¿ De qué?- Ojalá pudiera preguntarle ahora.- ¿ Qué he hecho mal?
Maldita adrenalina, ojalá hubiese escuchado a mi padre.
La espalda me duele a horrores, me arde. Las alas, desgarradas y enrredadas entre las piernas, no resultan tan bellas ahora. Sigo cayendo.
Entre las lágrimas que la velocidad me arranca, veo a mi padre ahí abajo.
Su cara, desencajada por lo atrofiado de mis piernas y las advertencias de mis brazos. He subido demasiado alto.
¡ Cómo imaginaría esto él!, de ninguna de las maneras, creo. Nunca hubiera pensado que la cera me abrasaría el costado.
Es fácil no acordarse de lo bello de éste atardecer, aún cuando se tiene- cada vez más cerca- el ancho mar, empedregado en el más bello ámbar, ¿ acaso no amo yo la brisa, aunque ésta, endemoniada, me desfigure ahora la cara, violenta?
Son las mismas olas rompiendo ahí abajo, y sin embargo no quiero embelesarme mirando el pequeño arco iris que dejan al caer.
Mi padre queda ya encima mía. Maldito asesino.

La caída de Ícaro