María

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Perro infiel amiricano
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Registrado: 11 Nov 2003 12:33

María

Mensaje por x »

María estuvo casi diez minutos observando a los tres hombres antes de decidirse. Estaban sentados junto a las ruinas de una mezquita bombardeada, fumando los tres, y hablaban en voz baja. Por eso aún no estaba segura de si eran italianos o españoles cuando avanzó hacia ellos. Tampoco estaba segura de su reacción, y le asustaba que no hubiera ninguna mujer con ellos. Pero tenían cigarrillos para Zlatko, y Zlatko debía de llevar horas desesperándose y blasfemando contra sus piernas heridas y contra ella, que no regresaba con comida ni con tabaco; sobre todo, con tabaco.

- ¿Sigaretta...? – su italiano tentativo provocó la rápida reacción de los tres hombres; bastaron unas palabras para confirmarle que eran españoles.

El que le entregó el cigarrillo se quedó mirándola con fijeza mientras ella lo metía en el bolso. Le habló en español, despacio, para que ella pudiese entenderle. Por qué te lo guardas, quieres más, no quieres algo de comer, cómo te llamas...

Una vez, hacía unos meses, antes de conocer a Zlatko, se encontró con una antigua vecina que se buscaba la vida por las bravas. «Hay que gustar a los periodistas», decía. Los periodistas extranjeros tenían comida, tenían un techo en lugar seguro en el territorio más o menos respetado de los hoteles de prensa, y una chica guapa podía arreglárselas para compartir con ellos aquellos lujos inauditos en la cárcel de desolación en que se había convertido Sarajevo. Era fácil: medio traductora y medio puta. A su vecina le iba bien. «A los españoles y a los italianos siempre les digo que me llamo Jasmina, porque ellos siempre dicen “¡Qué nombre tan bonito, Jasmina!”».

- Jasmina- casi sin un parpadeo.
- ¡Qué nombre tan bonito, Jasmina!

El hombre era flaco y feo. Llevaba unas gafas cuadradas de montura gruesa, y ya no era joven, pero aun así su forma de mirarla era insolente, una mezcla de piedad y chulería. María le preguntó si era el jefe. Se rió y lo negó, pero evidentemente la pregunta le había complacido. Le dio un paquete de galletas y, mientras la miraba comérselas con afán, le dijo que era una chica muy guapa, pero que podía estar tranquila a su lado.

- Quiero decir, a ver si me entiendes, que yo no soy de esos que te van a proponer que echemos un polvo a cambio de unas galletas y un cigarrillo...

Después se quitó el casco y se lo colocó a María en la cabeza, bromeando, y siguió preguntándole por qué se guardaba los cigarrillos. Aunque no había entendido bien sus últimas palabras, ella sospechaba que a aquel fulano no le iba a gustar saber que eran para Zlatko, que la esperaba – a ella y a los cigarrillos- con sus veinte años y las piernas partidas después de un bombardeo. Zlatko que olía a talco y a tabaco limpio, y tenía las manos grandes y la abrazaba muy fuerte cuando caían las bombas. Así que dijo que eran para su padre, un triste, triste, enternecedor anciano inválido que necesitaba sus cigarritos para aguantar la pesadilla de los morteros serbios, y dijo que no tenían apenas para comer, que estaban solos, y dijo que, bueno, es la guerra, ¿no?

El hombre le ofreció conseguirle más cigarrillos, un cartón entero o medio, y comida para ella y para «su viejo padre», pero María tendría que ir a su hotel a buscarlos. Mejor esa noche, ahora ellos iban a filmar, «la cabronada del trabajo, estoy aquí para eso, soy un mercenario del público en esta jodida era de la comunicación». María asentía sin comprender demasiado, mientras en su cabeza daba vueltas a la idea de ir al hotel. Seguía teniendo miedo de que ocurriese lo que no quería, porque ella no había llegado al grado de desesperación de su vecina... o aún no. Pero una o dos raciones de comida y un cartón de tabaco era mucho para los malos tiempos que corrían en Sarajevo. Y el periodista estaba siendo muy amable. Dijo que iría.

Esa noche, en el Holiday Inn, se reunieron en el vestíbulo y María recibió lo prometido. Él estuvo más amable todavía, le pidió información para sus crónicas, detalles sobre la vida de la población civil, el miedo a los francotiradores, que le explicara qué se siente cuando sabes que puedes morir simplemente haciendo la cola para comprar el pan. Le enseñó una foto de su hija y le dijo cuánto la recordaba a veces, viendo el desamparo de los niños bosnios. Después, cuando María ya estaba dando señales de querer marcharse, dijo como quien recuerda algo súbitamente:

- ¿Sabes?, en este momento hay agua corriente. Sale agua de los grifos, hay agua en el lavabo, y en la bañera. Si quieres, puedes darte una ducha. ¿Me entiendes?, una ducha. Doccia, capisci?

Sí, sí, María entendía, claro que sí, una ducha, lavarse, Dios, después de más de un mes. Se tragó la humillación de aquella propuesta, que decía bien a las claras que él se había dado cuenta de que María olía mal. Era demasiada tentación. Subieron a la habitación.

Estaba bajo el chorro de agua, doliéndose de no poder llevarse aquella maravilla junto con el tabaco, cuando se abrió la puerta del baño y entró el periodista. María fingió no verle, mientras él cerraba la puerta y se quedaba apoyado contra ella. Mirándola. Con la misma mirada, suponía, de por la mañana, con fijeza, con complacencia, la mirada insultante de quien tiene derecho. El agua caía por sus pechos, que en ese momento le parecieron odiosamente grandes y evidentes, imposibles de ocultar. Todo el placer de la ducha se desvaneció, y fue ocupado por una horrible sensación de suciedad, de intimidad arrasada. Estaba expuesta a sus ojos como un trozo de carne a la venta. Acabó tan deprisa como pudo, torpe de movimientos, y salió de la bañera. Ya no podía seguir ignorando la presencia del periodista. Levantó los ojos hacia él y le sonrió como podría haber sonreído un niño, encogida y patética en su absoluta desnudez, humillada por la forzada exhibición.

- Eres preciosa, Jasmina... Has tenido suerte, ya te he dicho que yo no soy de esos que se cobran un poco de comida con un revolcón.

María no podía dejar de entender lo que era un revolcón, pero aun así él sonrió y esbozó unos gestos explicativos. A ella se le encogió el estómago. Mezclado con el olor de las galletas y del polvo que flotaba perennemente en el aire enrarecido de la ciudad bombardeada, mezclado con el olor del calor opresivo de aquel agosto cruel, mezclado con el olor del humo del tabaco que aún flotaba en la habitación, aspiraba el olor de aquel tipo flaco: a sudor, a restos de colonia, a él, que no era Zlatko ni nadie a quien ella quisiera o deseara. Un olor de hombre desconocido, que la miraba y la quería hacer suya con aquel modo de mirar descarado, ofensivamente protector; perdonándole la vida, tomando de ella lo que él quería y esperando agradecimiento por su generosidad al dejar así las cosas.

Pero ella estaba en un país en guerra, y él le dispensaba su simpatía y su comprensión: y pronto, un día de esos con muchos muertos, ella estaría muerta sobre la trasera de un Volkswagen y él podría contarle al mundo esta misma historia para mostrar su caballerosidad y su bondad de corazón, y que él no se aprovecha de ciertas situaciones. Porque él es, realmente, un tío de putísima madre.

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SordoSinOrejasDrMoriarty
Comodoro
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Registrado: 26 Feb 2003 11:33

Mensaje por SordoSinOrejasDrMoriarty »

Excelente relato.
Dar la vuelta a Pérez Reverte nunca viene mal. Porque, a pesar de que a cada uno le puede gustar más o menos como escribe el flamante académico, su pose de honor y código de integridad es para mandarle a freír espárragos unas pocas de veces.


Nos leemos.

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