Una de zombies:
Su cara, demacrada. La piel, hundida contra el cráneo. Sus ojos vidriosos, mostraban una falta total de vida e inteligencia. Ralos cabellos colgaban de su moteada testa, meciéndose en la brisa de una noche sin luna. Su cuerpo aparecía creosóticamente hinchado, como si la podredumbre de su interior luchara por escapar a través de los pliegues de su ropa. Andaba lenta, torpemente, avanzando con pasos grotescos, balanceándose continuamente, con escaso equilibrio. Sus murmullos, ininteligibles, producían mesmérico efecto, atacaban a la lógica, parecían provenir de muchos años antes. Un halo de terror lóbrego y antiguo le envolvía. Era un zombi.
Era el jodido Fraga.
Abran bien los ojos: eso de arriba es lo más parecido a un zombie que se puede encontrar uno.
Lo de las películas son extrañas marionetas, extras con grotescos trajes, cargados de maquillaje que parecen más unos mimos lamentables, que horrorosos seres surgidos del ano de Satán. Un mundo pueril, destinado a una masa de granudos jovenes que, en vanos intentos de escapar al tedio de una existencia lamentable, se dirigen en tromba al auto-cine, para ver una de susto y de paso, meterle mano a la Sue-Ann de turno mientras ella grita al ver a un actor demacrado y con toneladas de látex en la gran pantalla.
Ahora bien, para desatar un terror primario sobre nuestros corazones, nada mejor que el romántico mundo del licántropo. Siglos atrás, antes de que George Romero leyera algún reportaje, sentado en el cagadero de su casa, sobre el barón samedí, los viejos cuentos y leyendas ya relataban las mórbidas atrocidades cometidas por el epítome del embrutecimiento animal, el hombre lobo.
El fascinante resplandor de la luna entre los árboles, la tierra húmeda, el ansia de liberación, el metálico sabor a sangre recién derramada, el aullido, la comunión con lo salvaje... todos esos iconos que aún siguen siendo primarios, incluso hoy en día, cuando casi todos los valores de los que se enorgullecía el hombre han desaparecido. Aún hay cosas que nos atan con nuestro lado más primitivo. Cosas que costarán hacer desaparecer.
El hombre lobo es una metáfora, de lo mejor y lo peor de ese mundo. Es una vuelta a nuestras raices, a lo más profundo de nuestros instintos.
Eso es algo que ninguna pelicula de zombies podrá hacer jamás. Que nos identifiquemos con lo que se ve en la pantalla. A nadie se le ocurrirá jamás ponerse en la piel de un ser reptante, podrido hasta la médula, y cuyo mayor placer es degustar cerebros.
Sin embargo, todos tenemos algo dentro que nos hace sentir raros ante la visión de la luna llena. A más de uno le habrán dado ganas de quemar las leyes que nos someten. En uno u otro momento de nuestras vidas, nos encantaría liberarnos de las cadenas que nos atan a este mundo gris, y correr desnudos por los bosques, aullando ante cada nueva presa. Sentirnos vivos. Pues eso es lo que representa un hombre lobo.