6D escribió: Generación KebabGran parte de la literatura fantástica y de ciencia ficción del s.XX profetizó una alimentación futura reducida a cápsulas y comprimidos metagenéticos, constituyentes de una rutina domótica sometida al poder de algún tipo de ente (galáctico o no, de ahí los Grandes Hermanos de serie B). Desde Arthur C. Clarke hasta Stephen King, pasando por Asimov, Bradbury, Herbert, o Dick; de manera más o menos explícita, todos ellos han elaborado un mapa del terror humano en el que la reducción de poderes y placeres ha imprimido buena parte de su magnetismo.
De esta forma, un futuro simplificador en el que los humanos apenas trabajen y sean los robots quienes corten la leña y formen las cadenas de montaje, será un futuro donde tampoco habrá cabida para el proceso constrictivo de un lenguaje por desarrollar. Eso no sólo implica la comunicación humanoide (o andoride) en su más banal faceta interactiva, sino que también abarca el proceso litúrgico de la cocina, su elaboración, exposición y deguste. O emisor, mensaje y receptor, que hostias.
Un plato (o galleta, trozo de patata frita, qué más da...) puede significar te quiero, perdóname o dime de una vez que no me quieres y dame vía libre para el divorcio. De ahí, queridos niños, que la fragancia embriagadora que puede desprender una salsa de arándanos (condimento de carácter casi ceremonial), no signifique lo mismo que una enchilada salvaje y sexual. Esto, claro, si hablamos de cenitas en pareja, arte o defecto para el que no todo hijo de vecino está (o quiere estar, válgame dios...) preparado. Si ampliamos miras, podemos encontrarnos con culinarios efectos paliativos de los estragos del paso del tiempo (cenas de cumpleaños y fin de año), y un largo etcétera repleto de suculentos manjares típicos.
Hoy, que supuestamente estamos en la recta final de la era del placer y la convivencia de los vicios y las virtudes (sic), merecemos darle un homenaje a nuestro paladar. Lo políticamente correcto empieza a disolverse en nuestra sociedad, lo cual exprime con celeridad las posibilidades del mestizaje cultural. Y lo que hoy está de moda, señores, es la comida turca. El año pasado, en mi ciudad había dos establecimientos en los que se servían estos alimentos. Con una cutre y desagradable estética evocadora del aroma a retrete de gasolinera, embutidos en unos escasísimos cincuenta metros cuadrados, y regentados íntegramente por señores turcos (al menos en apariencia, digamos que simplemente eran morenotes y tenían bigotito gris), la pandemia empezó a expandirse con locura.
Un par de meses más tarde, la cifra ascendió a seis malditos Döner Kebab en la ciudad. Esto no dura, pensé. Y un huevo. Todos, desde el primero hasta el sexto, atestados de personal hasta los riñones. Casi como preámbulo al botellón o solución in extremis para el sábado noche, se convirtió enseguida en una pieza fundamental de nuestra cultura gastronómica. Y es que ir a un turco en España es un auténtico ritual. Llegas indeciso, sin saber muy bien como funciona el asunto de los pedidos. ¿Se piden en la barra y luego esperas a que te los lleven a la mesa? ¿Te sientas y esperas a que te tomen nota? Y lo más importante... ¡¿alguien puede explicarme qué cojones es eso del pan de Pita?!

Menos mal que la visita al Kebab (el hot dog turco,digamos, nombre por el cual se ha pasado a denominar el establecimiento en el que se prepara) es siempre en sociedad, por lo que solemos encontrar algún salvavidas entre tanta incertidumbre. Al final pides un kebab, claro, ¿cómo no?; aunque no todos son iguales: los hay de carne de cordero, de ternera, con lechuga, tomate, cebolla, pepinillo, salsa de yogur... Creo recordar haberme desvirgado con un número 4, el cual venía sazonado con esa retahíla de ingredientes que acabo de enumerar, vaya. Después está la cuestión del pan, ya saben, pita o taco. Pues bien, el primero es así, mientras que el segundo (mi preferido) viene dispuesto de esta otra forma.
Cuando asesté mi primer bocado a un kebab, pude notar como la salsa de yogur chorreaba del frágil compactado. Rectifiqué mi posición y destensé los pulgares, sujetando con menor ahínco el alimento. Al fin y al cabo tenía que durarme lo suficiente como para disfrutarla en condiciones, había que tratarla bien, con suavidad. El segundo mordisco ya fue más esclarecedor. Pequeños trozos de verdura intimidaban mi relativa (y por tanto caprichosa) alergia a todo aquello que no es carne, siseando con el sabor lúbrico de la salsa de yogur. Pronto encontré la ternera bajo el yugo de mis incisivos, relajando entonces mis encías y aceptando al fin el pepinillo como un fútil condimento (bastante pertinente, por cierto). Mis amigos me habían prometido que, pese a su aspecto de poquita cosa, cunduría con creces su función de cena. Y yo no sé si me mintieron maliciosamente, si solamente son unos flojos, o yo soy un goloso comedor... pero quería MÁS. Además, el ambiente acompañaba. Ese negruno avieso despedazando en láminas la carnosidad jugosa de la ternera, el torno girando mansamente, la duda de si el dependiente será miembro de Al-Qaeda y si lo que te acabas de jalar es rata asada... Se estaba gestando un mito.
De la misma manera que los futuros que algún día imaginamos sintetizaban los miedos humanos en pastillas de fabada, los restaurantes multiculturales de nuestra era simplifican su identidad con el nombre del producto que sirven. Poco a poco, nos encaminamos hacia un tiempo que no es el nuestro, sino el suyo, ya sean hijos, nietos clones o cruces genéticos animales. Esta generación come kebabs, bebe coca cola y chatea por el msn; la próxima no, y la próxima de la próxima menos. Estamos muy cerca del cierre definitivo del círculo, y yo, por si acaso, ya me he hecho con un blog de esos de los que tanto hablan los jóvenes.