último sonido en extinguirse y la ofensa, cabrón, cabrón, cabrón, queda aleteando como un eco en el interior del local. La voz, o mejor dicho, el recuerdo de la voz de Falito supera en audiencia a las noticias del telediario que nadie en el bar escucha, todos expectantes, tensos y pendientes de la reacción del gitano. Indiferente y ajena, la televisión prosigue su habitual tabarra hasta que un parroquiano arrima un taburete y en él se encarama para apagar el aparato colocado en una repisa tres metros por encima y enfrente de la barra.

Un silencio de plomo se materializa en el bar y el gitano siente el soplo del mal vagío. Desde las mesas y en la barra, todos están pendientes pero nadie se pone de parte de nadie. Le han faltado el respeto, han tocado su orgullo gitano. Ese payo de mierda le ha levantado la voz. El sólo se ha cantado unas rumbitas y ha pedido unas monedas, lo que fuera, la voluntad. Y ese perro, carajote, caraculo, le ha ofendido. Todos lo han oído.

Sandokán recoge las monedas de la guitarra utilizada como bandeja, se las guarda en el bolsillo del chándal junto a las 265 que me sirló en la plaza, luego, busca y encuentra una silla libre donde apoyar la guitarra. Contempla, ya con las dos manos libres las cuatro espaldas de las dos parejas acodadas en la barra.

-Oiga -empieza a decir el gitano mientras posa la mano en el hombro de Falito que al sentir el contacto agarra por el cuello la botella más cercana y !zas! gira sobre sus talones y dispara un botellazo a mala leche contra el rostro del gitano quien, acostumbrado desde chico a ésta y a peores lides, alza la mano abierta y para el golpe asiendo la muñeca del sujeto encolerizado que empuña la botella ahora detenida súbitamente en el aire. Y así quedan enfrentados, mirándose a los ojos fieramente y Falito, que tironea para desasirse de la garra que le oprime la muñeca, ni ve venir el cabezazo repentino y seco del gitano que le abre una brecha en la ceja izquierda por donde surge instantánea la sangre, lo derrumba, lo envía derechito al limbo de los vencidos mientras las mujeres se llevan las manos a la cabeza y componen un gesto de horror, ahogan un grito, mudo el bar entero, nadie protesta, tampoco el acompañante de Falito que sólo desea que el gitano, satisfechos sus instintos más sanguinarios, se haga humo y así poder él dedicarse a lamentar el infortunio y a contar las bajas. Mas Sandokán no está satisfecho, su puta madre de Sandokán que esboza su conocida y taimada sonrisa podrida y se disculpa:

-Conste, señora, que empesó él.

Se dirige a la morena canijita que al borde del colapso intenta reanimar a su marido, levantarlo, apartarlo de la porquería concentrada en las sucias losetas del suelo. Falito es como una muestra del miserable género humano, desparramado sobre colillas, cáscaras de gambas, servilletas usadas de papel y huesos de oliva, pegado a la pringue en el suelo de Las Columnas sin que nadie entre los presentes colabore para desincrustarlo de la trampa de mierda que le mantiene adherido. Todos miran de reojo esta escena, nadie ofrece su ayuda, nadie encara de frente la amenaza de Sandokán, el Tigre de Malasia. Se palpa la confusión que flota en el ambiente y alcanza a todos, clientes y camareros, envolviéndolos en una turbadora sensación de peligro inminente. Sandokán controla la situación, se yergue sobre sí mismo y mira desafiante en su torno, sonríe orgulloso y consciente de su protagonismo cuando ve que, asomado a la ventanilla que conecta el interior de la barra con la cocina, pinche, cocinero y fregaplatos de Las Columnas contemplan pasmados el violento lance. También los camareros han detenido sus faenas y permanecen a la espera. Y los clientes. Todos mirando al gitano que se siente leyenda viva, terror de julais y azote de pardillos. Sandokán, el Tigre de Santa Cruz, porque Malasia ni puta idea de por donde cae.
El otro fulano. Puta pena daba el otro fulano. Bernardino, el acompañante de Falito el vencido, paseaba la mirada angustiada entre el personal que llenaba el recinto en una clara llamada de S.O.S., que alguien me ayude, por amor de Dios, le cantaba el miedo asomado a sus ojos. Su mujer, la rubia de los perifollos, le apretaba suavemente el antebrazo con la mano enjoyada. Vámonos, vámonos de aquí, le casi sonaba el pensamiento. Falito, por su parte, ya se había recuperado del cabezazo, pero dadas las circunstancias prefería disimular que seguía k.o. para no levantar el culo y dejarle así el marrón al otro tipo que no sabía ya que inventar para salir del agobio. Vámonos, vámonos, persistía muda su mujer, se lo decía con los ojos, con el pensamiento, con la aterrorizada expresión de su rostro maquillado. Qué más quisiera yo, pensaba también casi en voz alta su marido, pero señalaba disimuladamente con la mirada a Falito y señora por los suelos, como diciendo: yo me iría, pero no podemos dejar aquí a estos dos, compréndelo. El se iría, pero habría que ver si Sandokán le dejaría marchar de balde.

Cantó los primeros compases de la cucaracha una máquina tragaperras y un ansioso le echó 20 duros por la ranura. Fue el primer indicio de que se agotaba el tiempo. Alguien pidió una cerveza y una tapa de pijotas, el cocinero retornó a la cocina. Se aflojaba la tensión. Segundo indicio: Emilio, el camarero encargado de Las Columnas, desplazó sus lamparones por dentro de la barra para llegarse al extremo de ésta y descolgar el teléfono. Malo, me dije yo. Malo, se dijo Sandokán, porque bronca más teléfono igual a pasma.

-Venga, tío -urgió el gitano agarrando por el codo al compañero de Falito-, dame argo -pedía Sandokán mostrando los dientes podridos y dedicándole al fulano una mirada atravesada.

-Eh... ps-sí... -No le salía la voz del cuerpo al pobre tipo que lanzaba miradas desesperadas a su mujer, a Falito y señora - siempre por los suelos-, al camarero que ya colgaba el teléfono, a la clientela del bar y a quien se le puso por delante miró aquel tío en una fracción de segundo para obtener la certeza de que absolutamente nadie iba a mover un dedo por su pellejo.

Colgó el teléfono el camarero encargado. La policía estaba avisada y el tiempo se cumplía. Sandokán se percató de la maniobra y supe que se marchaba cuando fue a recoger la guitarra que descansaba apoyada en una silla. Inició el movimiento girando la cabeza en busca del instrumento al tiempo que soltaba el codo del socio de Falito, y no sé qué diablos interpretó el pobre estúpido, creyó quizás que Sandokán buscaba con la vista algún tipo de arma para agredirle, no sé, algo tuvo que pasar por la mente del julai que le hizo sentirse más amenazado de lo que en realidad estaba, porque de pronto relució en sus manos, y a la vista de todos, el cuero negro de su billetera recién extraída del bolsillo trasero de sus pantalones.

Eran no más que segundos lo que había transcurrido desde el cabezazo del gitano hasta el momento presente, aunque al amigo de Falito le pareciese una eternidad, tanta eternidad que el muy idiota no pudo resistir aquella tensión de nunca acabar y cedió estrepitosamente justo cuando Sandokán, inquieto por la llamada telefónica, parecía ya que se najaba renunciando al posible botín. Yo, desde mi puesto de observación suficientemente retirado para no recibir ningún meque de rebote, tuve la tentación de avisar al pobre julai de que estaba infringiendo todas las reglas de seguridad, sentido común y prudencia al mostrar su apetitosa billetera de aquella forma tan innecesaria, pero me limité a trasegar mi tercer vaso de agua y esperé con paciencia de buitre el curso de los acontecimientos. Sostenía el hombre la cartera de cuero negro en sus temblorosas y bien cuidadas manos, billetera impúdica que mostraba su lujurioso encanto pues asomábanle sin recato los billetes en vez de quedar convenientemente escondidos en el compartimento adecuado, como corresponde a billetes de alta alcurnia, pero qué, impúdicos y desvergonzados, conscientes de su poderío, se asomaban al mundo exterior por los bordes de la cartera: eh, oye, estamos aquí, parecía que hablaban aquellos billetes con la cantarina voz de moneda que tiene el dinero. Vi dilatarse las fosas nasales de Sandokán al llegarle las aromáticas flairas del parné y hasta pude oír el sonido !clin! entre metálico y juguetón de la caja registradora que sumaba cifras en el cerebro del guitarrista gitano.

-?Qué pasa payo? - le salió barítona la voz, ya de por sí profunda-. La que has montao por cinco duros.

Nadie vio el zarpazo. Posiblemente, el fulano guardaba la intención de sacar algún billete para dárselo al gitano y dejar la cuestión zanjada. Quizás alimentaba la esperanza de, una vez aplacado Sandokán, poder guardarse luego, sin más contratiempo, aquella tan bien guarnecida billetera de cuero negro en el bolsillo trasero de sus pantalones Luchino Fitipaldi o como coño se llamen ese par de maricas con nombre italiano, pero qué, visto y no visto, la cartera en mano del payo y !hop! pasa sin transición a manos del gitano, y no tiene truco, ni siquiera es magia, es sólo pura avidez de yonki chorizo contra ajigonada memez de pardillo aterrado. Y nada, se guardó la recién adquirida cartera en el bolsillo del pantalón del chándal, agarró su guitarra, enfiló la puerta y ahí os quedáis, se fue, con toda la tranquilidad del mundo, ante el pasmo general y la expresión incrédula que afloraba en la tez lívida del fulano que no osaba detener al ladrón que se iba, joder, que se estaba yendo por todo el morro.

-!Que se va con tu cartera!. !Detenerlo, por Dios! !! Que se va!!- Gritaba escandalizada la mujer del socio de Falito, que fue la primera y también la única en reaccionar al darse cuenta de que a su marido le acababan de limpiar la cartera.

-Por toda la puta cara - comentó con admiración un tipejo pequeño y mugriento a mi lado, en la barra del bar.

-Hombre, Polilla, no te había visto... -me sorprendí al reconocerlo. Degustaba, al igual que yo, un vaso de agua y hacía chascar la lengua a cada sorbo. Qué difícil calcular la edad aproximada que gastaba aquel gachó, igual te pasa por un niño revejío que por adulto de esos que sin mostrar rasgos de enano son enanos. Llevaba por toda vestimenta unos pantalones cortos de deporte y una gabardina larga hasta media pantorrilla, de un color tan indefinido como su edad. Sin camisa ni camiseta ni hostias, sólo aquella gabardina cutre y pegajosa aplicada directamente sobre la piel con no menos solera del Polilla. Los shorts, la gabardina y punto. Y descalzo. En invierno se cerraba la gabardina hasta el cuello y se calzaba unas zapatillas de fieltro a cuadritos, de esas que usan los abueletes para estar por casa. Remataba el conjunto -ya fuera temporada de invierno o de verano- una bolsa hipi de macramé, que el Polilla llevaba siempre en bandolera, de la que sobresalía el extremo de una flauta dulce de plástico con la que el amigo se buscaba la vida soplando y pasando la gorra por los rincones más estratégicos del barrio de Santa Cruz.

-Mira el julai - me señaló el Polilla con el mentón al derribado Falito-, ya va pa`rriba.

En efecto, Falito, en cuanto Sandokán abandonó Las columnas, se puso en pie, rápido como la centella, sacudiéndose las colillas y las cáscaras de gamba pegadas a su antaño impoluta camisa. Canalla... Pero qué chorizo... Menudo hijo de la gran puta... !!Cabrón!! Se desataban las lenguas y comenzaron a escucharse los primeros improperios destinados al gitano y que nunca se escucharon con Sandokán de cuerpo presente.

Pero Antón y yo ya no estábamos en Las Columnas para oír los comentarios indignados de la parroquia porque volábamos en pos de los 57 talegos que aseguraba Antón haber contado con ojos de águila cuando la fugaz exhibición de la billetera, y yo le creía, porque Antón, el Polilla, es muy listo, rápido como una ardilla, y también es un hijo de la gran puta que me cae desde un sexto piso de mal. Y odia al gitano. Ni te cuento las ganas que le tiene al gitano. A mí no es que me caiga Sandokán especialmente mal, a fin de cuentas me acaba de salvar la vida, además de que canta el nota con una jondura que es capaz de ponerte los pelos de punta, pero qué quieres, José, no están los tiempos para andarse con remilgos y lo que digo es que me estaré volviendo yo muy catalán, porque pienso que la pela es la pela, los negocios son los negocios, bisnis are the bisnis que dicen los yanquis. O, si quieres, dinero igual a droga, que te diría un yonqui.

CAPITULO 3

Qué fácil es ser bueno cuando se es bueno. Pero resulta que yo soy un verdadero hijo de puta, y el que venga detrás que arree. Tal es mi filosofía; y dinero igual a droga, tal es mi lema. De momento con esas dos bases me basta para ir tirando. Y con ello no quiero decir que me vaya bien, que no me va. No, reconozco que no estoy contento, la vida no me sonríe, no tengo suerte, se me acumulan las desgracias, y aquí me tenéis, hecho un Carpanta, pero y qué, me miro y me digo, hijo, sigues siendo el mismo hijo de puta de siempre, y dinero igual a droga, porque eso es inmutable, eso más que un lema es un dogma, un artículo de fe, un mandamiento, una moraleja, un hai-ku, coño un hai-ku, mira el enterao, un hai-ku. Pues sí, yo sé lo que es un hai-ku, ?pasa algo? Yo, en mis años mozos fui poeta y estudiante de bachillerato, ?no se nota? Algo habréis notado, no me lo neguéis, ésta no es la parla normal de un chorizo, no me jodas. ?A qué quinqui de por aquí se le ocurriría hacer de este palo una crónica y titularla: Carpanta contra el Tigre de Malasia? Sí, mi historia es la historia de un hombre cultivado que devino en Carpanta porque nació con el estigma de los hijos de puta.

Yo sé que el estigma de la maldad le cambia a un hombre el destino, pero también sé que no necesariamente le hunde en la miseria, más bien todo lo contrario, le sitúa en los brazos de la fortuna. Yo, como hijo de abogado que soy, pude haber cimentado mi futuro en el bufete del viejo para haberme convertido en político, juez de fama o presidente de cualquier empresa suculenta, de lo que sea, me da igual -de un país o de un banco-, tal suele ser el destino de los que nacen marcados con el estigma, pero mi caso es el de los hijos de puta con vagío, con mal fario. Hacía putadas, sí, hice muchas, pero, mala suerte, sólo conseguí cosechar antipatías entre las amistades, desconfianzas en el trabajo, bronca continua en la familia. Finalmente fui expulsado, primero del empleo, luego de la casa familiar, y cuando me vine a dar cuenta no quedaba más que aceptar lo que ya no tenía retroceso. Había tocado fondo. A base de cometer canallada tras canallada estaba hundido, señalado, desprestigiado. A otros con mejor estrella el sello de la maldad les lleva a tocar techo, pero a mí, qué le vamos a hacer, me ha hundido en el lodo, así que me tengo que ceñir a estos otros bisnis que el destino dispone para aplacar mi sed de fechorías, por ejemplo éste de perseguir al gitano que le acaba de sirlar 57 talegos a un pringao y ahora huye por las estrechas calles de Santa Cruz con el hai-ku fijo en su cerebro: dinero igual a droga. Saber que Sandokán camina con 57 talegos en el bolsillo es saber con exactitud el futuro más inmediato de Sandokán. Antón, el Polilla, estaba de acuerdo conmigo -cosa extraña, porque le cuesta al Polilla estar de acuerdo con alguien, le gusta más decir que eso, lo que sea que diga el que le acompañe, son estupideces. Tú hablas y él responde: eso es una estupidez, tito. Y cuando te responde eso ya te puedes dar con un canto en los dientes porque por lo menos te ha respondido algo, que lo mas normal es que ni te escuche, ni te responda, ni te mire y como mucho te pida un cigarrillo y listo. Pero Antón estaba de acuerdo conmigo-: Sandokán se dirigía en línea recta al barrio de la Macarena, donde en el número 25 de la calle Escobero los Comía Hnos. expenden los mejores paquetillos de heroína y cocaína del centro city. Otra posibilidad: que el gitano fuera primero a su casa a dejar la pasta porque no es prudente ir de compras a la droguería con tanto billete alumbrándote el bolsillo, pero eso, contra argumentó el Polilla con absoluta contundencia, era una estupidez. Así que ligeros a casa de los Comía. Tomamos una ruta paralela a la habitual con objeto de no ser descubiertos en ningún momento por el ojo inquisitivo y siempre alerta del gitano de las rumbas. Elaboramos un plan sencillo: llegar antes que él, escondernos y zamparle un ladrillazo por la mera espalda, o bien antes de comprar Sandokán la droga o bien una vez ya comprada, eso era lo de menos porque ya sabemos todos que como dinero igual a droga, por lo mismo, droga igual a dinero, así que puestos a sirlarle a un colega tanto da quitarle la pasta que los paquetillos. No, mejor quitarle los paquetillos, se me ocurrió razonar, ya que así se ahorra uno el peligro de comprarla, pero el Polilla sentenció que eso era una estupidez, y ya me estaba tocando los huevos el tal Polilla, que tampoco soy yo de los que andan diciendo estupideces a todas horas, ni la idea era tan mala, y así se lo hice saber: mira tío, el ladrillazo se lo zampamos después de que la haya comprado, eso no es ninguna estupidez. No ni ná, me respondió Antón con mucho malage.

Cruzamos Mateos Gago y dejamos Santa Cruz a nuestra derecha después de subir los cuatro o cinco escalones de piedra que son el principio de la calle Abades. Y estaba intrigado por las causas que impulsaban al Polilla a una faena que, por cierto, no iba ser moco de pavo. Atentar contra los talegos de Sandokán podía ser toda una hazaña, pero teníamos muchas papeletas para que no fuera otra cosa que el advenimiento de la ruina sobre nuestras cabezas. Cuánto más relajado hubiera sido agredir a cualquier julai de los muchos que abundan en cualquier población humana.

?Te ha pasado algo con el gitano, Antón? -quise saber, aunque adivinaba que el Polilla sería parco en sus explicaciones.

A mí no, ?y a ti?

A mí tampoco -mentí-. Pero es un hijo de puta.

Psché... -Alzó los hombros el Polilla. Pero supe, porque se le traslució en la cara, que sí guardaba algo contra el gitano. Y qué grandioso sin sentido éste de birlar un botín de las mismísimas garras del tigre, pero José, yo tenía un mono por quitar y sólo por eso me mostré incapaz de frenar el impulso que me lanzaba contra la fiera en compañía de una polilla. Desde luego, protagonizando una película tal, si la cosa salía bien, nuestra reputación podría subir muchos enteros en los mentideros de las peñas barriobajeras. Si salía bien... pero quién pensaba en películas o en reputaciones? Ya he dicho que menda tenía un mono por quitar y en aquellos momentos no se me ofrecía otra alternativa. Pues adelante.

Luego, a la altura de la Alfalfa, camino de la Macarena, nos topamos con la vieja de los micifuces. Estaba, como siempre, sentada al final de la calle Abades, frente al portal de su vieja casona, sentada en su silla de nea, dando de comer a sus innumerables gatos que entraban y salían por las ventanas destrozadas del caserón, insultando a todo aquel que osara atravesar sus dominios: Maricones, chorizos, hijos de putas, ladrones, guarros, perros, macarrones..., canturreaba su ristra de insultos provocando unos atascos circulatorios de aquí te espero, porque Abades es de verdad una calle muy estrecha y con la vieja sentada en la calzada, por mucho que se orille al bordillo, no pasa un coche si no es llevándosela por delante, y claro, los conductores no se atreven, tienen que frenar, pitarle, bajar el cristal de la ventanilla para sacar la cabeza y pedirle a voces que se aparte, y como no se aparta acaban bajándose del coche para acercarse hasta ella y suplicarle, enfadarse y amenazar... Y la vieja imperturbable, en su silla de nea, con su bata estampada, sus roetes, sus alpargatas roídas y el cayado, la vieja cabrona que nunca calla. A veces con la música de Si Adelita se fuera con otro, otras con el Himno de Valencia, con cualquier tonadilla popular, la vieja adapta las series de insultos, los acopla con calzador y como puede para cantarlos en las más variopintas melodías, ya te digo, desde el Himno Español hasta Asturias patria querida. Maricones, ladrones, perros, hijos de puta... Ahí estaba la momia, con un coche detenido que no pasaba si a la vieja no le salía del mismísimo quitarse de en medio, y al nota, al conductor me refiero, que se lo llevaban los demonios, pero claro, le daba corte pegarle dos hostias, y ella que si chorizos, cabrones, guarros y maricones. Una vez, hará cosa de dos meses, en esta misma calle, le di el palo a un fulano que se bajó hecho una furia del coche porque la vieja no se apeaba del burro, es decir, que no le daba la gana de quitarse con su silla de en medio de la puta rúe. Mientras discutía acalorado con la maligna anciana me colé en el auto abierto y lo desvalijé sin piedad, arramblé con todo lo que pude, el loro auto-reverse, la americana sobre el asiento trasero y algunas cosas de mediano valor que encontré en la guantera. Con el producto de la rapiña compré en un hiper como veinte latas de comida para gato. No veas si se puso contenta la vieja cuando le mostré las latas. Llamaba a los gatos por la ventana del caserón, unas ventanas que gasta la vieja de lo más ruinoso, claro que toda la casa es un puro derribo. El caserón es para verlo. Yo lo he visto. En realidad sólo quedan fachada y balcones, ni siquiera suelo, nada, sólo la puta tierra en donde crecen las ortigas, los hierbajos y las setas en otoño. Y el techo ídem, hay más agujero al cielo que techo. No es broma: fachadas, agujeros y gatos; eso es lo que hay. Y mierda de gato, restos de comida y un hedor a vieja que espanta.

La idea de animar a la vieja para que nos ayudara en la caza del Tigre partió de mí. Yo le ofrecí, recordando viejos tiempos, una recompensa de veinte latas de comidas para gato mientras el Polilla se mantenía al margen y miraba con rostro inescrutable el incesante trasiego de los felinos.Ella no contestó ni sí ni no, se levantó de su silla de nea, mandó a los gatos volver a casa, circularon de nuevo los automóviles y la vieja agarró su cayado y se unió a nosotros. Creo que más que nada me interesaba el título que se le podría poner a la batalla si ella accedía a venir con nosotros: Carpanta y la vieja de los gatos contra el Tigre de Malasia. Se lo comenté a Antón, y cuando ya esperaba oír el consabido vaya una estupidez me salta el tío con: ?y yo qué, a mí dónde me pones?. Se me puso celoso. Claro, claro, evidentemente él tenía que figurar también en el reparto, que por algo estaba ahí con nosotros, dando la cara. El problema era entonces que si lo incluía el título se iba alargar demasiado. Le propuse presentarlo como estrella invitada, pero rehusó murmurando malhumorado que todas esas fantasías de títulos y estrellas invitadas no eran más que estupideces, pero yo sé que lo que más le dolía en el alma era que no se le nombrara como el protagonista principal y máximo de la historieta. La solución a este pequeño pero no menos insidioso problema se nos ofreció el poco tiempo, cuando ya definitivamente incorporada la vieja a la caza del Tigre pasamos por delante de la iglesia de San Marcos, cercana a la basílica de la Macarena, y reclutamos los servicios de un nuevo miembro para la expedición. En este caso la idea partió del Polilla y el fichaje era nada menos que Emilio el Pocaslibras, un camello venido a menos que en estos tiempos difíciles se buscaba la dosis mendigando por las iglesias. Pocaslibras, hombre también de pocas palabras, gozaba, como ya os conté que le sucedía también a Sandokán, de uno de esos cuerpos fibrosos que la heroína no llega nunca a corroer. Conozco cuerpos así, a los que, finalmente, sólo el sida es capaz de derrumbar. De manera que ya sumábamos cuatro expedicionarios, se podía decir que ya formábamos una tribu, lo que me inspiró el título definitivo de la película: La tribu de los Carpantas contra el Tigre de Malasia. Menuda estupidez, dijo el flautista cagado de Antón cuando se lo comenté.

Títulos aparte, Emilio se constituyó en el único argumento de fuerza con que contábamos en aquel safari. Yo, con mis casi 50 moniatos a cuestas, soy un canijo que no tiene media hostia. El flautero Antón es más joven - no tendrá ni los treinta-, pero todo lo que tiene de altanero lo tiene también de mequetrefe, y en cuanto a la vieja, tenía otros planes para ella que no pasaban, precisamente, por hacerle empuñar el cayado contra Sandokán.

Yo admiraba al Tigre, sus andares elásticos, su mirada amarilla generadora de terror, su sonrisa podrida siempre a punto para matar como para perdonar, su fantástica agresividad que combinada con su cuerpo de fibra y acero hacían de él un animal prácticamente invencible en el combate cara a cara. Está claro que la idea era el asalto por la espalda, por la cara y por los flancos, pero el primer palo por la espalda y a traición porque si el gitano se apercibía de algo raro y le daba tiempo de ponerse en guardia lo íbamos a tener más que chungo. Corría por el barrio la leyenda de que Sandokán tenía el tercer ojo, pero que en vez de tenerlo abierto en la frente lo tenía en la nuca y disimulado entre las greñas. Nunca se sabe. Lo que sí se sabía es que era poseedor de un misterioso sentido que le alertaba del peligro, de la presencia oculta de la policía, y en especial de la cercanía del benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, cualidad ésta heredada de padres a hijos tal como manda la tradición gitana. Esa misma cualidad le servía para la detección de chorizos en su contra y otras gentes de aviesas intenciones, cual era nuestro caso, pero, y sin negarle por ello al gitano el mérito de un indudable sentido innato del peligro, yo opino que Sandokán vivía en un estado de paranoia permanente producido por los vagones de cocaína-base que se metía entre pecho y espalda. Ya se sabe que el exceso de coca provoca grados de tensión muy próximo a la psicosis, y el gitano veía, olía, sentía el acecho de la tragedia hasta debajo de la cama, lo que por otra parte no dejaba de ser del todo cierto, siendo como era él un heroinómano puta escoria expuesto absolutamente a todos los palos, puros y paquetes que la vida se dignara enviarle, con o sin acuse de recibo. El Tigre sólo se relajaba cuando agarraba una guitarra y se cantaba unas rumbitas, que lo hacía con un sentimiento que por lo menos a mí me dejaba lánguido de la hostia, me entraba una lástima cuando escuchaba su cante que más de una vez tuve que salir a escape hacia algún lugar donde no me viera nadie para, tranquilo y a solas, lanzar mis aullidos a salvo de presencias extrañas, porque, y esto es una confidencia que nunca antes había sido capaz de relatar a nadie, si Sandokán es un tigre yo soy un perro, y cuando el sentimiento me revuelve el estómago me entra la necesidad de aullar, echar hacia atrás la cabeza y aullar como un poseso hasta que se me pasa la angustia y puedo volver a mi vida entre los hombres.

En la calle Escobero n: 25 la ley eran los Comía Hnos. Vendían la droga en sus modalidades más corrientes: paquetillos de heroína a mil pesetas, paquetillos de cocaína cruda a mil pesetas, paquetillos de cocaína-base a mil pesetas y rebujina, o rebujao, que es mezcla de heroína y cocaína-base, a mil pesetas.

El edificio era un corral de vecinos con viviendas de una sola habitación repartidas en dos plantas alrededor de un patio central. Para acceder a este patio había que traspasar una gruesa puerta de madera que siempre estaba abierta y luego una cancela de hierro que se cerraba por la noche y en momentos de mosqueo con un candado del que sólo los Comía poseían llave y copias. Una letrina comunitaria abastecía las necesidades de todos los vecinos, un cuartilllo inmundo además de minúsculo con una taza de loza llena de mierda a rebosar y una cisterna arriba que nunca funcionó. Al lado de la taza, tirado en el suelo, yacía un traje de caballero, pantalón, chaqueta americana y la corbata a juego atada a la cadena que pendía eternamente inmóvil de la cisterna. Los misterios de la vida se daban cita en Escoberos 25. Mugre para dar y vender desde que entrabas hasta que salías. Los Comía, que eran seis hermanos, cuatro varones y dos hembras, habitaban con sus familias respectivas las viviendas de la planta superior. Abajo, en el patio con puertas al fondo y a los dos lados -algunas de ellas habitadas por sombras que más valía no descubrir-, crepitaba una hoguera alimentada por una pareja de ancianos invidentes apalancados en los restos de un sofá. De este matrimonio de ciegos se cuentan mil historias diferentes. Del hombre se dice que fue en tiempos pasados un respetado camello de cocaína, y cuentan que una vez atravesó la frontera empetao de droga y vestido de guardia civil con un uniforme alquilado en una tienda de disfraces. Tal hazaña, fuera cierta o no, prestaba al viejo cierta aureola de intrépido bandolero muy apreciada entre el elemento lumpen de la Macarena. De la mujer chismeaban que había perdido la cabeza suspirando por antiguos esplendores, cuando le guardaba al marido la droga en el sujetador y contaba con dedos ávidos los billetes obtenidos en el trapicheo.

Caía un Lorenzo que te derretía las ideas y allá estaban ellos con su hoguera en pleno mes de julio, como calentando un mono eterno. Había también una rata ciega, nada que ver con el ex-camello y su mujer (por mucho que tuvieran el punto en común de la invidencia) pero allá estaba la rata, el ser más orondo, bien cuidado y alimentado de toda la casa. Vivía en la letrina, dormía sobre los pantalones del traje abandonado. ?Quién era el filantrópico desconocido que le daba de comer y velaba por su seguridad? Los misterios inescrutables de la vida se daban cita en Escoberos 25.

Ascendiendo una escalera de madera, que era preciso subir sin prisas y con bastante tiento, se arribaba a la galería descubierta que daba toda la vuelta por encima del patio central. Era el reino de los Comía Hnos. En ella despachaban la droga los seis hermanos que con los cónyuges respectivos formaban el Alto Mando y dirigían una pequeña tropa de cuñados de segunda mano, primos lejanos y demás morralla familiar.

CAPITULO 4

Ha cruzado el casco antiguo de Sevilla, desde Santa Cruz a la Macarena, con sus elásticos andares y su poderosa zancada de pies calzados con el único detalle de calidad que destaca entre la astrosa vestimenta: sus blancas e inmaculadas zapatillas deportivas de marca. No baja la guardia, ni siquiera ahora, que tranquiliza sus necesidades depredadoras con el producto de la anterior rapiña: cincuenta y siete mil pesetas atesoradas en el bolsillo derecho de su pantalón de chándal, sin olvidar las doscientas y pico que junto con el reloj Casio -y la Catedral por testigo- le ha sirlado hace una hora escasa a este servidor de ustedes. Pero yo soy capítulo archivado en el cerebro de Antonio Sandokán Carmona. ?Quién se acuerda de aquel Carpanta aterrorizado que a orillas de la Giralda tuvo el morro de galantear con un clavel a la mujer del Tigre de Malasia?

Sandokán piensa en otras cosas. La experiencia le dice que no debe dejarse engañar por esta sensación de euforia que quiere ganarle el corazón y el seso. Las apariencias pintan favorables, tiene dinero, suficiente dinero como para olvidarse durante algunas horas de tocar la guitarra y pasar la gorra por las terrazas de Santa Cruz. Un buen momento para sentirse protegido por el destino, dejarse invadir por la complacencia y anestesiarse con esta tentadora sensación de felicidad que pugna por dominar su pensamiento. Pero Sandokán sabe cuán peligroso es adormilarse en el bienestar, sabe que la felicidad no es eso, la felicidad, la suya por lo menos, se fuma en la plata y abandonarse antes de cumplir objetivos reales puede significar el chasco brutal de comprobar en carne propia que lo mejor de la fiesta no es la víspera.

Está ya muy cerca de la Macarena, donde en el número veinticinco de la calle Escoberos los Comía Hnos. le suministrarán felicidad a talego, cumplirán el penúltimo paso del complicado proceso que debe seguirse rigurosamente antes de poderse abandonar definitivamente en el escalón final del éxtasis. Porque tiene dinero y dinero igual a droga, ése es el lema, ésas son las apariencias. Pero cuidado... la naturaleza del gitano es desconfiada y tanta amabilidad en el destino le desconcierta. La buena suerte huele a gato encerrado.

Hace calor con mala leche. Como un cachorro juguetón el sol nos saluda lamiéndonos con sus leng|etazos de fuego que nos dejan chorreando, no de saliva, claro, sino de sudor, de nuestro propio sudor, porque la lengua solar está más seca que la lija y esto no son lametones, esto son verdaderas bofetadas. Bueh... en algo hay que pensar y yo pienso en los achicharrantes efectos del Lorenzo mientras apostados en la esquina de Escoberos con la calle Parra, Antón, Emilio, la vieja y yo, esperamos tensos e impacientes la llegada de Antonio Sandokán Carmona, quien, si nuestras previsiones no nos engañan, llegará de un momento a otro. Hace mucha calor en esta puta Sevilla a las tres y pico de la tarde -tórrido julio- y también la ansiedad produce en mis manos efectos de sudoración, por no hablar del nauseabundo yuyo que me atormenta desde que me despertó esta mañana a las siete y media, hora oficial Casio water resist.

-?Alguien tiene un cleenex? -pregunto con pocas esperanzas a la tribu de Carpantas.

Antón ni siquiera contesta, Emilio niega con la cabeza y la vieja de los micifuces me mira con ojos desorbitados y me llama maricón. Emilio Pocaslibras esboza una sardónica sonrisa, mira de reojo a la abuela chiflada y puedo leer en su pensamiento que está totalmente disconforme con la compañía de semejante vejestorio inútil. Eso me preocupa, sí que me preocupa, porque entre el calor, el síndrome, la ansiedad y las cábalas que empieza a fabricar mi cerebro, la cosa se pone preocupante. Tengo la impresión de que el Pocaslibras no se va a considerar demasiado comprometido con la vieja y la recompensa que le tenemos prometida. Menudo coñazo tener que ir luego a comprar veinte latas de comida para gato, ?no te parece, tronco? Y si Emilio no piensa cumplir con la momia, ?qué le impide traicionarnos también a los demás? Emilio es nuestra única garantía de fuerza y músculo, digamos nuestro ejército. Por lo mismo, y porque no es un tipo que destaque por su sentido de la lealtad, podría atizarnos un par de hostias a cada uno y largarse con el monto total de la pasta, si es que la Operación Tigre concluye con éxito, claro. Fue el Polilla quien tuvo la idea de contratar los servicios de Emilio, y ahora que lo pienso
A la vuelta pasé por al lado de la tuya casa, saqué la cabesa desde mi hauto y grité: CHURETICAS!

una bandada de gabiotar alzó el vuelo, el sol iba sumerjiendose entre las montañias y solo me contestó el eco de mi propia vos...

vivalasvegas
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Mensaje por vivalasvegas »

CURRETAAAAAA! CABRÓOOONN! No pensaras dejarlo ahí?

Ande l'has copypasteao! Ande! Andeeeee!




hábil artesano de marrones tan innecesarios como el presente porque la debilidad sentimental es descontrol y el descontrol es terreno óptimo para la cría y desarrollo de marrones


No sabes en la que ti has metio, no sabes la jartá palos que ti vas a llevar como no me acabes el testo.

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curreta
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Mensaje por curreta »

El texto tiene dueño como indica el principio del relato, pero no me había dado ni cuenta de que no estaba completo, ara mismo te pongo el resto y hago desde mi humilde sillita un llamamiento a todos los moros poderosos que administran este foro que aumenten la capacidad de caracteres por post. Por cierto este texto tuvo un gran éxito en el forito en la epoca preromana, o sea, prechicana y yo tuve la extraña atención de metermelo bajo el ala de mi sombrero.

Y sigue:

¿existe la posibilidad de un conchabamiento entre el flautero y el Pocaslibras para hacernos la pirula a la vieja y a mí? La vieja y yo. Menudo par de memos para dárselas todas en el mismo costao.

-Cabrón -ofende la vieja mirándome fuerte a los ojos. Me insulta a mí. A mí, yo, el único aliado en potencia con el que podría contar y la estúpida se dedica a desmoralizarme. ?Cómo no se da cuenta del complot que se cierne en su contra? ?Cómo no me cuida sabiendo que si las cosas se ponen mal, que se pondrán, puedo ser yo su única baza?

-Cerdo -insiste con su voz cascada. ?Pero qué le he hecho yo?

-Lávate -le respondo molesto.

Emilio suelta la carcajada. Anda que estamos apañaos, comenta jocoso. Menudo equipo, reitera. Sí, sí, apoya Antón cagado de la risa. Por el espacio que deja su gabardina abierta puedo ver el espectáculo más bien lamentable de su pecho escuálido sacudido por las carcajadas. Sí, sí, confirma y llora de risa el flautero, sí, sí... Traición, murmuro con la mirada paseante entre el careto de pergamino de la momia y las costillas grimosas de Antón que las carcajadas parece que vayan a descuajeringar en cualquier momento. ?Qué te preocupa, viejo?, me consulta Emilio, sin dejar de sonreír, amable y burlón, ajeno a paranoias. Chorizo, acusa la vieja en general. Cuánta estupidez, sentencia Antón tras el ataque de risa. Entonces, sin transición, Pocaslibras crispa el gesto, congela la mirada, tensa todos los músculos y señala en silencio la aparición del gitano, quien, sin descubrir nuestra presencia camuflada entre los coches aparcados, acaba de doblar la esquina que forman Relator con Parra y avanza en línea recta hacia nosotros. Automáticamente, cesan las paranoias y entra la realidad de cuajo. Ahí está, murmuro entre dientes. A sus puestos, caballeros, ordena Emilio muy reglamentariamente. Y buena caza, hermanos. Se santigua, nos miramos y corremos todos a ocupar nuestras posiciones de asalto.

La mano derecha en el bolsillo, la guitarra en la izquierda, sigiloso y elástico, se acerca el Tigre de Santa Cruz. No hay un alma en la calle cuando el gitano dobla la esquina de la calle Parra, los bares están cerrados, todo el mundo ha comido y duerme la siesta en el barrio, sólo algún gato permanece alerta debajo de un coche aparcado y reconoce en el guitarrero el olor de un familiar lejano. Huele a felino y enmudecen a su paso los canarios en sus jaulas.

Sandokán llega al portal de Escoberos 25, atraviesa la puerta de madera, la cancela de hierro y asciende con cuidado y de uno en uno los destartalados peldaños de madera que conducen a la galería donde reina el clan Comía. Olisquea inquieto el aire, todo está bajo control y la gustaría dejarse llevar por esta maravillosa sensación de bienestar, abandonarse y descansar. Soba, acaricia el dinero con los dedos de la mano derecha que mantiene dentro del bolsillo de su pantalón, porque Antonio Carmonna es zocato y utiliza la zurda para llevar la guitarra en una doble función de transporte y defensa, pues no dudaría en empuñar el instrumento como garrote en caso de necesitarlo.

No quiere pensar el gitano en el supremo instante de gozo que le aguarda, el momento cumbre de la vida de todo heroinómano, cuando a salvo en su casa con la droga recién adquirida y todo dispuesto -la plata, el mechero y el indispensable cigarrillo para después (igual al que se fuma tras follarse a su mujer)- se encierre en su habitación y eche el cerrojo a la puerta para darse el merecido homenaje. Fumarse una plata igual a objetivo cumplido, más platas te fumas más objetivos cumples. Pero no es el momento para Sandokán de filosofar sobre tales realidades de la vida, porque la felicidad del yonqui es escurridiza como una anguila y huidiza como ciervo asustado. Ventea el aire, olisquea. Ya está arriba, en la galería, se entorna una puerta y por el resquicio mínimo sale la voz de Tarina, la mujer de Paco Comía.

-?Qué quieres? -pregunta la voz soñolienta de siesta y calor detrás de la cual se adivina el cuerpo de la mujer en la penumbra, brillantes los ojos de pupilas diminutas. En el interior a oscuras de la casa se enciende la llama de un mechero durante los mismos segundos que se escucha el sonido de alguien que aspira el humo acre de la heroína por el tubito manufacturado de papel de aluminio; luego se apaga y cesa también el sonido. Antonio Carmona siente las vigilantes miradas de los machos del clan pero no ve a nadie, sabe que se ocultan tras las persianas -los delata el casi imperceptible movimiento de las cortinas.

-Cinco y cinco -responde Sandokán. Cinco dosis de heroína y otras tantas de cocaína base. Hoy ha triunfado, pero aleja con premura el sentimiento de tanta dicha.

-Dame er dinero -ordena con voz seca la mujer y adelanta el cuenco que forma su mano bajo los ojos brillantes en la tenue sombra.

El gitano apoya la guitarra; en la pared, saca el mazo de billetes, los cuenta y aparta cuatro: dos de dos mil, uno de mil y otro de cinco mil. Entrega.

-Espérate ahí -pide Tarina y desaparece en el interior tras cerrar la puerta.

Sandokán espera obediente, pero no le da ni tiempo a impacientarse cuando una voz destemplada le recrimina con acritud:

-Quiyo, no te han dicho que te quites de ahí?!

-?Qué? -se sorprende el gitano. Nadie le ha dicho que se quite de ningún sitio, pero sabe lo inútil que resulta discutir con un camello.

-!!Que te quites de ahí, cojones!! -le riñe Paco Comía salido de la nada, urgiéndole a quitarse de enfrente de la puerta de su casa, donde por lo visto da mosqueo que esté plantado.

-Ponte en la escalera. !!A la escalera o no te vendo, cojones!! - insiste Paco Comía señalándole con muy malos modales la escalera de madera para que espere en ella la droga que de un momento a otro le ha de entregar Tarina.

-!Siéntate, cojones! !?Estás amamonao o qué?! !Siéntate o no te vendo!

A gritos, gesticulando con grosería, amenazando con no venderle la droga que el gitano ya ha pagado, Paco Comía, pequeño, enjuto, revejío, con el tubo de fumar rebujaos en la oreja al más puro estilo tendero, le obliga a sentarse en un peldaño de la carcomida escalera. Luego desaparece en la casa tras cerrar la puerta con un sonoro portazo.

Se hace el silencio. Un gato, a la sombra de un tejadillo, bosteza y se despereza, pasa un minuto, el sol se desploma lenta y sistemáticamente sobre Sevilla con todo el peso de su autoridad. Pasan dos minutos. Igual que si pasa media hora. Sandokán recuerda la existencia del desasosegante Cuerpo de la Policía y la ansiedad le hace cosquillas en el estómago, pero Sandokán no ríe con estas cosquillas, no son de risa, son cosquillas de sudor. Suda, se impacienta, piensa disparates, se remueve inquieto y el peso hace crujir la madera podrida del peldaño en donde está sentado.

-Maricón.

El gitano, que solo tiene ojos para la puerta por la cual espera la aparición de Tarina con los diez paquetillos, vuelve hacia atrás la cabeza. Qué raro...le ha parecido oír una voz.

-Cabrón.

Sandokán se pone en pie de un salto. Escudriña la escalera. No se ve a nadie. Cree haber oído voces, algo así como cabrón, pero no está seguro. Y esa puta que no le trae su droga. Diez talegos que flotan en la incertidumbre produciéndole un desagradable cosquilleo de angustia. No es mentira que la primera ley del drogadicto sea esperarás al camello sobre todas las cosas. Largas esperas, buenas para que en el entretanto se te encaje la poli en cualquier momento. La pasma. Es consciente Sandokán de que 47 billetes son mucho marrón para que te los encuentre la policía así como así en lugares de tan dudosa reputación. Y qué calor... Siente una terribles ganas, el imperioso deseo de que se abra la puerta de una reputísima vez y aparezca esa perra de Tarina con sus cinco y cinco... Irse a su casa y fumárselo todo en la paz del señor. Siente la tentación de rezar para que se le cumpla el deseo, pero se domina, se calma. Yergue la columna encorvada por el peso del indefinible temor, respira, relaja los músculos que le agarrotan el cuello y hombros.

-Chorizo.

Ahora sí que no cabe la menor duda. La voz procede del patio. Aguza el fino oído. Nada, silencio. Así está, con la oreja apuntando al patio cuando se abre por fin la puerta y aparece Tarina. Lo llama con urgencia.

-Quiyo, venga, aligera.

Como una bala acude Sandokán, recibe sus paquetillos, recoge la guitarra. Empieza el descenso hacia el patio por la escalera.

-Ladrones, maricones, hijos de puta, perros, chivatas...

Tiene que frenar en seco Sandokán porque atravesada en mitad de la escalera, tendida cuan larga es en uno de los peldaños, la vieja de los gatos desgrana su rosario de ofensas musicado con las notas del Himno Español. La visión es turbadora, la momia aparece despojada de su bata, en meras bragas y sostén color carne indefinido; los roetes montados sobres las orejas semejan cascos auriculares y maneja una escoba cuyo extremo superior se lleva a la boca a guisa de micrófono.

Tras el portalón de madera Pocaslibras, el Polilla y yo aguardábamos expectantes y sin saber muy bien qué hacer. Nuestra visión era más bien deficiente, es decir, sólo podíamos atisbar, desde donde estábamos, parte de la cabeza y el hombro izquierdo del gitano. De la vieja, tumbada en el peldaño, no se distingue absolutamente nada, eso sí, oíamos su canturreo, de manera que la teníamos localizada y la adivinábamos medio en pelota a los pies de Sandokán.

Como buenos Carpantas que éramos, desde que el rumbero Carmona había entrado en el edificio, no habíamos hecho otra cosa que discutir el cómo y el cuándo de su desvalijamiento. Estábamos más o menos de acuerdo en lo básico -endiñarle un ladrillazo por la espalda- pero diferíamos en los detalles. Las mayores diferencias estribaban en que mientras que Antón defendía la estrategia más simple de atacarle antes de que traspusiera la cancela para salir a la calle, Emilio y yo preferíamos el ataque ya en el exterior, esgrimiendo como razonable argumento la explicación de que los Comía no iban a permitir escándalo ni sirlas de ningún tipo en sus posesiones. Pero se acababa el tiempo. Sandokán esperaba sentado en el último escalón de la ruinosa escalera a que Tarina le hiciese entrega de sus cinco y cinco, y nosotros que no nos poníamos de acuerdo. Tanto el Pocaslibras como yo, si discutíamos no era con otra finalidad que la de alcanzar el éxito en beneficio de los cuatro Carpantas, pero Antón era un terco, jodido cabezota obligado a tener siempre la razón, dominado por el tiránico orgullo y convencido de que los demás sólo decíamos estupideces. No nos poníamos de acuerdo. La abuela, mientras, callaba. De vez en cuando soltaba algún denuesto aislado, cabrón, maricón, para quedar luego en silencio. Nosotros, igual, seguíamos discutiendo, y Sandokán, inquieto, aguardaba arriba sus paquetillos. El tiempo se acababa. Podéis imaginar si nos quedamos pasmados cuando la abuela, tras soltar el último cabrón se lleva las manos al botón superior de la bata y zis zas se lo desabotona, luego el de abajo, el de más abajo, el penúltimo y el último, y una vez desabotonada sin pausa y sin rubor se despoja de ella a modo de infernal estriptís para dictarnos -en braga, sostén y con toda la naturalidad del mundo- algunas precisas instrucciones antes de pasar ella misma a la acción: Voy a tumbarme ahí -dice señalando la escalera que sube desde el patio a la galería. Y al ver nuestras estupefactas caras repite-, voy a tumbarme ahí, así, tal cual me veis, en pelote, y cuando el gitano me monte... ?Cómo que cuando el gitano la monte?, interrumpe Pocaslibras. Está sordo este zagal o qué..., recrimina con irritación la vieja. Cuando el gitano me monte, he dicho. Pausa y mirada de riña para los tres Carpantas, y cuando está segura que no será otra vez interrumpida continúa: Pues cuando el gitano me monte, tú -ordena entregando la raída bata a un desconocido Antón obediente- le cubres la cabeza con esto. Tú -dice mientras busca y encuentra un ladrillo entre los escombros habituales del patio para entregárselo al Pocaslibras- lo descalabras con este ladrillo. Y tú -por fin a mí- me lo registras toíto entero, ?estamos?. Asentimos los tres y allá se marcha la momia en fantásticas bragas color carne y sujetador a juego, lanza un par de insultos para darse ánimos: cabrón, hijo de puta, y se tiende luego a lo largo del escalón central de la cochambrosa escalera por la que tendrá que descender hacia el patio el gitano de las rumbas.

-?Qué te parece la vieja puta? -recobra el habla Antón Polilla.

Era para vernos, los tres Carpantas semiocultos entre la cancela y el portalón de madera, ya no discutíamos, se acabaron las discusiones, ahora tocaba obedecer a la vieja. Antón sosteniendo la mugrienta bata con la pinza que forman su índice con su pulgar derecho; Pocaslibras con el ladrillo, tan estupefactos que al principio no entendíamos nada de nada. Cuando el gitano me monte, palabras que no adquirían -de momento- significado alguno en nuestras mentes, ni parecían tener tampoco relación con la figura enjuta, amojamada y medio desnuda que desaparecía de nuestro campo visual lanzando un par de denuestos -cabrón, hijo puta- y luego el silencio.

Luego recibía Sandokán sus cinco y cinco de manos de Tarina, recogía su guitarra, empezaba el descenso por la escalera de madera hacia el patio, un escalón, otro escalón, y ya era tarde para otra cosa que no fuera seguir las instrucciones de la vieja. Entonces se hizo la luz en nuestras molleras, y aquellas palabras -cuando el gitano me monte- cobraron todo su sentido porque la vieja empezó a cantar melosamente, con la música de aquella canción italiana titulada Volare, una versión propia cuya letra decía: folláme, oh oh... folláme oh oho oh, y el gitano frenaba en seco dos escalones antes de llegar al peldaño donde le esperaba cantarina la abuela de los gatos sobándose sugerente los flácidos senos, ofreciendo pellejo y huesos a un pudoroso Sandokán que aparta la vista de las intimidades expuestas de la vieja y mira a los lados, mira al cielo en busca de ayuda.

-?Señora, se encuentra bien? -son las únicas palabras que el rumbero consigue articular- Señora, por favor.

-?Qué te parece la vieja puta? -murmura Antón.segunda vez, ahora con un añadido tono despectivo acompañado de cruel sonrisa.

-Es una locura -replica Pocaslibras con angustia-. Una locura... a ese esperpento no lo monta ni su puta madre. Asegurao. Y además, como los Comía se percaten del numerito se van a mosquear tela, nos van a echar a patadas, empezando por la abuela y acabando por el Polilla.

-?A mí? ?por qué yo? -inquiere Antón.

-Porque te digo yo que así no se puede ir por el mundo, tío. Verás tú como asome el careto un Comía y nos pille aquí, tramando una sirla en su casa.

-Si es por los Comía no te preocupes porque de eso me encargo yo -asegura enigmático el flautero Polilla.

-?Qué vas a hacer? -quiere informarse el Pocaslibras de las intenciones de Antón, pero éste no responde y abandona la posición para plantarse en mitad del patio, y antes de que ni Emilio ni yo podamos reaccionar se lleva las manos a la boca para hacer bocina y empieza a dar grandes voces: !Agua, agua, agua! !La policía! !Agua!. Inevitablemente, claro, cunde la alarma en Escoberos n:25. A eso se le llama dar el agua, esto es, avisar de la presencia de la policía. Y a quienes se encargan de ello se les denomina aguadores. Pero a lo que íbamos, cunde el desconcierto y de manera automática, arriba, en la galería, se cierran a cal y canto puertas y ventanas, se echan candados, caen persianas... Tarina, Paco, cualquier sombra, ser o cosa relacionada con los Comía Hnos. desaparece inmediatamente de escena. Cierto es que este punto conviene a nuestros intereses, pero amigo, menuda escandalera...

-!Agua, agua, agua! -se desgañita el Polilla y se diría que enloquece por momentos correteando patio arriba patio abajo-. !Agua! !La pasma!

Ahora que ya ha dado el agua, ?por qué no se para y se calla de una puñetera vez? no tiene objeto seguir con este griterío, Antón, que nos vas a desquiciar a todos. Pero es que está zumbao este Polilla y uno ya no sabe qué es lo que pretende, si es que pretende algo. ?Qué pretendes, tío loco? ?Confundir, despistar, enloquecer?

También los dos ciegos se levantan del sofá frente a la chisporroteante hoguera todo lo aprisa que les permite su natural torpeza para entrar en su pequeña vivienda, atrancar la puerta y esperar con paciencia el cese del guirigay.

-Folláme oh oh. Folláme oh oho oh -prosigue la momia su concierto en vivo, o casi mejor dicho, en muerta, porque es la estampa de un cerúleo cadáver en bragas y sostén, tumbada boca arriba en el peldaño, pellejo y huesos ofrecidos al gitano que se pasma y no sabe qué hacer. El escándalo abajo en el patio y las voces de alarma del flautero Antón le deciden a bajar los peldaños, dejar atrás la momia y ganar el patio. Intenta pasar por encima de la vieja, pasa una pierna, pasa la otra, no, una garra le aferra el tobillo y clava en su carne las uñas. Sandokán sufre un acceso de pánico, sacude convulsivamente la pierna tratando de zafarse de la garra intrusa.

-!Fóllame, malage, desaborío! -Ya no canta, pero insulta igual la micifúcica abuela-. !Fóllame, mal hijo, chulo! -exige la vieja al Tigre que la folle.

Intenta incorporarse agarrándose como un pulpo a Sandokán, trepándole por las piernas, los brazos, llega al cogote, se le abraza, lo traba, se le pega como una lapa, lo agobia, lo asfixia, no puede quitársela de encima.

-!Fóllame, perro, malnacido, chivata!

-!Agua! !Joder! !La pasma, la poli, los monos, la madera! -continúa el Polilla sus funciones de aguador, si bien más parece que nos esté tomando el pelo, esa sensación de que el jodido flautero te busca, te encuentra y te da la vuelta, porque, vamos a ver, ?a cuento de qué este puto estruendo? ?qué resuelve? Nos miramos Emilio y yo sin decirnos palabra. Los dos sabemos que si no resuelve sí que precipita. Precipita los acontecimientos, precipita el caos hacia el punto límite.

En la escalera, una segunda oleada de pánico sacude los 180 centímetros de Antonio Carmona y siente perder el control y la sangre fría que le caracterizan. Intenta de todas las maneras bajar algún escalón más hacia el patio, pero la vieja se le aferra y se lo impide.

-!Fóllame, sapo, mal hijo! !Fóllame o te rajo, mamona!

La momia se ha puesto de pie, con una garra se cuelga del cuello del gitano, le golpea en la cabeza con la escoba que maneja con la otra mano, se la restriega por la cara, se le abraza, lo manosea, le coge los huevos. En realidad, está haciendo tiempo a la espera de que Antón, según lo convenido, le cubra la cabeza con la bata para que Emilio lo desencuaderne de un ladrillazo. Pero la ayuda no llega y sólo oye los berridos del flautero que en vez de acudir presto a encapuchar al Tigre desarrolla funciones de aguador que nadie la ha pedido. Mas no desiste la abuela, sujeta como puede a Sandokán, quien no puede deshacerse de ella, quisiera golpearla pero no tiene suficiente espacio para lanzar el puño; mejor estrangularla, piensa el gitano, pero algún atávico respeto a los mayores le impide asesinar convenientemente a la anciana, hasta que por fin, desesperado y bajo el influjo de una fenomenal crisis nerviosa, se sacude los respetos y logra hacerse con el espacio suficiente para endiñarle un revés que envía rodando a la micifúcica abuela escaleras abajo. Histérico y confundido, el Tigre ha perdido el dominio de la situación.

-!Agua! !Agua! !La madera! !Agua!

Aunque su misterioso sentido heredado le dice que no hay maderos por los alrededores, el Tigre sabe que tiene que huir. No es un pensamiento razonado, simplemente sabe que el peligro acecha en algún lugar de Escoberos n:25. Calcula con error que puede salvar los escalones que le separan del patio con un par de saltos. Apoya, para tomar impulso, el peso de su cuerpo en el pie derecho, se lanza, cruje la escalera mientras el gitano se eleva en el aire, cae en el quinto escalón contado desde abajo, el peso de su cuerpo hace saltar un par de púas, desencola tablones, un mediano chasquido y seguidamente un gran fragor de madera rajada, desgarrada, y la escalera revienta, se desmorona, se destruye, se desintegra y arrastra en su derrumbamiento al gitano con su guitarra en una indescriptible confusión de tablones, tablas, tacos de madera y verbales -producidos éstos por Sandokán-, clavos, el estampido final y la gran nube de polvo.

Tras unos segundos de expectante silencio, los cuerpos abrazados de Sandokán y la vieja emergen del caos.

-!Vieja de mierda, te mato! -ruge el Tigre, perdido cualquier resto de control como de respeto, y echa mano al cuello de la momia, caen de nuevo sobre el amasijo de tablones, ella con los roetes deshechos, las bragas por las rodillas, las tetas al aire. Él con la ropa hecha jirones, ha perdido una zapatilla, ambos ensangrentados y blancos de polvo, serrín y susto. Caen y ruedan sobre las maderas desencuadernadas clavándose astillas y púas oxidadas. Sandokán consigue colocarse de hinojos encima de la vieja que se retuerce como un gato, traba con el peso de sus rodillas los brazos de la momia, la inmoviliza, la mira entonces con indecible expresión de triunfo y rabia, alza el poderoso puño para descargarlo con toda su ira contra el ya masacrado rostro de la abuela, va a golpearla cuando un ladrillo venido de ni se sabe dónde se estrella en la nuca del gitano. !Qué terrible crujido! Sandokán se tambalea pero no afloja la presa, mantiene su postura, mira atrás, a los lados, en busca del invisible agresor. Otro ladrillazo le alcanza en plena sien, y ahora sí, la visión se le nubla, aparecen sombras a su alrededor, agresivas sombras carpantatuélicas que le propinan una patada en la cara, otra en el costado, se derrumba por fin el Tigre sobre la vieja que arrecia en sus insultos, !canalla, gran cabrón, cerdo de la putísima!, llueven puñetazos, palos, patadas sobre el gitano, pero Sandokán conserva los diez paquetillos apretados en el puño izquierdo que cierra con toda la fuerza de su rabia. Cegado por la tunda que le muele el cuerpo no puede adivinar el rostro de sus agresores, pero sabe lo que pretenden. También sabe que si quieren la droga tendrán que matarlo.

-!Me tenéis que matar, hijos de puta! -aúlla el Tigre.

Siente la ratera mano del Pocaslibras deslizarse en su bolsillo derecho, flechada hacia los billetes. Con fuerza que le sale de lo más recóndito agarra la muñeca del ladrón deteniendo su avance antes de que consiga tocar el fajo de billetes. La lluvia de hostias es tan intensa que se encoge sobre sí mismo haciéndose una pelota para protegerse testículos y rostro sin soltar nunca la mano ladrona que intenta profundizar a toda costa en su bolsillo, ni los paquetillos, sus diez paquetillos, cinco y cinco, la Tierra Prometida amenazando con esfumarse delante de sus narices. Finalmente, una más violenta patada del Pocaslibras hace rodar el cuerpo del gitano y Antón rescata a la vieja hecha casi sello bajo los kilos del Tigre, la levanta sujetándola por los sobacos y la pone de pie. Dios te lo pague, murmura la momia agradecida con un hilo de voz. Pero no es momento para ocuparse de viejas ni de otra cosa que no sea quebrar de una reputa vez la asombrosa resistencia del gitano que ya está empezando a tocarnos los cojones, porque ni Emilio es capaz de llegar a los billetes ni yo puedo abrir ese puño de hierro que custodia los diez paquetillos.

Desde que se comenzó el ataque, más atrás aún, desde que salí de Las Columnas aliado con el Polilla, actúo con el pleno convencimiento de la victoria. Reconozco que no es más que un truco, un consuelo para soportar mejor el tormento de este asqueroso mono que me está dando bocaos desde las siete de la mañana. No podría continuar la lucha si no fuera con la moral de los que sólo aguardan el triunfo y la recompensa, cuando todo acabe, de un chute de los de aquí te espero. Todo ello sin la grieta de una sola duda, porque si albergara la más mínima sospecha de derrota, el poder insidioso del síndrome de abstinencia habría socavado ya todas mis resistencias. Y aún así, el ovillo sanguinolento y machacado en que se ha convertido el cuerpo de Sandokán empieza a parecernos a todos verdaderamente indestructible, inviolable, y por un momento me parece atisbar la amenazante sombra de las orejas del lobo, o lo que es lo mismo, la sensación de que el mono enseña un colmillo.

El flautero Antón es quien primero sugiere una solución implacable. Tras soltar a la vieja -que se dedica con aire alelado a buscar su bata por todos los rincones del patio- rebusca entre el destrozo de tablas hasta dar con un remedo de lanza, con tamaño, punta y filo convenientes.

-Mátalo -anima con perversa mirada al Pocaslibras ofreciéndole la estaca-. Mátalo de una puta vez.

-Mátalo tú, canijo -le devuelve Emilio la pelota.

Sonríe enigmático Antón, pero no responde. Calla. Le encantaría tener los huevos de asesinar al gitano, pero no se atreve. Emilio sí, pero no quiere cargar con una muerte; le resta al espíritu simple del Pocaslibras ese poco de humanidad. O de prudencia. ?Quién se atreve?, pasea entre nosotros la mirada interrogante y ofrece la puntiaguda estaca Antón, que desde que nació no ha dejado de dar por culo.

Han cesado los golpes y el gitano, tirado en el suelo, sigue hecho una pelota -y una lástima-, pero ahora mueve la cabeza para enfocar la estaca que el flautero balancea -no sé si con un punto de sorna o de chulería- por encima de él.

-No hace falta ser tan cabrón -sugiero al mismo tiempo que como el que no quiere la cosa intento arrebatar con total suavidad de movimientos la puntiaguda estaca de manos del Polilla, pero éste se resiste, con una mano esconde en la espalda la improvisada lanza, la otra la utiliza para mantenerme a distancia, extendida como tope frente a mí. Semeja un juego, ?a que te la quito? ?a que no? incluso cambia el Polilla su siniestra sonrisa por otra más picarona, pero no es un juego, por lo menos yo no estoy jugando.

-Sí que hace falta ser tan cabrón, tito -me contradice Antón, borra del rostro la pícara sonrisa y achica los ojos-. Vamos -continúa el Polilla-, es increíble que tres hijos de puta como nosotros no podamos abrirle la mano a esta piltrafa -y señala con la estaca la piltrafa que sigue lo mismo, acurrucado, inmóvil y sin quitar ojo de la afilada madera. Emilio, unos cuantos pasos retirado de nosotros, calla. Yo también callo. Tiene razón el Polilla. Ese puto Tigre se está quedando con nosotros. Ahí estamos los tres Carpantas, incapaces de quitarle nada a un tipo hecho fosfatina en el suelo. Tres Carpantas, pero... ?y el cuarto? ?qué se hizo de la vieja de los gatos? Fracasado su plan, lo más seguro es que se haya dado el piro con el rabo entre las piernas. No, claro, precisamente con el rabo entre las piernas, no. Ningún rabo entre las piernas. Y el tiempo, implacable, que se nos echa encima. Este tipo de palos han de ser rápidos y conviene que salgan bien a la primera. De lo contrario se convierten en una chapuza, y, qué quieres que te diga, José, a mí la idea de la estaca me da repeluco. Yo me huelo que al Polilla le pasa algo con el gitano y está deseandito de meterle mano, allá él, pero que no cuente con mi complicidad. Estos lúmpenes chalaos de barrio bajo no calculan nunca las consecuencias de un palo mal dado, les suda un carajo de todo, pero yo soy de otra casta, y aunque más pobre que las ratas, y por tanto, con poco que perder, no me da la gana de buscarme un ruinón. Ellos con decir: tengo el mono y estoy majara cometen cualquier salvajada y se quedan tan panchos. No me convence. Yo ya he pisado la trena y cuando vuelva a dar con mis huesos en ella será por algo de más enjundia que por una sirla de diez paquetillos y cuarenta napos.

Y mire usted por donde, justo son ésas las palabras que a modo de exordio salen de la boca del Polilla -tengo el mono y estoy majara- antes de alzar la puntiaguda estaca con las dos manos. Quiyo..., protesto asustado, me adelanto un paso y tiendo la mano, también Emilio hace el gesto, pero ni él ni yo llegamos a tiempo de detener la estaca que ya desciende mortalmente dirigida al corazón del gitano.

?He visto un fogonazo? He visto volar el cuerpo del Polilla. ?O era yo quien volaba? Yo, desde luego, acabo de aterrizar en el duro suelo. Mi cuerpo, más rápido que el pensamiento y veloz como la centella, ha volado en pos, no del cielo, sino de la tierra; pero primero fueron el fogonazo, el silbido de meteóricas partículas rozando nuestras cabezas, y -por último- el estampido. El penetrante olor a pólvora confirma mis suposiciones: Esto ha sido un disparo, y -como Hernández y Fernández- yo aún diría más: un cartuchazo de cojones.

-!Hijos de puta, fuera de aquí. Mamonas. Que nos vais a buscar una ruina!- ladran desde la galería por encima de nosotros los acalorados miembros del clan Comía, de los que, como buenos Carpantas que siempre seremos, nos habíamos olvidado por completo. Claro... han tenido tiempo sobrado para percatarse de que la alarma -el agua- dada por Antón era un puto camelo para tenerlos apartados mientras nos dedicábamos con total impunidad a la sirla y asalto de Antonio Sandokán Carmona.

-Eh, eh... tranquis, que ya nos vamos -oigo que grita Emilio Pocaslibras desde su posición; también él hechó cuerpo a tierra, tendido prono con la cabeza cubierta por los brazos.

-!!A pelearse a la calle, cabrones!! -insisten las voces que ni mucho menos el Pocaslibras ha conseguido aplacar aseverando que ya nos íbamos.

-Bueno, bueno... nos vamos, no disparéis- de nuevo la voz de Emilio conciliadora-. No disparéis -se levanta, alza los brazos en señal de acatamiento y rendición, camina unos pasos hacia la cancela sin quitar ojo de la galería donde el sol arranca destellos metálicos a la escopeta de dos cañones que sostiene -culata al hombro y un ojo guiñao- un Comía encolerizado. Pasito a pasito gana la puerta el Pocaslibras, sale a la calle y se esfuma definitivamente. Yo también me levanto. Ya estoy de pie, soportando estoicamente los improperios que se me dirigen desde la baranda. Los Comía, mujeres y hombres, babean su rabia, gesticulan y aúllan doblemente enfurecidos al no poder acceder al patio por la escalera que reventó.

-Mi bata, ladrones, chorizos, rateros. Devolvedme mi bata...!-

Pero me voy a cagar en la puta de oros. Menudo momento el que escoge la vieja para efectuar su rentrée, ?pero, no quedamos en que se había marchado tras el rotundo fracaso de su -fuerza es reconocerlo- descabellado plan? Los misterios de la vida siguen dándose cita en Escoberos 25; mirad la vieja que aparece y desaparece a lo Guadiana. Ha perdido las bragas y el sostén y deambula desnuda, estratosférica figura de pellejo y huesos, buscando su bata por todos los rincones del patio con un hilo de voz: mi bata, rateros, quinquis, chorizos. Quiero mi bata, perros, ladrones...

Sandokán sigue ovillado en el suelo, hecho un despojo sanguinolento, y en cuanto a Antón no sé si está herido o giñao de miedo, porque ni se mueve ni habla, tumbado bocabajo en extraña postura. Terminado el parte de guerra vuelvo mi atención a los energúmenos de la galería. Siguen lo mismo, lanzando sapos y culebras por ese boquino que les dio el Señor, y yo quisiera descifrar sus amenazas, entender lo que dicen, pero los temblores sacuden de tal manera mi cuerpo que me es imposible concentrarme. ?Pues qué pasa ahora?. Pasa que no puedo más, sencillamente eso, estoy derrotado, vencido. Lo que no ha podido ser no ha podido ser. Ni dinero ni droga igual a king-kong, el monazo espantoso que se me sube a los hombros y que me da bocaos en el cogote; y habla, José, me habla: Estás jodido, Carpanta, susurra cruel en mi oreja. Estoy jodido, si él lo dice será verdad.

-!!Venga, maricona, hijo de la gran puta, fuera de mi casa, cabrón!! - llueven los insultos desde la galería.

-?Es a mí? - pregunto con descaro.

-Sí, sí, tú, a ti te lo digo, perro -confirma a grito la desagradable voz nasal de Paco Comía-. Espera que baje; !te voy a rajar el forro de los huevos!

-Me vas a chupar la polla - contesto yo con toda la chulería que nunca tuve.

Antes de oír ninguna explosión siento el impacto de algo sólido en mi rodilla, y sin saber cómo ni por qué me encuentro tirado otra vez en el suelo, y, ahora sí, llega a mis oídos el fragor de un disparo; luego el pinchazo de un dolor insoportable en la rótula. Tengo la cabeza curiosamente apoyada en una gabardina a la que le sale humo y sangre por un boquete. Así , de momento, no entiendo nada, pero entonces, como un relámpago, acude un nombre a mi sesera. Antón. ?Antón? pregunto como un idiota en alta voz a la bolsa que yace al lado del cadáver y de la que sobresale la punta de una flauta Honner de plástico. Cuánta estupidez, contestaría si pudiera, pero lo que es este gachó ya no dice nada. Eso sí, mono no tiene.

Arriba, Rafael Comía abre la escopeta, introduce dos cartuchos, lo cierra, crack, suena el arma al quedar dispuesta. Ningún otro vecino de las demás viviendas, fueraparte los Comía, asoma la jeta para averiguar la causa de tanta jarana; que peores las ha habido. En el aire quieto y tórrido de la tarde flota el olor de la pólvora. Sé porque lo sé, que el próximo cartuchazo será para menda si no me najo ligero de aquí, pero qué poca ilusión me va hacer arrastrar el mono por la putísima calle. Con el yuyo encaramao en la nuca, descargando calambrazos, será imposible admitir que lo cierto es que no tengo un chute a mano para terminar con esta angustia formidable....No puedo ni quiero pasar por ese aro. Prefiero morir, creer que todo ha salido bien, conseguimos el dinero y la droga. Prefiero mentirme: nadie me apunta con un fusil, no me iré de aquí, ?por qué? Todo mentira. Mentira igual a muerte. Morir. No es tan cruel como tener que aceptar la verdad: quedar tirao en la rue con la rodilla hecha migas, sin un duro, sin una mala dosis que llevarme a la vena y mas enmonao que una mamona.

La muerte es un tiro en la cabeza. Pero la muerte puede tener también hechuras gitanas y el aspecto de un tigre. Aquí está la muerte, qué alta y grande se le ve desde el suelo. Me mira, me enseña los dientes podridos. Se arrodilla a mi lado y murmura con voz suave: quiyo, qué... otra vez tú. Va cuajadito de sangre por donde lo mires. La cara, el pecho, las manos, todo él hecho una pena.

-Otra vez tú -insiste el gitano.

-Otra vez yo -le respondo con tristeza.- Si me hubiera metido un pico esta mañana como está mandao...

-Cierra el pico -interrumpe.

Del retrete del patio se abre la puerta y aparece la vieja de los gatos. Viste pantalón y chaqueta americana, el traje de caballero que durante tanto tiempo yació abandonado junto a la taza del váter y fue, así mismo, lecho de la rata ciega. Manchas y arrugas de todo tipo y condición adornan las prendas que bailotean en todas las direcciones y dentro de las cuales parece naufragar el desvencijado esqueleto de la micifúcica abuela.

-!Maricones, cabrones, cerdos, chivatos, perros, chorizos y mamonas! -Ha recuperado la energía que la caracteriza y reparte su habitual ristra de insultos con música de sevillanas. Cogida por la cola lleva colgando la rata ciega. No consiguió sus latas de comida para gatos, pero, a cambio, les lleva ese trofeo vivo. El traje de caballero y la rata ciega, instituciones que parecían inamovibles tocan a su fin en Escoberos n:-25. La corbata pende todavía exactamante igual de la cadena de la cisterna como un recordatorio. Me sonrío; Sandokán también sonríe. Nos miramos. Enseguida, ruidosas carcajadas -si bien algo nerviosas-, carcajadas en el patio y risotadas también arriba, en la galería donde reina el clan de los Comía Hnos. El esperpento con la rata colgada del rabo no es para menos.

-!Cerdos, chivatos, perros. Os vais a reír de vuestra puta madre! -Se ha dado cuenta la vieja de que nos reímos de ella y se ha ofendido-. !Cabrones, maricones, guarros!

Atraviesa la cancela, el portalón y se pierde calle abajo. Durante unos segundos seguimos oyendo los denuestos seriados, cada vez más debilitados por la distancia. Luego, el silencio. Apoyados en la baranda de la galería, los Comía contemplan la escena, ríen divertidos, y Rafael Comía, el hermano artillero, aplacadas sus ansias homicidas, acaba bajando la escopeta. Les queda ese cadáver en el patio; allá ellos. Cada cual apechugue con su marrón.

-Anda, vente -me ayuda Sandokán a levantarme, y apoyado en su hombro, arrastrando la pierna herida, salimos a la calle como dos sombras maltrechas.

-Te vienes a mi casa, te disculpas con mi mujer y te quitas el mono con uno y uno -sonríe podrido y abre su mano izquierda para mostrarme las diez dosis que aún conserva.

No sé que pensar, José. Si lo dice de veras o es una broma siniestra. El Tigre es cruel y vengativo, pero me gustan su mirada amarilla y su sonrisa podrida. Por si acaso, por si es la muerte lo que me espera, dedico estos últimos momentos antes de llegar a su casa para rezar mis oraciones y concederme el postrer deseo, que no es otro que el de cagarme repetidas veces en mi puta estampa.

---FIN---

Esto demuestra que todas las visitas que ha tenido el mensaje son fantasmones que se han asomado, han visto muchas letricas juntas y se han asustado. Que lo disfrutes valasvegas.
A la vuelta pasé por al lado de la tuya casa, saqué la cabesa desde mi hauto y grité: CHURETICAS!

una bandada de gabiotar alzó el vuelo, el sol iba sumerjiendose entre las montañias y solo me contestó el eco de mi propia vos...

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NORNA
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Mensaje por NORNA »

Esto demuestra que todas las visitas que ha tenido el mensaje son fantasmones que se han asomado, han visto muchas letricas juntas y se han asustado


No necesariamente, yo he pensado que harías una segunda parte en breve, que dejabas así la incertidumbre.

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curreta
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Mensaje por curreta »

Pues si Vivalasvegas no dice nada sus quedais a dos velas.
A la vuelta pasé por al lado de la tuya casa, saqué la cabesa desde mi hauto y grité: CHURETICAS!

una bandada de gabiotar alzó el vuelo, el sol iba sumerjiendose entre las montañias y solo me contestó el eco de mi propia vos...

vivalasvegas
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Mensaje por vivalasvegas »

Pues estuvo realmente bueno el relato. ¿Que se sabe del escritor?¿De donde se sustrajo narración? Tendremos que poner remedio, o no?

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wendigo
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Mensaje por wendigo »

Este ya lo pusieron en el forito hace tiempo.

Creo que fue Barragán además.

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Mr. Mxyzptlk
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esto curreta... de buen rollo te lo digo...

Mensaje por Mr. Mxyzptlk »

Pero no crees...

A lo mejor me equivoco

Pero todo el esfuerzo que te ha costado escribir ese cuento....


lo puedes rentabilizar por algun lado?

Digo yo vamos

Una edicion de bolsillo, con varios cuentos asi, alguna editorial podria picar... que no tienen muchas luces...

he escuchado que algunos sudamericanos estan comprando guiones a unos cuantos subnormales españoles

Chao

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SordoSinOrejasDrMoriarty
Comodoro
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Mensaje por SordoSinOrejasDrMoriarty »

FERNANDO J. MANSILLA

EL TIGRE DE MALASIA

Creo que no lo ha escrito Curreta. Es más, debería decirle que este post ni siquiera es original suyo. Es de la epoca A.C. del foroyonki. Lo cual no significa que por serlo, sea bueno. Aunque este sí lo sea.


Nos leemos.

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curreta
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Mensaje por curreta »

Curreta escribió:FERNANDO J. MANSILLA

CAPITULO 1

Malo, un día lo que bla bla bla...


Y más abajo Curreta escribió:El texto tiene dueño como indica el principio del relato, pero no me había dado ni cuenta de que no estaba completo, ara mismo te pongo el resto y hago desde mi humilde sillita un llamamiento a todos los moros poderosos que administran este foro que aumenten la capacidad de caracteres por post. Por cierto este texto tuvo un gran éxito en el forito en la epoca preromana, o sea, prechicana y yo tuve la extraña atención de metermelo bajo el ala de mi sombrero.
A la vuelta pasé por al lado de la tuya casa, saqué la cabesa desde mi hauto y grité: CHURETICAS!

una bandada de gabiotar alzó el vuelo, el sol iba sumerjiendose entre las montañias y solo me contestó el eco de mi propia vos...

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