Gog

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Mr. Mxyzptlk
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EL TEATRO SIN ACTORES

Moscú, 30 marzo


Un ingeniero de Pittsburg, que representa aquí una fábrica americana, me llevó la otra noche a una tertulia de noctámbulos, especie de figón, café, teatro y garito. Se bebe, se fuma y se aburre como en todas partes. De cuando en cuando sale, de detrás de un telón rojo y oro, una carroña femenina mal garbeada y mal vestida que regurgita una canción más triste que su cara degradada. O bien un aborto engrandecido, del sexo masculino, con pantalones amarillos, la barriga violácea y la joroba escarlata -una cosa entre el payaso desocupado, el tísico dipsómano y el poeta revolucionario-, grita algunas injurias en versos libres, acogido con los aplausos distraídos de los indígenas. En conjunto. una melancolía siniestra.

Por fortuna, vino a sentarse a nuestra mesa, después de medianoche, un amigo (?) de mi compañero: un joven ruso que había rodado por medio mundo, hablaba tres o cuatro lenguas, y había sido bailarín, actor, escenógrafo, crítico, dramaturgo y probablemente también espía. Su pasión dominante era, sin embargo, el teatro, y comenzó de pronto a extravagar en torno de sus ideas fijas.

-Entre nosotros -decía- hay en Alemania muchos burgueses corrompidos que se torturan el cerebro para transformar el teatro. Pero ninguno ha llegado a la locura lógica de la reforma esencial. El teatro no debe ser la «imitación» de la vida real, sino la exacta «reproducción» de la vida. La primera reforma consiste, por tanto, en despachar en seguida, hasta el último, a todos los actores de oficio. El realismo radical, que es la fórmula base de la época proletaria, no puede tolerar ficciones inmorales ni en el teatro. Aquello que el poeta ha escrito debe acontecer al pie de la letra, seriamente, sin trucos ni simulacros. El sistema de la hábil mentira es indigno de los tiempos nuevos. Si se representa Julio César, aquel que desempeña el papel de César debe ser verdaderamente herido por verdaderos puñales, es decir, morir realmente, y en el Moro de Venecia, la mujer que hace de Desdémona debe ser verdaderamente asfixiada bajo las almohadas. Nada de sangre hecha a base de tinta encarnada, nada de fingidos cadáveres. La sangre debe ser verdadera sangre humana y los cadáveres no deben ser llevados tras las bambalinas para resucitar al primer sonido del aplauso, sino directamente al asilo mortuorio.

»Usted comprenderá, por tanto, que ya no nos podemos servir de actores profesionales, gente vil y aferrada a la existencia. Algunos papeles corresponden a delincuentes, condenados a muerte o a personas que han decidido suicidarse y que se prestan altruisticamente a hacer servir su muerte para la distracción de las masas.

»Una imitación, aunque sea genial, no podrá sustituir nunca a la realidad. El que hace un papel en la vida debe ser también llamado a representarlo en el teatro. Si tengo necesidad de un general, llamaré a un general retirado o degradado, o por lo menos a un coronel; si se quiere un pope en escena, no será difícil encontrarlos a puñados; y lo mismo se puede decir de los comerciantes, de los gentileshombres y de los labriegos. Pero como sería difícil procurarse reyes y emperadores, desterraría de mi repertorio todas las obras donde figurasen personajes coronados. Hamlet, por ejemplo, no perderá nada de su profundidad si, en vez de desarrollarse en la Corte de Dinamarca, fuese transportado a una villa de grandes aristócratas.

»La salvación del teatro está en esta sola palabra: "autenticidad". Y, por consiguiente, el teatro no será purificado y redimido de las pobres vergonzosas del engaño y de la falsedad hasta que no condene al ostracismo a todos los actores. El teatro fue grande cuando el pueblo mismo, como en la Edad Media, recitaba los Misterios. Antoine y Copeau habían comprendido la necesidad de licenciar a todos los actores, pero se detuvieron a medio camino. Y poco a poco sus intérpretes se convirtieron en profesionales o en algo peor. Cómicos y trágicos son los dos tumores del teatro, y hasta que no sean extirpados no veremos el renacimiento de este sucedáneo del templo.

Observé tímidamente que, por este procedimiento, la pura fantasía -que ha producido, sin embargo, obras maestras con Shakespeare y con Gozzi- quedaría desterrada de la escena.

-El realismo absoluto y radical -replicó el enemigo de los actores- ha de ser aplicado rigurosamente cuando se trata de representaciones inspiradas en la vida humana. Para restablecer los derechos de la imaginación, que pueden representar útilmente la parte del ilota, hay un remedio: componer acciones escénicas donde no aparezcan hombres. Y le diré que yo mismo he comenzado a preocuparme de esto. He escrito una «imposibilidad en cuatro actos» donde los personajes son Angeles, Demonios, Espectros, Sombras, ídolos animados, Centauros mudos, Máquinas parlantes y Monos. ¡Ningún hombre, ni ninguna mujer! Sin embargo, ningún director -ni en Berlín- quiere poner mi Circuito de la nada. Si permanece en Moscú y está dispuesto a gastar medio millón de chervonetz para la representación, estoy dispuesto a dedicársela. Es la primera obra teatral del género «trashumano» y usted participaría, con un pequeño sacrificio, de mi gloria.

Me di cuenta de que el discurso adquiría un aspecto embarazoso y dije a mi amigo que estaba cansado y quería volver al hotel. El joven entusiasta me acompañó en el automóvil y no quiso abandonarme hasta que no le hube dado el dinero necesario para la impresión de su «imposibilidad».

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Mr. Mxyzptlk
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uoooohooooow lenin !

Mensaje por Mr. Mxyzptlk »

VISITA A LENIN

Moscú, 3 julio


He estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los tres o cuatro vivientes que vale la pena de escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi veinte dólares -regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos-, pero no lo lamento.

Decían que Vladimiro Ilitch estaba enfermo, cansado, y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenin que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la «Nep» y había consentido en verme.

Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala. Encontré a Lenin en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite gandulear en paz en las últimas horas de su vida. La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco; árida y, sin embargo, blanda. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que habían sido grandes y fuertes manos de labrador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia fuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio.

Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenin se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica.

-Pero si todo estaba hecho -exclamó Lenin con un brío inesperado y casi cruel-; todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso. No se pueden gobernar cien millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galerías y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran sesenta mil nobles y tal vez unos cuarenta mil grandes burócratas; en total, cien mil personas. Hoy se cuenta cerca de dos millones de proletarios y de comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegios son veinte veces más numerosos, pero el noventa y ocho por ciento de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable.

Y Lenin comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.

-Entonces -murmuré-, ¿y Marx, y el progreso, y lo demás?

-A usted, que es un hombre potente y extranjero -añadió-, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte del hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo.

»Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo Gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del presidiario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres, están, al fin, exentos de los peligros y de las molestias de la responsabilidad y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entra en la prisión, debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él; trabaja con el cuerpo, pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto, sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada mañana y un lecho cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal, y no se imagine que lo diga por egoísmo, pues con un tal sistema, los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.

Lenin calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante sí. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereado por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:

-¿Y los campesinos?

-Odio a los campesinos -respondió Vladimiro Ilitch con un gesto de asco-, odio al mujik idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turguenev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoí. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por cien campesinos.

»Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica.

»Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: la de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la Naturaleza.

»No crea que yo sea cruel. Todos estos fusilamientos y todas estas horcas que se levantan por mi orden me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías y de las mitologías homicidas. Todos ésos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos comprometan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad en sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto -no sé si en Francia o en Alemania-, ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre Asia y Europa, y, por tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza; una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos, y le aseguro que no cambiaría con la novena sinfonía de Beethoven esa sinfonía, canto anunciador de la beatitud próxima.

Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír. Apareció la señora Krupskaia para decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de reposo. Me marché en seguida.

He gastado casi veinte dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que los haya malgastado.




NADA ES M1O

Asora, 18 setiembre


El mayor problema del hombre, como de las naciones, es la independencia. ¿Se puede resolver? Lo que poseo parece ser mío, pero soy poseído siempre por aquello que tengo. La única propiedad incontestable debería ser el Yo, y, sin embargo, aquilatando bien, ¿dónde está el residuo absoluto, aislado, que no depende de nadie?

Los demás participan, ausentes o presentes, en nuestra vida interior y externa. No hay manera de salvarse. Aun en la soledad perfecta me siento, con espanto, átomo de un monte, célula de una colonia, gota de un mar. En mi espíritu y en mi carne hay la herencia de los muertos; mi pensamiento es deudor de los difuntos y de los vivientes; mi conducta está guiada, aun contra mi voluntad, por seres que no conozco o que desprecio.

Todo lo que sé lo he aprendido de los demás. Cualquier cosa que adquiera es obra de otros, y ¿qué tiene que ver que la haya pagado? Sin el operario, sin el artesano, sin el artista, estaría más desnudo que Calibán o que Robinsón. Si quiero moverme tengo necesidad de máquinas no fabricadas por mí y guiadas por manos que no son mías. Me veo obligado a hablar una lengua que no he inventado yo mismo; y los que han venido antes me imponen, sin que me dé cuenta, sus gustos, sus sentimientos y sus prejuicios.

Si desmonto el Yo pedazo por pedazo, encuentro siempre trozos y fragmentos que proceden de fuera; a cada uno podría ponerle una etiqueta de origen. Esto es de mi madre, esto de mi primer amigo, esto de Emerson, esto de Rousseau o de Stirner. Si realizo a fondo el inventario de las apropiaciones, el Yo se me convierte en una forma vacía, en una palabra sin contenido propio.

Pertenezco a una clase, a un pueblo, a una raza; no consigo nunca evadirme, haga lo que haga, de unos límites que no han sido trazados por mí. Cada idea es un eco, cada acto un plagio. Puedo arrojar a los hombres de mi presencia, pero una gran parte de ellos seguirá viviendo, invisible, en mi soledad.

Si tengo criados, debo soportarlos y obedecerles; si tengo amigos, tolerarles y servirles, y los dineros quieren ser guardados, cultivados, protegidos, defendidos. Potencia equivale a esclavitud. Nada en realidad me pertenece. Las pocas alegrías que disfruto las debo a la inspiración y al trabajo de hombres que ya no existen o que nunca he visto. Conozco lo que he recibido, pero ignoro quién me lo ha dado.

He conseguido reunir algunos miles de millones. No lo habría podido hacer si millones de hombres no hubiesen tenido necesidad de lo que les podía vender, si millones de hombres no hubiesen inventado las fórmulas, las máquinas, las reglas sobre las cuales se funda la vida económica de la tierra. Abandonado a mí mismo, habría sido un salvaje, un comedor de raíces y de perros muertos. ¿Dónde está, pues, el núcleo profundo y autónomo en el que ningún otro participa, que no ha sido generado por ningún otro y que pueda llamar verdaderamente mío? ¿Seré, en realidad, un coágulo de deudas, la esclava molécula de un cuerpo gigantesco? ¿Y la única cosa que creemos verdaderamente nuestra -el Yo- es, tal vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una alucinaci

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LA COMPRA DE LA REPÚBLICA

Nueva York, 22 marzo


Este mes he comprado una República. Capricho costoso y que no tendrá imitadores. Era un deseo que tenía desde hacía mucho tiempo y he querido librarme de él. Me imaginaba que el ser dueño de un país daba más gusto.

La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; crear nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que armaba bandas de regulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.

Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos emolumentos dobles de aquellos que recibían del Estado. Me han dado en garantía -sin que el pueblo lo sepa- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un covenant secreto que me concede prácticamente el control sobre la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el dueño casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una subvención, bastante crecida, para la renovación del material del ejército, y me he asegurado, en cambio, nuevos privilegios.

El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en apariencia libremente los ciudadanos continúan imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de las cosas. No saben que todo cuanto se imaginan poseer -vida, bienes, derechos civiles- depende en última instancia de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.

Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrados. Podría, si me pluguiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar así al Gobierno, obligar al país que tengo bajo mi mano a declarar la guerra a una de las Repúblicas colindantes. Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todos los fastidios y la servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser el titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio de los hombres encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.

Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente interés de todos los iniciados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos extranjeros. Siendo necesario más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.

Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan recitando con naturalidad el papel de jefes legítimos.




EL HOMICIDA INOCENTE

New Parthenon, 15 octubre


Todos los días recibo cartas de gente que solicita socorros, subsidios, subvenciones y empréstitos. Las leo por curiosidad y luego las quemo. Una de ellas, llegada hoy, la conservo por su singularidad.


«Distinguido señor:

»No se niegue a leer mi historia. únicamente después de conocerla, decidirá si merezco o no su ayuda.

»Mi padre poseía un negocio de armería y, de muchacho, me tenía con él. Pronto pude comprender que muchos de los que venían a comprarnos «brownings» se mataban o mataban a la mujer o al enemigo.

»Se despertó en mi alma tal horror hacia el comercio de mi padre, que decidí estudiar medicina. De este modo podría ser un contrapeso al mal que él directamente favorecía. Mi padre vende la muerte, pensaba para mí mismo; yo venderé la vida y combatiré la muerte. Apenas licenciado, comencé a ejercer mi arte en Minneápolis. Al principio los clientes eran pocos, pero estaba satisfecho de mí. Ninguno de mis enfermos moría; es verdad que se trataba siempre de enfermedades ligeras. Poco a poco mi sensatez médica me proporcionó una vasta y escogida clientela. Y entonces comenzaron los desastres. Un muerto, dos, tres, cuatro muertos en un año. Examinando escrupulosamente, después del fallecimiento, mis diagnósticos y las curas ordenadas, me convencí de que, al menos en la mitad de los casos, la culpa del fallecimiento era mía. Había divagado desde el principio, no había sabido valorar justamente un grupo de síntomas, no había tenido en cuenta la constitución y la idiosincrasia del enfermo. Mis colegas, al escuchar mis desconsoladas confidencias, se reían de mí. Pero yo no me podía reír. Me había consagrado a la medicina para vencer a la muerte y no para ayudarla. Y como los fallecimientos continuaban a pesar de todo e incluso aumentaban, me decidí a abandonar la profesión y la ciudad.

»Me fue fácil, habiendo estudiado la medicina, obtener una patente de farmacéutico y abrí una buena farmacia en Oklahoma. De este modo, pensaba, cooperaré también yo a la batalla contra el mal de la muerte, pero sin una directa responsabilidad. No había pasado un año cuando ya me daba cuenta de haber caído en una nueva trampa. Un muchacho tragó por descuido una pastilla de potasa cáustica vendida por mí; una señora se suicidó con el veronal que había comprado en mi botica; una mujer envenenó a su marido con preparados de arsénico que había obtenido de mí con una receta falsa. Tuve que persuadirme de que también los farmacéuticos se hallan expuestos al peligro de ser cómplices de la muerte a domicilio.

»Medité largamente sobre la decisión de una nueva profesión y me persuadí de que la más inocente era la de soldado. Le parecerá una paradoja, pero era, sin embargo, el fruto de una larga meditación. En aquel tiempo, nuestro país no se hallaba en guerra con ningún otro y no había tampoco ninguna probabilidad de que nuestra paz pudiera ser perturbada. Apenas acababa de alistarme cuando estalló la guerra europea y, en el año 17, fui de los primeros enviados a Francia. No podía de ninguna manera volverme atrás: era militar de profesión y además buen ciudadano. La guerra de trincheras me entristeció mucho, pero me consolaba con e pensamiento de que el homicidio era colectivo y que los muertos eran enemigos de América y de la Humanidad. Un día, sin embargo, en 1918, fui llamado para formar parte de un pelotón de ejecución. Se debía fusilar a un desertor. Cuando me hallé delante de aquel harapo humano amarrado al banquillo, el corazón me dio un salto. Pero no podía zafarme de aquel deber ni tampoco disparar al aire, pues un oficial vigilaba nuestros fusiles. Y una vez más fui cómplice de homicidio.

»Apenas terminada la guerra, me licencié. Mi padre había muerto. Vendí inmediatamente el negocio de la armería, pero lo que obtuve no me bastaba para vivir sin trabajar. Con la esperanza de aumentar mi peculio y de hacerme independiente, especulé en Bolsa y, en seis meses, por no ser práctico en negocios, perdí hasta el último dólar. Me puse en busca de una nueva ocupación y tuve que aceptar, obligado por el hambre, un puesto de chófer. Cuando era médico, había poseído un automóvil y sabía guiar bastante bien. Por algún tiempo viví tranquilo, pero finalmente no pude escapar a mi terrible destino. Una noche, en una carretera mal alumbrada, atropellé y maté a una pobre anciana, y un mes después, corriendo a gran velocidad, por orden de mi amo, destrocé a un joven que atravesaba en bicicleta una plaza. Fui encarcelado, y apenas puesto en libertad -aunque el amo quería volver a tomarme- me despedí. Me hallaba otra vez sin pan ni trabajo. Acosado por la desesperación me ofrecí como aviador a una fábrica de aeroplanos. En el cielo, pensaba, los atropellos son casi imposibles y el peligro es mayor para mí que para los demás. En poco tiempo llegué a ser un hábil y atrevido piloto. Pero hace veinte meses, durante un vuelo de prueba con dos pasajeros a bordo, una falsa maniobra, debida a una distracción mía, hizo precipitar el aparato desde seiscientos metros de altura. Mis heridas curaron en pocas semanas, pero los dos infelices que se hallaban conmigo murieron, y por culpa mía.

»He cumplido mi pena y me hallo otra vez hambriento. Pero he decidido firmemente no elegir ningún otro oficio, ningún arte, ninguna profesión No quiero ser homicida ni cómplice de homicidios. La única esperanza de. huir de toda responsabilidad de asesinato es, para mí, el ocio. Y por esto le escribo. Y le pido humildemente que me asigne una pequeña pensión para que pueda arrepentirme en paz de mis involuntarios delitos y no me vea obligado a cometer otros. Para usted sería un pequeño sacrificio y para mí una gracia inmensa. No pretendo vivir bien: me basta con no morir de hambre y con no matar. Con pocos dólares a] mes usted puede salvar a un hombre de los remordimientos, de la prisión y de la pena eterna. Estoy persuadido de que me escuchará: mi paz y Mi vida están en sus manos.

»Créame sinceramente su servidor


George William Smith.»

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DESQUITE

Nueva York, 27 junio


He sacrificado una suma inmensa y he disminuido mis rentas fijas en algunos millones, pero una de las fantasías más antiguas de mi juventud se ha convertido en un hecho visible. La ciudad ha sido abofeteada, la Naturaleza ha sido vengada.

He vivido durante muchos años en horribles habitaciones en los barrios más populosos de la ciudad más populosa, polvorienta y rumorosa del mundo. Odiaba las habitaciones, las casas, las calles, la ciudad. Y no tenía más remedio que vivir allí. Y pensaba que, cincuenta o cien años antes, en el lugar de aquellos inmundos callejones, aquellos caserones sucios y apestosos, de aquellos laberintos de asfalto y de barro, había praderas donde las flores se abrían al sol, campos donde los frutos maduraban, los pájaros cantaban, corrían las liebres y el viento pasaba libremente: la tierra franca, saturada de agua, olorosa de hierba, sana, silenciosa, hospitalaria a los vagabundos. Y soñaba que un hombre poderosísimo -rico o dictador-podría divertirse un día en devolver a la Naturaleza un pedazo, al menos, de aquella asquerosa ciudad, derribando las casas, desempedrando las calles y haciendo volver el aire límpido donde había corrupción, los marjales floridos donde corrían las cloacas, el silencio donde había el estruendo, la soledad donde millares de hombres se amontonaban en tumbas de ladrillos superpuestas.

Este pensamiento me guió, tal vez, sin darme cuenta, cuando compré muchas casas en uno de los barrios populares de Nueva York. En vez de invertir mi dinero aquí y allá en la metrópoli, di orden a mis agentes de comprar únicamente casas en aquel barrio. Con el tiempo lo habría transformado sacando una renta tres veces mayor. Pero cuando me di cuenta de que poseía dos o tres calles, enteras, y, a excepción de algunos trozos aislados, todo el barrio, me asaltó, con extraña fuerza, el recuerdo y también la tentación de aquel sueño.

La fantasía rebasaba todos los cálculos; no pude resistir. Poco a poco conseguí comprar las pocas casas que no eran de mi propiedad y me encontré dueño absoluto de veinte acres de Nueva York, más de ochenta mil metros cuadrados.

Fueron necesarios seis meses para hacer salir a todos los habitantes y diez meses para derribar todas las casas. Quedaban entre los escombros algunas vías públicas sobre las cuales no tenía derecho. Fue necesario un año de gestiones e instancias cerca del Municipio y del Estado de Nueva York para que cediesen aquellas calles para mi uso. No habiendo ya habitantes, las calles de acceso a las casas derruidas eran ahora inútiles. Tuve que hacer creer que destinaría a uso público el parque, para hacer desaparecer la última resistencia. Apenas estuvo todo en regla, obré como me pareció para llevar a cabo mis planes.

Los veinte acres fueron circundados de una altamuralla, sin ventanas, cancelas ni portalones -el ingreso para mí es subterráneo- y un cuartel general de botánicos, de zoólogos y de ingenieros, después de tres años de trabajo, ha realizado el milagro.

En el lugar del asqueroso barrio habitado por obreros, pequeños empleados, pequeños tenderos, se halla ahora una especie de selva virgen con largos bosques, prados y canales, donde los pájaros cantan, donde los árboles florecen, donde apenas se oye, lejano y confuso, el rumor de la ciudad infernal. Una parte del terreno ha sido convertida en jardín zoológico; leones y panteras rugen allí donde alborotaban los chiquillos y charlaban las comadres. En la parte destinada a bosque he hecho introducir liebres, ardillas y erizos, y nadie tiene derecho a matarlos. Las plantas, traídas aquí ya adultas, y defendidas con los métodos más seguros, están ya vigorosas y se multiplican, hasta el punto de formar umbríos senderos y dédalos pintorescos: la ilusión de estar apartado centenares de millas de la más poblada ciudad de la tierra.

Aquí no hay casas, a excepción de algunos pabellones escondidos para los jardineros y los guardianes de las fieras. Quien pasa por el exterior no ve nada, no disfruta nada; tal vez, por la noche, en las calles vecinas se oirá el rugido del tigre o el canto del ruiseñor.

Yo solo dispongo de este pequeño paraíso terrestre reconquistado. No hago entrar a nadie ni invito a nadie. No he gastado una importante parte de mis capitales para ser admirado o para oír cumplidos, sino solamente para contentar a aquel muchacho que llevó, hace ya tantos años, mi mismo nombre y sufrió el fétido amontonamiento y la estrechez de la ciudad, y al fin se ha vengado restituyendo a la luz al menos un trozo de aquellos campos que los hombres habían escondido bajo innobles cubos celulares...

En las calles por donde todos pasaban, no paso más que yo. Donde los automóviles aullaban y apestaban, se pasean los plácidos osos. Donde el prestamista se hallaba apostado en espera de una víctima, el chacal se solaza al sol.

Me he pagado, en el corazón de una ciudad orgullosa y colosal, el verdadero lujo, el más costoso, del hombre moderno: el aislamiento y el silencio. Los que pasan por el exterior y ven los altos muros desnudos y saben lo que hay dentro, exclaman: « ¡Capricho de un loco!

Yo, en cambio, tengo la impresión de haberme fabricado, en el recinto de un vasto manicomio, una pequeña pero alegre celda de sabiduría.




VISITA A EDISON

New Jersey, 23 junio


He ido a Menlo Park para charlar algunos momentos con el viejo Edison. Uno de los secretarios me había telefoneado que no podía dedicarme más de diez minutos.

Encontré al viejo sentado ante una larguísima mesa de madera blanca que ocupaba la mitad de la habitación y aparecía sin ningún objeto encima: ni un trozo de papel, ni un lápiz, ni una estilográfica.

Mi aspecto debió de complacer de golpe al venerable inventor, porque me hizo, sin muchos preámbulos, una confidencia imprevista, que hubiera considerado como inverosímil si otro me la hubiese contado.

-Se ve en seguida que es usted un profano -me dijo-, pero de todos modos sabrá que yo he ideado alguno de esos juguetes de base eléctrica que los hombres, niños eternos, llaman pomposamente «grandes inventos». No me avergüenzo; es necesario hacer algo para pasar el tiempo y hacer uso de aquella pequeña astucia del cerebro que si no se emplea produce fastidio. Por otra parte, algunos de esos juguetes pueden ser útiles en el aspecto práctico de la vida común, es decir de la vida material y diaria. Pero usted comprende que fijar los sonidos en un disco, ampliar las voces, perfeccionar las lámparas eléctricas, o la radio, no significa ni mejorar la existencia humana, ni aumentar la felicidad, ni acercarse a los secretos del Universo. Ahora que soy viejo me doy cuenta de que he consagrado toda mi vida a cosas de poca importancia. Que el hombre pueda ver mejor para bailar o para hacer el amor, o que le sea dado oír a voluntad la última canción del Broadway o el último discurso del candidato republicano, no modifica en nada nuestra fundamental importancia o nuestros pecados originales.

»Cuando veo a los hombres de hoy que se entusiasman por la velocidad de sus aparatos, no puedo menos de reírme. Los aeroplanos, con sus 300 kilómetros por hora, son, respecto a la luz, que recorre 300.000 kilómetros por segundo, ridiculísimos caracoles.

»Cuando era joven imaginaba tontamente que toda la vida consistía en las máquinas. He construido alguna máquina afortunada y nos hallamos lo mismo que antes. Más de medio siglo de cálculos, de investigaciones, de vigilancia, de tentativas, para lograr introducir en el comercio bagatelas cómodas o rumorosas. Confieso que el hombre de la calle es una criatura extraordinariamente indulgente y optimista.

» ¡Si al menos hubiese descubierto las dos máquinas decisivas que pudieran librarnos de las penas mayores...! El martirio de la Humanidad es doble; para el macho, la más dura fatiga: el pensar; para la hembra, la más espantosa tortura: el parir. Pero no hemos inventado todavía -y tal vez no las inventaremos nunca- ni la máquina pensante ni la máquina generadora. Hemos construido máquinas calculadoras y motores esclavos, pero nos hallamos infinitamente lejos del ideal: estos aparatos requieren siempre la intervención del hombre. Raimundo Lulio y Leibniz habían imaginado verdaderas y auténticas máquinas para pensar, pero ninguno consiguió fabricarlas ni servirse de ellas. En cuanto a la creación de los seres vivos, nos hallamos todavía en el autómata mecánico de Maelzel, más o menos perfeccionado. La industria de los androides se halla, sin duda alguna, todavía en la infancia.

»Un decadente francés, Villiers de l´Isle Adam, se divirtió contando, en una novela, que yo había dado vida a una mujer artificial tan perfecta que se confundía con una viviente. Pero esto no es verdad: aquel francés era un adulador o un mixtificador.

»Por otra parte, es verdad que hasta que no hayamos encontrado las máquinas que sustituyan al cerebro macho y al útero femenino, la ciencia mecánica y la electrotécnica deben confesar su fracaso. Solamente después de haber librado al hombre del tormento de su reflexión y a la mujer del peso de la maternidad, podremos cantar victoria. Pero este día está todavía lejos y yo ya no tengo la esperanza de verlo. He cumplido hace poco ochenta años y en mi corteza cerebral la sangre no circula libre y rica como antes. Lo que hice está hecho, pero es muy poca cosa. He dado botones de hueso a quien tenía necesidad de dólares de oro. Tiene ante usted a un viejo técnico desilusionado, por no decir fracasado. No cuente usted a nadie que Edíson en persona le ha confirmado la bancarrota de la ciencia. Los ignorantes tienen necesidad de ilusionarse, los obreros tienen necesidad de trabajar y los industriales de ganar dinero. Nuestro deber es salvar, hasta que se pueda, las supersticiones ventajosas.

El cándido y melancólico Edison miró en este momento el reloj, y con un gesto majestuoso de su mano me hizo comprender que había ya transcurrido el tiempo que me tenía reservado.




LA FORTALEZA EN EL MAR

New Parthenon, 6 octubre


El mundo, desde hace algunos años, es cada vez más espantoso y peligroso y he tenido que pensar en prepararme un refugio inexpugnable. Tenemos todavía para rato guerras, invasiones y sublevaciones, y nadie puede considerarse seguro. Quien reflexiona y no tiene la intención de dejarse morir de hambre o de dejarse degollar, se prepara con tiempo.

He encontrado, en la costa norte del Brasil, no muy lejos de la ría del Paranahyba, una pequeña península muy apropiada para lo que deseo. Los obreros, para hacerla habitable y defendible, están trabajando en ella. Se halla unida al continente por una especie de istmo en el que he hecho disponer tres filas de minas: en caso de peligro mi península se convierte, en tres minutos, en una isla.

He hecho construir, en la cima más alta, un castillo revestido de piedra, pero acorazado interiormente con planchas de acero, lo mismo que bajo el techo y bajo las terrazas. Más lejos, entre los árboles, dos casas para la gente de servicio. El castillo tiene un profundo subterráneo, dividido en numerosas estancias y en donde se podrá habitar cómodamente en caso de necesidad. Hay, además, un sótano vastísimo para las provisiones y las municiones.

He hecho construir instalaciones que me aseguren la absoluta independencia del resto de los hombres: tres cisternas para agua, una central eléctrica, una estación de radio, una cámara frigorífica y un gigantesco depósito de carbón (ya lleno). Dentro del castillo ya se halla colocada una biblioteca de cerca de veinte mil volúmenes, que contiene las obras maestras de todas las literaturas, las mejores enciclopedias y los manuales de todas las ciencias. Tengo después tres gramófonos con millares de discos y una galería de representaciones en colores de las obras maestras del arte de todos los tiempos y países.

En la terraza más alta hay un telescopio con una lente de veintiséis pulgadas que puede servir para las noches de insomnio, pero hay también una batería de cañones antiaéreos para el caso de que algún aeroplano indiscreto quisiese informarse de mis actos.

En mi península hay por fortuna un puerto natural donde tendré siempre, cuando habite el refugio, un yate, dos balleneros y dos motonaves. Creo haber pensado en todo.

Apenas se produzcan cambios indeseables o movimientos amenazadores en el país que habito, podré correr a mi fortaleza eremítica, donde no falta nada para vivir cómodamente, y allí esperar, sin peligro, el fin de la crisis. El lugar está muy bien elegido, porque me hallo cercano al golfo de México y mi yate puede llegar en pocos días a Nueva Orleáns. No tengo ciudades cercanas, por fortuna, pero las tierras vecinas son ricas y pueden proporcionarme muchas de las cosas que se necesitan para un largo apartamiento. Llevaré conmigo unas treinta personas, entre ellas un médico, un bibliotecario, un ingeniero, tres buenos mecánicos y dieciséis atletas negros. He comprado ya un centenar de fusiles, seis ametralladoras y he encargado veinte cañones de costa: la defensa, dada la configuración de la península, es fácil por la parte del final.

Un vapor cargado de alimentos en conserva de toda especie ha zarpado ya para el Brasil y pienso hacer construir un establo capaz para un centenar de vacas. Podré resistir así, aun sin recibir nada de fuera. lo menos un año. Con las precauciones que he tomado no me espanta la soledad. Con los libros, la música y la astronomía, el tiempo pasa pronto.

Me extraña mucho que los grandes señores del mundo, que poseen tanto o más que yo, no piensen en habilitar refugios semejantes contra la mala fortuna y las convulsiones guerreras y revolucionarias. La ceguera de los hombres es inverosímil, espantosa. Nadie prevé y nadie se previene contra desastres que son, en la Humanidad alocada de nuestros días, no sólo probables, sino seguros y tal vez inminentes. El ejemplo de Rusia no ha abierto, sin embargo, los ojos a esos jefes de la plutocracia que se hallan más expuestos al peligro de ser fusilados y despojados. Yo soy tal vez el único en todo el mundo que haya pensado en prepararse un «buen retiro» para los días de tempestad: buen retiro que tiene algo de castillo feudal, de convento fortificado o de cueva de piratas, pero que es mucho más útil que esas suntuosas villas que los ricos poseen en el campo, al alcance de cualquier mano, como si quisiesen cultivar la envidia de los pobres y tentar falazmente ese instinto de saqueo que se halla en cada uno de nosotros.

Y además de eso, mi refugio peninsular me servirá también en tiempo de paz. De cuando en cuando, experimento un violento deseo de huir de la ciudad y hasta de los campos demasiado poblados. Haré de anacoreta solitario con todas las comodidades de la civilización. Y no hay mejor placer, en opinión mía, que sentirse en todo y por todo separado de la insoportable raza de los demasiado semejantes, en todo y por todo independiente de ellos y en un refugio bien protegido donde no puedan molestar ni ofender.




EL SEGURO CONTRA EL MIEDO

New Parthenon, 8 agosto


Me he caído de un árbol -donde estaba leyendo, montado sobre una rama, en estos días de calor- y me he roto una pierna. Apenas el cirujano ha terminado su trabajo y me he encontrado inmóvil y prisionero en la cama, he tomado mi acostumbrada precaución. He mandado buscar a toda prisa y con urgencia a dos cojos para que vengan a hacerme compañía. Los pago como son pagados los gobernadores del Estado, pero deben andar y también saltar delante de mí. Los dos derrengados me llegaron al día siguiente: al uno le faltan las dos piernas y camina con muletas; el otro tiene las dos, pero tan retorcidas y encogidas, que se mueve con trabajo y con movimientos grotescos.

Los dos infelices son, en estas jornadas de aburrimiento y de rabia, mi consuelo. El mutilado y el estropeado me hacen ver, con sus ridículos movimientos, aquello en que podría convertirme, y, por contraste, me alegran.

Es un método excelente. Lo descubrí hace años cuando me di cuenta de que era miope y sufrí durante algún tiempo el fastidioso fenómeno de las manchas volantes delante de los ojos. Me procuré inmediatamente algunos ciegos y, con el pretexto de hospedarlos, me distraía contemplando las pupilas muertas, las cuencas vacías, y su estupor silencioso un poco idiota y un poco extático. Tenerlos cerca, verlos, era para mí un inmenso consuelo: me hacían sentir la valía del poco de vista que aún poseía, me hacían disfrutar mejor de la luz del Sol, los colores de las cosas, las formas.

Muchos me preguntan por qué en un castillo del parque -aquel que he hecho traer, pedazo a pedazo, del Suffolk- tengo un museo de centenarios. La causa no es ciertamente la filantropía, sino la misma que me ha hecho llamar a los ciegos y a los cojos. Apenas comencé, después de los cuarenta años, a tener miedo de la vejez, me puse en busca de los hombres que desde hace más de un siglo desafían a la muerte. He reunido siete, hasta ahora; el más joven tiene ciento tres años, y el más viejo, ciento veintidós. No acepto más que centenarios auténticos, en buen estado, y únicamente varones.

De cuando en cuando, si me siento abatido y me invade la melancolía, voy a verlos y a estar un poco con ellos. Aquellas caras arrugadas, apergaminadas, atontadas, aquellos ojos gelatinosos y ausentes, aquellas bocas babeantes, aquellas manos frágiles y trémulas, producen en mí un curioso efecto, aplastante, pero de todos modos bastante consolador.

Algunas veces pienso: si éstos han conseguido vencer las asechanzas diarias de la muerte hasta esta edad, esto quiere decir que no es imposible, para el hombre, superar los límites usuales y que existe una probabilidad incluso para mí.

Pero en otros momentos, en los que domina la repugnancia de aquella decadencia lamentable, concluyo pensando: mejor que verse reducido a un estado semejante, entre lo grotesco y lo lamentable, esclavo de todos, sin otra alegría que paladear un poco de menestra, vale más morir pronto: en los setenta años fijados por Aristóteles, tal vez antes.

De todos modos, me son útiles y no me duele lo que me cuestan. Son, como los ciegos y los cojos, un seguro viviente y visible contra el miedo, y me parece que muchas formas de la beneficencia pública -hospitales, hospicios, asilos- no tienen, en el fondo, otro origen

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Mr. Mxyzptlk
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LA RECONSTRUCCIÓN DE LA TIERRA

New Parthenon, 20 noviembre


Cuando oigo hablar del dominio del hombre sobre la Naturaleza, casi siento rabia. Imaginad un muchacho, abandonado en un parque, que después de tres o cuatro horas haya conseguido aprisionar algunas docenas de hormigas y de luciérnagas, trazar un nuevo sendero en la hierba, crear una cascada artificial en el arroyuelo y coger los frutos más maduros de los árboles: ésta es, aproximadamente, teniendo en cuenta las proporciones, nuestra potencia sobre la Tierra. Nos hallamos, según parece, al principio.

Hemos sabido utilizar el viento de la atmósfera y el agua de los ríos, pero no hemos conseguido adueñarnos de la fuerza de las mareas ni utilizar el fuego de los volcanes. Cuando lleguemos a transformar en energía motriz los terremotos, entonces, pero no antes, podremos comenzar a enorgullecernos.

Entretanto, nuestra pasividad ante la Naturaleza es vergonzosa y ridícula. Esperamos casi siempre la voluntad del cielo y de la Tierra. Nuestra alabada ciencia y nuestra ensalzada técnica no han sabido todavía dominar las estaciones, cambiarlas según nuestra voluntad. No podemos atenuar el frío del invierno, reducir el calor del verano. Aceptarnos los temporales cuando vienen y no sabemos alejar la tempestad; soportamos pacientemente la nieve y somos impotentes contra la sequía.

¿Por qué, por ejemplo, no sabemos producir tempestades y ciclones artificiales, lluvias a voluntad, terremotos a capricho? ¿Cómo es que nunca somos capaces de crear, para los países brumosos, un gran sol artificial que ilumine y caliente toda una provincia? Me gustaría, si tuviese tiempo, crear en la Groenlandia un vasto jardín tropical donde creciesen en invernaderos caldeados por termosifones, las plantas del Ecuador. Desearía fabricarme, en pleno Sáhara, una ville con tres o cuatro frigoríficos, de manera que en todas las habitaciones hubiese la temperatura de la Laponia.

Huir de la monótona tiranía del día y de la noche, sería, me parece, facilísimo: bastarían enormes reflectores colocados sobre las montañas para iluminar toda la Tierra después del crepúsculo, y durante el día gigantescas emisiones de humo denso para impedir que la luz del Sol llegase hasta nosotros.

Pero lo peor es que nos adaptamos estúpidamente, como los campesinos de los tiempos antiguos, a la irritante lentitud de la Tierra. Hoy, en el triunfo de la velocidad, aun los más modernos farmers esperan meses y meses la germinación del trigo, del maíz, de los frutos, y no saben hacer nada ni nada intentan para abreviar la duración de la fabricación agrícola. ¡Es como si en la cuestión de los transportes se contentasen todavía con los pies! ¡Y se dice que somos los dueños de la Tierra! Dueños que deben esperar el beneplácito de su esclava para obtener de ella, y a su debido tiempo, un poco de comida.

Además, dominio implica posibilidad de modelar, de transformar, y poco más o menos hemos dejado la Tierra como la hemos encontrado, con todas sus irregularidades, sus asimetrías, sus obstáculos, sus defectos de construcción. Fuera de la despoblación de los bosques, del corte de un istmo y de los túneles para los ferrocarriles, hemos alterado muy poco la estructura del minúsculo planeta donde nos hallamos encerrados. La gloria y el distintivo del genio humano es el espíritu geométrico, pero no hemos siquiera empezado a reducir more geometrico la escandalosa veleidad de la Tierra.

Si verdaderamente fuésemos esos déspotas de la Naturaleza que nos vanagloriamos de ser, a esta hora habríamos transformado los lagos en estanques cuadrados o en forma de cruz o estrella, los ríos en canales rectilíneos, y las montañas -escarnio y reto de nuestro poder- en cubos, pirámides, conos o paralelepípedos de contornos precisos. Ni siquiera hemos demolido con valor una gibosidad.

No hablo porque sí ni para ejercitar la fantasía. En el planeta hay demasiado mar: tres quintas partes de la superficie terrestre están ocupadas por las aguas. Y la población crece continuamente. Hay dos mil millones de hombres y cada uno tiene 4 metros de intestinos. Cada día es preciso llenar 8 mil millones de kilómetros de tripas. Y muchos países producen poco y las montañas son, por lo general, estériles. Sería necesario, pues -si el hombre es verdaderamente el potentísimo rey del mundo-, deshacer las montañas y servirse de los miles de toneladas de material así extraído para construir islas artificiales en los océanos. Se obtendrían de ese modo dos resultados excelentes para el aprovisionamiento de la Humanidad: todos los continentes serían transformados en cómodas y fructíferas llanuras y se extendería, con la creación de las nuevas islas, la superficie seca y cultivable.

Empresa, sin duda, gigantesca, pero que no debería parecer imposible a la ingeniería de nuestro tiempo, que se vanagloria cada día más de los progresos de la mecánica y se da importancia de poder rehacer el Universo con sus invencibles maquinarias. La tierra es, en cierto sentido, la posesión del género humano. ¿Y qué propietario de una posesión no se esfuerza en mejorarla y engrandecerla? O somos dominadores o no lo somos, y si verdaderamente queremos ser los autócratas de este grumo de fuego enfriado, ¿nos contentaremos con rascar la corteza y abrir aquí y allá algún agujero o algún surco?

Los estetas dirán que de este modo la Tierra se convertiría en algo espantosamente monótono. Pero con la estética no se multiplican los panes y cuando la tierra hospede a 4 ó 5 mil millones de hombres, será necesario resignarse a hacer lo que yo propongo, a menos de volver a la antropofagia.

Además soportamos muchas otras monotonías. Aunque no fuese nada más que la pobreza de los colores humanos. Nuestra piel no tiene más que tres tintes: el blanco, el negro y el amarillo. Y ni siquiera son las coloraciones más bellas; recuerdan demasiado la cera, la oscuridad y la ictericia. Una vez, para salir de esta pobreza, hice teñir a uno de mis camareros de un bello color verde; otro de encarnado puro, y de cobalto a una muchacha del servicio. ¡Pero los visitantes me trataron de loco y los criados me amenazaron con marcharse!

Hace algún tiempo obtuve un riachuelo de leche que corría entre riberas negrísimas, esparciendo masas de cal en la fuente y polvo de carbón en las orillas, y todos se rieron de mí.

Otra vez, siempre para rebelarme contra la monotonía, hice tirar al río que atraviesa mi parque muchos quintales de cinabrio para ver, finalmente, el agua de un bello color rojo, y entonces también protestaron.

Los hombres, pues, soportan perfectísimamente la uniformidad y todavía no están cansados de ver de color verde todas las hojas y eternamente amarillo un pedazo de oro. Se resignarán, por necesidad también, a la desaparición de las montañas, que constituirá, entre otras cosas, la victoria visible de uno de los ideales más queridos de la modernidad: la universal nivelación.




EL CAMINO DE LOS DIOSES

New Parthenon, 26 octubre


Se puede negar la existencia de los dioses, pero no se puede negar la existencia de las religiones. Si son tantas y han conseguido sobrevivir durante tantos siglos, quiere decir que responden a una necesidad profunda del alma humana.

Aun en los países más inteligentes y civiles, la mayor parte de la población pertenece a una Iglesia: es necesario, pues, que también yo elija una.

Pero la elección es terriblemente difícil. Yo vivo, de ordinario, en países cristianos y mi religión debería ser el Cristianismo. Pero confieso que el Cristianismo, por lo poco que conozco, me espanta. Estoy dispuesto a reconocer que es la más perfecta y la más sublime de las religiones, pero sin embargo, contradice y condena todos mis instintos más hondos Yo detesto a los hombres, y el Cristianismo me impone amarlos; soporto a duras penas a los amigos, y el Cristianismo me obliga a abrazar a los enemigos; soy uno de los hombres más ricos de la Tierra, y el Cristianismo enseña el desprecio y la renuncia a las riquezas; siento inclinación a gozar de la crueldad, y el Cristianismo me impone la dulzura y me invita a llorar el martirio de un Ajusticiado.

Debo, pues, con gran sentimiento, renunciar a hacerme cristiano. Sería, de lo contrario, un cristiano rebelde e hipócrita. El Cristianismo es demasiado alto para un ser de mi especie.

Por fortuna no faltan otras religiones que tal vez concuerden mejor con mi naturaleza. Pero no es fácil elegir una, antes de conocerla prácticamente. Y por esto decidí, hace tiempo, recurrir al método experimental.

En un claro apartado de mi inmenso parque he creado, para mi uso personal, una Avenida de los Dioses, esto es, dos filas de templos de las mayores religiones del mundo, atendidos por sacerdotes auténticos traídos del país de origen.

Hay en primer lugar un templo hindú, dividido en tres partes -atrio, santuario y celda- según las mejores reglas. La divinidad elegida por mí -la diosa Kali y Siva el destructor- es servida por un verdadero brahmán, asistido por un puróhita o capellán, y por un grupo de bailarinas sagradas (bayaderas). Allí se celebran los cinco sacrificios diarios (sandhya) y, de cuando en cuando, las fiestas de la diosa Kali, en honor de la cual es degollada una cabra.

A pocos pasos se eleva el templo budista, dispuesto según el rito chino. Es una gran habitación vigilada a la entrada por monstruos. En el fondo hay una estatua de Maitreya, futura encarnación del Buda, y en el centro la de Sakyamuni, es decir. del Buda histórico, entre sus discípulos preferidos: Ananda y Kasyapa. Dos monjes venidos del Ce-Kiang, vestidos de amarillo, atienden el culto, que, por otra parte, es sencillísimo.

Enfrente hay un templo de Zeus, en mármol, de estilo dórico. La religión pagana, verdaderamente, está muerta, pero tuve la fortuna de encontrar, en el sur de Francia, un rezagado discípulo de aquel Gabriel Auclerc que, bajo el nombre de Quintus Nantius, quiso resucitar el antiguo paganismo en el tiempo de la Revolución francesa. Es un viejo con una florida barba, muy estudioso y admirador de Juliano el Apóstata, y ha reconstituido, como mejor pudo, las tradiciones de los sacerdotes flaminios. De cuando en cuando me pide que le conceda una vaca o un toro para los sacrificios, y se contenta en vez de un verdadero victimario, con uno de mis cow-boys.

Al lado se halla el templo sintoísta (miya), cuadrado, según la tradición japonesa, y construido con maderas sagradas. En el interior hay únicamente el espejo de plata, símbolo del Sol, y el famoso shintai, piedra redonda en la cual debe transferirse el mitama, es decir, el alma de Dios. Dos Kannushi se hallan afectados al templo, pero no pueden realizar, casi nunca, las procesiones del shintai por falta de fieles.

He querido que no faltase tampoco un templo zarathustriano. Es el más sencillo de todos: un recinto de piedra donde el sacerdote parsi -que me procuré en Bombay- mantiene siempre el fuego sagrado, tirando a él cinco veces al día madera de sándalo. Cuando el parsi ha hecho las plegarias, toma un poco de aquella ceniza y se la lleva a la frente, y nada más.

Al otro lado hay una minúscula mezquita musulmana del más puro estilo árabe del siglo x, con el mihrab de cara a La Meca. Un imán y un muezín, procedentes de Marruecos, repiten cada día las obligadas plegarias.

Y, finalmente, hay una minúscula sinagoga, imitación en pequeño de la de Amsterdam, donde un rabino rumano, pero de la tribu de Leví, provee en compañía de un hazzan de origen ucraniano, a las ceremonias indispensables.

Hay, por ahora, siete templos, pero no desespero de aumentarlos próximamente. Tanto más cuanto que no he conseguido hasta ahora hacer mi elección. Voy a menudo, cuando resido aquí, a la Avenida de los Dioses; asisto, el mismo día, a una y otra ceremonia y sostengo un poco de conversación. bien con el monje budista, que sabe inglés, bien con el rabino, bien con el francés sacerdote de Júpiter Máximo, o con el imán musulmán. Ninguna de estas religiones presenta aspectos que me atraigan, y descubro, en cambio, preceptos y dogmas poco adecuados para mí.

Un teósofo me ha aconsejado que reúna todas las imágenes de los dioses, incluso la de aquellos que ya no son adorados, en un gran templo único, y que llame a un ministro de la Iglesia Unitaria -o mejor de la Teosófica- para el ceremonial del culto colectivo. La propuesta no me desagrada -incluso porque representaría una importante reducción en los gastos-, pero por ahora prefiero tener separadas las varias religiones.

Intenté. hace dos meses, una empresa bastante atrevida: reunir en torno mío un pequeño concilio de dioses en carne y hueso. He sabido que viven, esparcidos por el mundo, algunos hombres que son venerados como verdaderas y propias encarnaciones divinas, y encargué a un amigo teósofo que invitase a algunos. Pero la cosa no ha salido como quería. El Dalai Lama de Lassa -que es el más célebre de esos dioses vivientes- no quiso ni siquiera recibir a mi emisario y comunicó su desdeñosa negativa por mediación de un simple lama rojo. ¡Y pensar que le ofrecía, por permanecer aquí una semana, una compensación enorme! El Buda viviente de Urga, en la Mongolia, se dejó traer hasta aquí, junto con el célebre Kristnamurit -encarnación divina que vive habitualmente en Adyar-, pero dos solos no me bastaban. Mi encargado consiguió descubrir, en un suburbio de París, el sucesor de aquel Guillermo Mondo, muerto en 1896, que se proclamó encarnación del Espíritu Santo a fines de 1836. También este menudito francés, que se hace llamar Guillermo III, pretende ser un verdadero dios. A estos tres añadí un ruso de Saratov, miembro de la secta de los Bojki (pequeños dioses), que afirma resueltamente ser una encarnación terrestre del Dios Padre, y un pequeño siciliano, sordo, que es considerado por sus discípulos como la manifestación definitiva del Espíritu Santo. Pero la conversación de estos cinco dioses no me ha sido de ningún provecho. El Buda viviente es un viejo alcohólico que sabe repetir únicamente, entre una y otra borrachera, la célebre fórmula tibetana: Om mani padme, Hum! Kristnamurit se ha contentado con exponer, en tono hierático y en un mal inglés, algunas teorías confusas que se encuentran ya en los libros de Mrs. Blavatsky; el mujik se niega a hablar hasta que haya llegado no sé qué paloma divina; el siciliano se limita a recitar algunas de sus extravagantes poesías; y en cuanto al francés, no hace más que soltar los lugares comunes de las sectas protestantes que esperan la venida del Paráclito. Después de una semana de perder el tiempo y de aburrirme decidí expedir a los cinco dioses vivientes a sus países.

Y de este modo, aunque no haya ahorrado ni los dólares ni la paciencia, no tengo todavía una religión a mi modo, y no me atrevo a decir, hasta hoy, cuál sea la divinidad que más me conviene. ¿Si volviese un día u otro a la religión de mi madre, a la maorí? ¿No podrían ser Atua y Tangaroa los verdaderos dioses que voy buscando?



LA GLORIA

Palm Beach, 20 marzo


Pienso, desde hace algunos días, en la gloria.

Me gustaría llegar a ser famoso; me gustaría aún mucho más que mi nombre quedase, por decenas de siglos, en la memoria de los hombres.

¿Es necesario haber nacido grande para sobrevivir en la historia? No lo creo. Pero es necesario, sin embargo, hacer algo enorme y singular, que no pueda ser olvidado.

Empresa ahora difícil. Todo ha sido ya hecho. Se ha ido a los dos polos; el Atlántico ha sido atravesado en vuelo; hay quien ha dado la vuelta al mundo en barca y quien la ha dado a la pata coja. Las gestas asequibles a los mediocres provistos de medios y de resistencia han sido realizadas. Los antiguos trucos me están vedados. ¿Escribir un poema? No lo conseguiría. ¿Gobernar un Estado? No me siento capaz; además no sería suficiente. ¿Crear una nación? ¿Y dónde están ahora los pueblos esclavos, las razas divididas? Tal vez en África, entre los negros: no me entusiasma bastante. ¿Hacerse caudillo de una revolución? ¿Y dónde? ¿Y por qué? Para semejantes aventuras se requiere un místico, un optimista, un poeta. Yo no amo a los hombres y no sabría con qué palabras levantarlos. ¿Ser un héroe en la guerra? La guerra ha pasado y cuando se desencadene otra seré viejo o estaré muerto. Y en las guerras anónimas, de aniquilamiento, no es fácil hacer el héroe de los monumentos, ni el inventor de las estrategias.

Se puede obtener la notoriedad momentánea con poca fatiga, con una extravagancia cualquiera, idiota o ingeniosa, pero no es eso lo que busco: desearía la gloria a la manera antigua -disfrute perpetuo-, la de un David, de un Sócrates, de un Newton, de un Napoleón.

Podría, como tantos imbéciles de esta época, bailar tres días seguidos, volar durante tres semanas, casarme con una china centenaria. ¿Y luego? Algunas líneas en los periódicos, una fotografía en las revistas ilustradas y, después de una semana, silencio y olvido.

Para hacer un gran descubrimiento soy demasiado ignorante; tampoco sé pintar ni componer música. Si regalase todos mis millones al primero que se me presentase, sería tomado no por un santo, sino por un prodigio o por un loco, y tal vez encerrado.

Queda el delito, pero también este medio de conquistar la fama es arduo y aleatorio. Si incendiase la central de Nueva York no me haría célebre como Erostrato. Y sería un plagio vulgar que me costaría, probablemente, la libertad.

Sería preciso un delito monstruoso y original, que quedase en la memoria de la Humanidad como algo único. No tengo escrúpulos, pero tampoco fantasía. Inventar un delito absolutamente nuevo, después de tantos siglos en que los hombres se torturan y se asesinan, no está al alcance de todos. No bastan una inteligencia superior, la abundancia de dinero y la total falta de prejuicios: es preciso la intuición mágica de lo nunca visto, la potencia de un espantoso genio. Y esto son cosas que no se compran ni se improvisan. Sin contar que el resultado puede ser, en vez de la fama eterna, la breve popularidad de la silla eléctrica.

Podría intentar el camino opuesto: el del bien. Algunos santos, algunos filántropos, gozan de una fama duradera y de primera magnitud. Pero no me atrevo a verme entre los leprosos o a hacer una campaña para la redención de los salvajes. Mi amor por los hombres sería falso, hipócrita y por eso ineficaz. Mi instinto es hacer daño más que socorrer.

Y, sin embargo, no estoy resignado a la oscuridad definitiva, al hundimiento en el silencio. He pensado en comprar un descubrimiento o una obra maestra a un genio pobre, y apropiarme, con el fraude, la gloria. Pero un genio ya famoso no consentiría este mercadeo y, por otra parte, para reconocer un genio futuro entre los desconocidos, es preciso tener una especie de genio: por lo menos el de la profecía. Y éste, ¿no se vería tentado después a revelar su venta y desenmascararme? Sin contar que de un hombre grande se esperan nuevos y continuos milagros y yo no podría, por mí solo. producirlos.

¿Construir un monumento colosal y milagroso que pueda resistir los milenios y los cataclismos? Pero se haría célebre el nombre del monumento y el de los artistas que lo hicieran: solamente los eruditos sabrían el nombre del que lo pagó.

He consumido más de la mitad de mis años para conquistar la riqueza y me doy cuenta de que no es verdad aquello que me repetía, en San Francisco, mi primer patrón, Joe Higgins: todo se puede obtener en el mundo con una determinada cantidad de dólares. ¡Con todos mis millones no consigo divertirme ni tampoco hacerme célebre! Temo que, al fin, mi vida no haya sido más que un pésimo negocio.

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Mr. Mxyzptlk
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LA INDUSTRIA DE LA POESIA

New Parthenon, 27 mayo


He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara -en sentido económico y moral- del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.

Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y que no exigiese demasiado capital.

Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad -no digo imposibilidad- de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.

Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a skilled workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.

Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.

En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz;' otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.

Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.

El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.

-Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas -dijo-, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional. Je me flatte d'avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso. y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voild mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.

Y al decir esto, Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa y una reverencia. El título de la primera poesía decía:,


Gesang of a perduto amour, Y leí los primeros versos::


Beloved carinha, mein Wettschmerz Egorge mon time en estas soledades, Muy tired heart, Raju presvétlyj Muore di gioia, tel un démon au ciel. Lieber himmel, castillo de los Dioses, Quaris quot, durerd this fun desespére? Aquadrvak Chic drévo zizni...


Mi ignorancia lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta Cocardasse. -¿Tal vez no le parece equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia demográfica y política...

Comprendí que era inútil discutir con semejante imbécil.

-Continúe su trabajo -le dije-, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible de una amplia venta.

Despedido Cocardasse, fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de doscientos metros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin un revólver en el bolsillo.

-Aunque de pura raza germánica -comenzó diciendo Muttermann con aire solemne-, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice exactamente así: S'il y a un homme tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans una page, toute una page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c'est moi. De este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico. El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa enorme de hierba y de flores.

»Mi vida es fidelidad a este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que debía contener no sólo mi Weltanschauung, sino de paso, la revolución histórica de la Humanidad en torno al mito central de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta, cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica, quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado de mis treinta años de fatigante forcejeo en el camino de la perfección.

Y al decir eso puso sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una elegante escritura bastarda, había esta palabra:.

Entbindung

Nada más. El resto de la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi perplejidad.

-¿No encuentra usted tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro aspecto del drama cósmico. Entbindung es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada, al fin, de los mitos y de las leyes Aquí está comprendida la doble respiración del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!

Los ojos de Muttermann comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.

El tercer poeta era uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.

-Yo también -me dijo- he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad, un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo, este madrigal.

No pude menos de leer

Lienzo, sombra, suspiro

Amarillas, misterios, desierto Huella, palabra, doliente, Tiro Faraón, corazón, labios, huerto.

Mi paciencia, puesta a prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.

-¿Y cree usted, señor Cañamaque -grité-, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!

El pobre Cañamaque bajó sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:

-Así han sido tratados siempre los descubridores de mundos nuevos.

Y dignamente salió, sin ni siquiera saludarme.

El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre los manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.

-Señor Gog - comenzó-, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.

Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título Lo demás estaba vacío.

-Vea -añadió Liubanoff-, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta del ruiseñor abandonado.» Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.

No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.

La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el business. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares.




VISITA A WELLS

Londres, 17 mayo


H. G. Wells me ha tomado por un periodista.

-Nací -ha dicho en seguida, acercándome una poltrona de cuero- en 1866, en Bromley, en el Kcnt. Fui comisionista en un almacén de novedades, luego estudié biología; en 1886 fundé la Science Schools Journal, donde publiqué mi primer artículo, sobre Sócrates...

He tenido que explicarle quién era y que no deseaba que me repitiese a voces la biografía del Who's Who, que ya conocía.

-Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?

H. G. Wells es un hombre gordo, seguro de sí mismo, que tiene el aspecto de un administrador de fincas rurales mejor que el de un escritor.

Bien alimentado y sano, su cara redonda y maciza parece que quisiera decir:

-¡Cartas a la vista! ¡Terminemos!

Nada de un poeta, nada de un soñador o de un metafísico Ha permanecido eternamente el «vendedor de novedades». En vez de lazos y sombreros, comercia desde hace treinta años, con utopías científicas, «últimas novedades» noveladas, historias para el domingo, paradojas proyectadas en narraciones.

Tuve que decirle, para hacerle hablar, que iba realizando por Europa una encuesta acerca de la suerte futura de la Humanidad. Apenas la palabra «futuro» llegó a sus oídos, Wells se reanimó:

-Usted sabe -dijo- que la exploración y la previsión del futuro es mi especialidad y que nadie ha conseguido, en este país, arrebatármela. Inglaterra tiene en la sección de literatura tres altos empleados: un Bardo nacional, que es Kipling; un Clown nacional, que es Shaw, y un Profeta nacional que soy yo. Desde noviembre de 1901, es decir, cuando publiqué Anticipations, mi ocupación dominante ha sido la profecía. Profecías científicas, mecánicas, astronómicas, biológicas, políticas, militares, sociales; nada ha escapado a mi espíritu. Nada más alto puede emprender la mente humana. La religión, tanto la pagana con los oráculos, como la judaica con los profetas, se halla fundada sobre las profecías: el único fin de la ciencia, como han demostrado Ostwald y Poincaré, es el de profetizar. Mi gloria está en el haber impuesto triunfalmente la profecía en el mercado de la literatura.

La elocuencia de Wells se vio interrumpida por los timbres del teléfono.

-¿Cuántas palabras? -gritaba el poeta a su lejano interlocutor-. ¿Para qué día? Well, seis mil palabras, el 25 de mayo. Well, good bye! Se trata -dijo Wells volviéndose hacia mí- de una nueva profecía para la Westminster Gazette. Léala: le interesará. Puedo adelantarle la idea principal. Antes de que nuestro siglo llegue a la mitad, tendremos una espantosa guerra intercontinental que destruirá al menos las tres cuartas partes del género humano. La técnica de la guerra aérea y de la guerra química, que realizará nuevos y espantosos progresos en los próximos años, abolirá la distinción histórica entre combatientes y civiles. Las mayores metrópolis del mundo serán destruidas; las ciudades menores derrocadas y despobladas; los centros de alta cultura, incinerados y dispersados; las zonas industriales, aniquiladas. Cuando la guerra -mejor el suicidio en masa de los pueblos- termine por falta de gases y explosivos, no quedarán en el planeta más que pocas decenas de millones de seres espantados y famélicos, originarios de las regiones más pobres y menos civilizadas. Todos los intelectuales, los jefes, los ingenieros, habrán muerto, y los sobrevivientes semibárbaros no serán capaces de reconstruir, ni siquiera aproximadamente, la civilización que conocían tan sólo por el exterior. Las palabras capitales se habrán perdido; los secretos del poder y del saber serán ignorados u olvidados. Las bibliotecas que hayan escapado al incendio servirán a los que hayan quedado refugiados entre las ruinas de las iglesias y de las oficinas, para calentarse.

»Poco a poco los últimos utensilios se gastarán y los hombres no serán capaces de hacer otros. Las carroñas arrugadas de las máquinas destrozadas cubrirán los nuevos desiertos, pero nadie conseguirá descubrirlas ni copiarlas. Antes de que el siglo termine, las bandas de los que hayan escapado, impotentes para resucitar la obra de los muertos, se verán reducidas al estado salvaje. En las selvas, que habrán vuelto a surgir, en los campos incultos, se congregarán tribus sospechosas y hostiles que se lanzarán en busca de un poco de alimento. En menos de cincuenta años, Europa, orgullosa de su ciencia, y América, soberbia de su riqueza, estarán pobladas por clanes de neoprimitivos que habrán olvidado el florecimiento efímero de la civilización entre los siglos XVII y XX. Y entonces comenzará un nuevo, fatigoso, largo ciclo de la historia universal. Podrá ver mejor todos los detalles en la Westminster Gazette, último número de mayo.

Era una invitación a que me marchase. Apenas salí de la habitación, oí el repiqueteo apresurado de la máquina de escribir. Era Wells que comenzaba a redactar su profecía sesenta y siete.




FILOMANÍA

París, 22 diciembre


Esta noche, en la «Coupole», me han hecho conocer a un tal Rabah Tehom, venido a París para iniciar, según dice, la revolución antifilosófica. En nuestro velador, donde se hallaban reunidos dos rumanos, un senegalés, un peruano y un sueco, el pequeño Rabah Tehom, gnomo de Oriente, vestido de color naranja, eructaba en pésimo francés sus palabras.

El color de su cara, bajo la luz deslumbrante, luchaba entre el violeta extinto y el verde marchito. Le falta un brazo: dice que lo ha perdido en una batalla, pero no se sabe en qué guerra. En torno de los cabellos untados llevaba una corona de laurel de papel dorado. Ningún licor le daba miedo.

-¿Qué es lo que habéis ganado -graznaba Rabah Tehom, alzando el único brazo hacia los lampadarios- siguiendo la razón y adoptando la inteligencia?

»La verdad no se ha alcanzado, el hombre es cada vez más infeliz y la filosofía, que debía ser, según los antiguos farsantes griegos, la corona de la sabiduría, se retuerce entre las contradicciones o confiesa su impotencia. Los dos malhechores fueron castigados desde el principio -Sócrates con el veneno, Platón con la esclavitud-, pero no fue suficiente. Ésos han envenenado y aprisionado ochenta generaciones con su enseñanza pestilencial. El monstruoso Sócrates se ha vengado de la cicuta ateniense intoxicando a los pasivos europeos, durante veinticuatro siglos, con su dialéctica. Los resultados están a la vista. El ejercicio testarudo y estéril de la razón ha llevado al escepticismo, al nihilismo, al aburrimiento, a la desesperación. Las pocas verdades entrevistas con aquel método han conducido al terror. En la Edad Moderna, los filósofos más lúcidos se han refugiado finalmente en la locura: Rousseau, Comte y Nietzsche han muerto locos. Y sólo gracias a esta fortuna han podido renovar el pensamiento occidental con ideas más fecundas y temerarias.

»Aquí está el secreto. Si la inteligencia lleva a la duda o a la falsedad es de presumir que la insensatez, por idéntica ley, conduzca a la certidumbre y a la luz. Si el demasiado razonar lleva no a la conquista de la verdad, sino a la locura, está claro que es preciso partir de la locura para llegar a la racionalidad superior que resolverá los enigmas del mundo.

»A la Filosofía -amor a la sabiduría- es preciso la sustituya la Filomanía, el amor a la locura. Pero la locura no se enseña como se puede enseñar la lógica y la ciencia del método. Es necesario deshabituar a los cerebros humanos de las prácticas nefastas del viejo racionalismo. No basta abolir el culto desastroso de la inteligencia; es preciso extirpar de nuestras mentes los tumores del intelectualismo, digamos más bien, si ustedes quieren, la claridad, el buen sentido, la maña inductiva, el intelecto. Quien quiera ascender al cielo superior de la revelación interna y universal, debe ante todo volverse loco. El sabio no podrá entrar jamás en el paraíso de la verdad; veinticinco siglos de experiencia contra natura lo demuestran de un modo irrefutable.

»Tomando el camino al revés, adoptando audazmente el delirio como punto de partida. podremos, tal vez, aferrar aquello que no pudo ser aferrado por ninguna clase de razonamientos. La Filomanía, sin embargo, no puede ser difundida por medio de libros, como la fracasada Filosofía. Es preciso extraer la inteligencia a los más aptos; educar, fuera de los sistemas normales, a los futuros creadores de la Filomanía. No nos podemos servir de los locos en el estado natural, en el que les quedan demasiados rastros de la enseñanza racionalista y del antiguo pensamiento. Estoy recorriendo Europa para recoger dinero que me permita fundar el primer «Instituto de Demencia Voluntaria», del cual deberán salir los pioneros de la Filomanía. Los programas están dispuestos y yo me comprometo, en tres años, a transformar el animal más racional, apestado de lógica, en un loco milagroso, profético y demiúrgico. En tres generaciones, la Filomanía florecerá sobre la Tierra, iniciando una civilización nueva que responderá a las exigencias milenarias del espíritu humano y dará a todos la paz en la suprema certidumbre.

Rabah Tehom se reajustó la corona de papel que se le había caído casi encima de los ojos, se secó la frente, bebióse el whisky que uno de los rumanos se había hecho traer e interrogó con la mirada a sus oyentes silenciosos. Apiadándome de su melancólica chifladura, saqué del bolsillo un billete de cien francos y lo entregué al apóstol de la Filomanía.

-Aquí está -le dije- mi donativo para la Escuela de la Demencia Voluntaria. Es poco, pero creo que una escuela semejante debe ser mucho menos necesaria hoy de lo que le parece.

Rabah Tehom movió la cabeza con aire de conmiseración.

- ¡Todos podridos por la inteligencia! -murmuro-. Viene el médico y le contestan con una limosna.

Pero, a pesar de su visible mal humor, metió con cuidado los cien francos en su cartera sin darme las gracias y se puso en pie. Se quitó la corona dorada de la cabeza, se la metió en el bolsillo y, después de haber hecho una inclinación muy cumplida. salió de la «Coupole», orgulloso y solemne como un profeta enviado al destierro.

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Mr. Mxyzptlk
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ESTRELLAS-HOMBRES

Niza, 27 febrero


A la hora del té, en la Villa des Abeilles, Maeterlinck me esperaba, sereno y sonriente, como un filósofo acostumbrado a todas las explicaciones.

-Como apologista del divino Silencio -me dijo- debería callar. Pero se puede callar únicamente ante aquellos a quienes conocemos desde hace mucho tiempo y a los cuales se ama. Nosotros no nos hallamos, me parece, en esta relación y debo recurrir a esta degradación y decadencia del silencio que es la palabra.

»Me perdonará si le hablo únicamente de astronomía. Estos meses no hago más que estudiar esta materia y no me atrevo a pensar más que en el cielo. Usted quizá no sabe que nuestro tiempo, no muy afortunado en las artes, es la edad de oro de la astronomía. Los progresos de estos últimos treinta años son prodigiosos. Desde el tiempo de Copérnico y de Galileo no se habían realizado tantos descubrimientos, tan frecuentes y de tal vasto alcance. Hombres como Jeans, Van Maanen, De Sitter, Russell, Arrhenius, Barnard, Adams, Eddington, Hubbles, han renovado y engrandecido fabulosamente nuestra conciencia del universo estelar. El siglo xx será, para la ciencia de los astros, lo que fue el Cuatrocientos para la antigüedad clásica y el Seiscientos para la física: un verdadero y genuino Renacimiento. Desgraciadamente hay dos obstáculos para que este florecimiento produzca todos sus efectos. Las personas cultas y habituadas a pensar no se ocupan de estudios astronómicos y tienen, a lo más, una conciencia superficialísima del sistema solar. Por otra parte, los astrónomos, que son al mismo tiempo excelentes físicos y matemáticos, están desprovistos de vocación filosófica. Descubren genialmente y exponen exactamente hechos y teorías, pero son incapaces de deducir las consecuencias morales y metafísicas. Yo desearía ser, si no le parezco demasiado soberbio, el cerebro de la unión entre la ciencia de los astros y la ciencia del hombre.

»Usted sabe tal vez que uno de los principios de la antigua ciencia esotérica afirma que el microcosmos es una repetición o reflejo del macrocosmos, esto es, que en el hombre se encuentra la forma y la estructura del Universo. Los hombres de ciencia positivistas se han reído de esta fórmula que parecía fruto de una ingenua extravagancia. Pero los últimos descubrimientos y las teorías astronómicas proporcionan una justificación insospechada del viejo principio hermético. En una palabra: la vida de los astros en el Universo se parece increíblemente a la vida de los hombres sobre la tierra.

»Hasta hace medio siglo se creía que las estrellas se hallaban esparcidas caprichosamente aquí y allá en el espacio y que eran, como decían los griegos, incorruptibles, es decir, siempre iguales a sí mismas. La astronomía contemporánea ha changé tout cela. Encontramos en el espacio, finito como quiere Einstein, pero prácticamente ilimitado, naciones y pueblos de estrellas. Son los famosos Universos-Islas, entrevistos por Herschel, y hoy admitidos por todos. Estas islas son de dos especies: las Nebulosas Espirales, como nuestra Vía Láctea, a la que pertenece el Sol, y los Conglomerados Globulares. Las Espirales son inmensas humaredas de bruma gaseosa donde se han coagulado algunos miles de millones de estrellas. Los Conglomerados Globulares -como, por ejemplo, el de Hércules-son independientes de las Espirales, tienen forma esférica y contienen millones de estrellas. Los astros, pues, no viven esparcidos como se creía antes, sino reunidos en grandes sociedades. En el cielo, como en la tierra, reina la vida asociada.

»Y estas sociedades, como las humanas, están compuestas de familias: los sistemas solares. En el gigantesco pueblo que constituye la Vía-Láctea -formado, según parece, por centenares de miles de millones de cuerpos celestes, entre vivos y muertos- se hallan al menos cien mil sistemas solares semejantes al nuestro, es decir, donde un Sol hace de padre benéfico a una corona de planetas que son efectivamente sus hijos, porque ha salido de sus flancos, tanto si se acepta la vieja teoría de Kant y de Laplace, como la modernísima de Jeans. Los satélites son, a su vez, hijos de los planetas, de modo que cada sistema solar se parece perfectamente a una familia patriarcal.

»Otra admirable analogía entre los astros y los hombres es la existencia de las parejas. La mayoría de los seres humanos viven por parejas -marido y mujer, amigos inseparables, amantes- y la mayor parte de las estrellas son, como dicen los astrónomos, "dobles". Aparecen como dos astros de tamaño casi igual que se mueven juntos y de acuerdo en torno al mismo centro de gravitación. »Las estrellas, lo mismo que los hombres, viven, es decir, nacen, llegan a la juventud, envejecen y mueren. La espectroscopia nos ha permitido reconstruir la biografía de las estrellas. Son, primeramente, masas gaseosas que poco a poco se condensan y llegan al máximo del esplendor y del calor: es la adolescencia, la juventud. Son las estrellas gigantes, de color blanco o azulado, colosos adolescentes del cielo. Poco a poco se empequeñecen, se vuelven amarillas, luego rojas y cada vez más pequeñas. Entre las estrellas enanas amarillas, que ya presentan signos de vejez, se halla nuestro Sol. Finalmente acaban por no brillar: el rubí se oscurece y se vuelve negro; las estrellas están muertas, pero sus cadáveres oscuros continúan circulando en medio del fulgor de las hermanas vivas.

»Y hay otras semejanzas singulares entre el mundo humano y el mundo astral. Tanto entre nosotros como entre las estrellas el número de muertos supera al de los vivos; las estrellas jóvenes, ricas de luces y de calor, son infinitamente menos numerosas que las ancianas y empobrecidas; las estrellas gigantes y supergigantes son poquísimas en relación con las enanas. También en el cielo, come entre los hombres, predominan los muertos, los mediocres y los pobres.

»Y, a propósito de la vejez de las estrellas, quiero revelarle una afinidad sorprendente con los hombres. Como aparece en la escala espectroscópica de Harvard -que es el medio seguro para determinar la edad de los astros-, la vejez se revela, en el espectro, con la raya que denuncia la presencia y la extensión de la cal. Y en el hombre, la señal de la vejez es la arteriosclerosis, esto es, la osificación de las arterias, el endurecimiento, el predominio de la cal.

»Las estrellas gigantes -blancas y azules- son pródigas, arden e iluminan con una generosidad incalculable, vierten en todos los instantes torrentes de luz y de calor. Es la divina locura de la juventud, despreocupada de la brevedad. De hecho, este período, como el que corresponde al hombre, dura poco, y esto explica por qué el firmamento se halla poblado sobre todo de estrellas enanas y amarillas, esto es, más pequeñas, más frías y más viejas.

»Hay luego masas estelares que no llegan nunca a resplandecer, o por lo menos no alcanzan aquella temperatura mínima de 2.700 grados indispensable para que nosotros podamos verlas. Éstas corresponden a lo que en la generación humana son los abortos.

»Preveo, acerca de la edad, su objeción. Un astro antes de apagarse, vive millones de siglos, mientras que nosotros llegamos apenas, en promedio, a medio siglo. Pero si usted compara la masa inmensa de los astros con esa, pequeñísima, de los hombres, se dará cuenta de que la apreciación no tiene fuerza. He hecho cálculos aproximados y he descubierto que, en proporción a la masa, los hombres tienen una longevidad superior a la de los soles y de los planetas. La Tierra, según parece, cuenta apenas dos mil millones de años, y vivirá tal vez otro tanto, pero si tuviese una longevidad parecida a la del hombre, tantísimo más pequeña, debería vivir, en vez de cuatro mil millones de años, miles de millones de siglos.

»Pero, me dirá usted, hay otras diversidades: las estrellas son cuerpos puramente físicos y materiales, mientras que los hombres son criaturas vivientes y sensibles; la comparación entre la sociedad humana y la sociedad estelar tiene un límite. Enteramente falso. También las estrellas, como los animales y los hombres, se alimentan. Se tragan los innumerables bólidos errantes en el espacio y absorben los infinitos electrones suspendidos en el éter. De otra manera morirían mucho antes. No se puede consumir y resplandecer, como hacen los soles, sin reparar las pérdidas. Se multiplican lo mismo que nosotros: el Sol, como le he dicho, es un padre, y lo que es extraño, el parto de los planetas, no se podría producir si no interviniese otro astro gigante, el cual, aproximándose, produce una emisión de materia gaseosa del cuerpo del padre, ese fenómeno que podríamos llamar marea sideral. Esta marea, por efecto de la rotación, se desprende del astro enamorado y se fracciona en pedazos que, al enfriarse, forman los planetas.

»En cuanto a la sensibilidad, me contento con recomendarle los célebres experimentos de Bose sobre la vida psíquica de los minerales; no hay partícula del Universo que no vibre, que no sea atraída o rechazada, que no goce y no sufra. ¿Por qué las estrellas tendrían que ser una excepción?

»Se puede inferir, me parece, que verdaderamente el microcosmos es espejo del macrocosmos. Los pequeños hombres sobre el pequeño planeta corresponden perfectamente a las grandes estrellas en el inmenso espacio. En el cielo, las estrellas viven por parejas, en familia, por naciones, como nosotros, y como nosotros nacen, resplandecen en la efímera juventud, se reproducen, degeneran, se encogen y mueren. También allí los genios, los gigantes, los ricos y los vivientes son una excepción. Los habitantes del Universo, que parecen tan diversos y lejanos, viven del mismo modo que los habitantes de la Tierra, sufren la misma suerte, presentan idénticos caracteres. Pascal se espantaba ante los grandes espacios celestes; nosotros encontramos allí, gracia a los astrónomos, seres vivos, semejantes a nosotros, esto es, grandes hermanos. Al terror sucede el amor. Yo, mínimo animal terrestre, soy de la misma especie que Sirio y que Aldebarán. Si las estrellas se parecen en todo a los hombres, yo puedo hacerme la ilusión de ser una estrella.

El viejo Maeterlinck se dio cuenta de mi estupor -mezclado con un poco de aburrimiento- y cesó de hablar. Fuimos al jardín, bajo los racimos de escarcha azufrada de las mimosas que comenzaban a florecer.

-¿No está satisfecho de ser una estrella? -me preguntó el autor de Trésor des humbles.

-Contentísimo -contesté-. Y le estoy muy agradecido por haberme revelado mi parentesco celeste.

Mientras me dirigía a Niza, miré -contra mis costumbres- el gran cielo estrellado, y antes de meterme en el hotel hice un bello saludo circular a mis hermanas, que viven, por fortuna, a miles de millones de kilómetros lejos de mí.




CADÁVERES DE CIUDADES.

Nápoles, 12 octubre


Me hallo casi al final de un viaje a través del viejo mundo, en busca de cadáveres. Itinerario de ruinas y de necrópolis. En vez de detenerme en las ciudades vivientes, habitadas por seres vivos, he ido en peregrinación a todas las ciudades muertas, pobladas por sombras. En Egipto, dejando a un lado El Cairo y Alejandría, he visitado Heliópolis y Tebas; en Asia, saturándome de Troya, he visto Pérgamo, Sardi, Ancira y Jericó, y adentrándome en el desierto, la fabulosa Tadmor de las mil columnas, Echátana, la ciudad de los Magos, y, finalmente Nínive y Persépolis, montones de restos imperiales. Luego he vuelto a Europa, en Creta me he paseado por entre los palacios medio sepultados de Cnosos y de Tirinto; en Grecia he contemplado los restos de Eleusis y de Delfos; en Albania, los de Butrinto. Finalmente he llegado a Italia. En Sicilia no me he detenido más que en Seimonte. Conocia Pompeya, pero he querido volver a ver Herculano; he ido al sepulcro de Cumas -encima de la caverna de la Sibila-; he llegado hasta Pestum, la antigua Posidonia. Ahora me quedan, hacia el Norte, Ostia, Norba, Velutonia y Populonia.

No puedo decir que las haya visto todas, pero sí las más famosas. Estos esqueletos sorprendentes de las antiguas colmenas humanas me atraen infinitamente más que las vulgares metrópolis donde se amontonan las carroñas de mañana. Las columnas despedazadas no sostienen ya los arquitrabes: el cielo ha sustituido la bóveda del templo. El sol ha vuelto a los sótanos y a las criptas; las casas se hallan reducidas a murallas desmanteladas; palacios y sepulcros están igualmente vacíos de habitantes; en todas partes cenizas, polvo y silencio. Sobre las piedras desconchadas de las calles no pasan ya los poderosos, los amos de las casas y de la provincia, sino únicamente los zapadores, los arqueólogos, los peregrinos, servidores y amantes de la muerte. En las habitaciones donde se reía y se amaba cae ahora libremente la lluvia; en los anfiteatros se calientan al sol las lagartijas y los escorpiones; en las salas de los reyes hacen el nido los búhos y las abubillas.

A otros, estas ruinas de grandeza, estas capitales de placer y de orgullo reducidas a murallas cubiertas de hierbajos, inspiran tal vez tristeza. A mí no. Mi gusto por la destrucción y la humillación se ve abundantemente saciado en estos laberintos de escombros. Algunos momentos disfruta mi orgullo; en medio de este desastre estoy yo vivo; algunos momentos gozo de deseo de rebajamiento: también nuestras ciudades se harán semejantes a éstas y nuestra soberbia tendrá el mismo fin. Pero siempre, de un modo o de otro, el alma sale de su estado usual: Palmira me ha conmovido bastante más que Londres.

Las ciudades desiertas o desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir.

El día en que me hallaba en Pestum, el cielo era tempestuoso. Pero bastó que un poco de sol resucitase el templo de Neptuno, con sus potentes columnas de color de miel, corroídas por los siglos, pero terriblemente vivas, casi troncos de piedra salidos de la tierra, para que volviese a ver en un momento toda la luz y la vida de Grecia. Aquella gran cosa muerta de un dios muerto, colocada en medio de las hierbas y de los asfódelos floridos, entre los lejanos montes negros y el mar mugiente cercano, me pareció más viva y esplendorosa que la misma naturaleza. Se hallaba allí cerca una muchacha morena, con un cendal rojo en la cabeza y dos ojos de ángel nocturno, y parecía, junto al templo, la muerte




CACCAVONE

Nápoles, 23 octubre


Conocí en Pompeya, en un café suizo, a un profesor Caccavone, que se titula Metásofo y que pretende haber «separado» las más modernas filosofías.

Caccavone es un hombre que tiende, como animal visible, a la globosidad de los mundos. Está formado, a primera vista, por una esfera y tres semiesferas: una cabeza de coloso asmático, dos redondeces inocultables que rebasan los más anchos asientos, y una redondez en la fachada que desde el pecho desciende, enarcándose, hasta el nacimiento de las piernas.

Es, según me dicen, un hombre fecundísimo: cada año publica un libro y genera un hijo. Los libros dicen todos, poco más o menos, lo mismo; los hijos son diferentes entre sí: de los unos y de los otros; Caccavone se muestra orgulloso. Son catorce volúmenes y catorce hijos, y el circunferencial Metásofo ha tenido que hacer una infinidad de oficios para proveer a las necesidades de la abundante familia.

No había puesto, cargo, empleo, sinecura en el radio de cien kilómetros que Caccavone no hubiese ocupado, no ocupase o no aspirase a ocupar. En el Municipio era asesor del Departamento de Instrucción, en la Academia Plutónica, secretario general y perpetuo, en la Escuela de Pompeya desempeñaba una cátedra de historia de los errores humanos y en la de Boscoreale enseñaba teología comparada; en Stabia desempeñaba una cátedra de neumatología, en Angri dirigía el Instituto Frenológico. Era, además, presidente de la Liga para los derechos de los vegetales; miembro de una comisión Internacional para extirpación del sentido común, considerado pernicioso por la metafísica; vicepresidente de la sociedad protectora de los herejes; miembro de tres consejos de administración de casas editoriales; subintendente de la Enciclopedia Interescolar; comisario interino del Centro para la difusión de los conocimientos inútiles; cajero de la Sociedad nacional para el vacío neumático; presidente del Consejo nacional para la represión de los movimientos telúricos; director de un periódico de metasofía de una revista de puericultura, de un semanario de política metempírica, de un boletín para la explotación de la Atlántida y de otros varios periódicos. A fuerza de sueldos, consignaciones, indemnizaciones y dietas, de derechos de examen, de gratificaciones extraordinarias, de tantos por cientos sobre los dividendos y otros menores emolumentos, conseguía nutrir a los hijos y a sí mismo, construirse algunas casas y tener cuenta corriente en Bancos.

No obstante las apariencias corporales y la glotonería económica, el gran amor de Caccavone es la filosofía o, como él dice, la metasofía. Hace unos días tuve una larga entrevista con él -porque espera que yo le dé dinero para fundar un cenobio metasófico del cual él quiere ser prior, maestro y ecónomo- y me parece haber comprendido el núcleo de su pensamiento.

-Un filósofo siciliano -me decía- consiguió hace años la reducción extrema de la antigua y de la nueva metafísica, demostrando la famosa ecuación Ser = Pensamiento. Pero no se dio cuenta de que en su monismo absoluto e idealista quedaba un residuo nefasto de dualismo. Insistir en una ecuación, aunque esté fundada únicamente sobre la identidad de los términos, implica siempre la existencia, al menos aparente y fenoménica, de dos términos. Si el Ser es declarado igual al Pensamiento y el Todo reducible a Pensamiento, quiere decir que hay partes del Ser que no son, a los ojos de la razón común, y de la experiencia razonadora, Pensamiento. El esfuerzo inmenso para juntar los dos conceptos demuestra que la identidad perfecta es un ideal más que una verdad de intuición inmediata.

»Yo he ido más lejos que ese archiidealista siciliano y he querido analizar los dos términos que él se esfuerza en identificar. El Ser, si bien se mira, es un concepto totalmente universal que no significa absolutamente nada. Puede contener en sí todas las cosas y por consiguiente no contiene ninguna en particular. Es un puro signo ortográfico.

»Queda el Pensamiento, y éste es el hueso más duro. Veamos, pues, en qué consiste este famoso Pensamiento que sería, según mi tímido precursor, la única realidad.

»Descompongámoslo. Se encuentran, ante todo, las llamadas sensaciones y representaciones. Pero éstas, después del genial descubrimiento de Berkeley, ya se sabe lo que son: las mismas cosas, aquello que los físicos llaman material. Tener una sensación de color encarnado equivale a decir que hay en nosotros, o fuera de nosotros, la presencia del rojo.

»Encontramos luego la voluntad. Pero los experimentos de Locb y aquellos, más atrevidos, de Pavlov, demuestran que se trata simplemente de los tropismos o, mejor aún, de los reflejos. El hecho de que el macho sea atraído por la carne no demuestra un impulso consciente y una decisión voluntaria distinta del movimiento del girasol hacia el Sol. Jagadis Chandra Bose ha demostrado que semejantes atracciones existen también en las plantas y en los minerales, y ningún idealista admite que las berzas o los guijarros estén dotados de pensamiento.

»Quedan los conceptos generales, las abstracciones, las ideas. Pero éstas, como hemos visto a propósito de la idea del Ser, no son más que signos vocales o gráficos sin verdadero contenido, de los que nos servimos en nuestras conversaciones, como los niños, jugando, se sirven de bellotas o de botones. fingiendo creer que son monedas. Terminando: este famoso Pensamiento al que se quiere reducir todo el Ser no existe, es un puro fantasma o una simple convención.

»El ciclo heroico de la filosofía moderna ha pasado. Comenzó Descartes diciendo: pienso, luego existo. Y termina Caccavone deduciendo dialécticamente: no pienso, luego no existo. El verdadero sinónimo o, mejor dicho, el verdadero homónimo del Ser, es la Nada. Nosotros no existimos, el pensamiento no existe, por lo tanto nada existe. Ésta es la metafísica radical o, si usted prefiere un nombre griego, el Oudenismo.

-Pero, ¿dónde mete -le pregunté-, aquello que los alemanes llaman «juicios de valor», esto es, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo feo y lo bello?

-Veo -me respondió- que no conoce bien el idealismo absoluto en el que se funda, siendo la cúspide suprema de la filosofía moderna, mi sistema.

»Mi antecesor demostró ya que el tiempo convierte de prisa en erróneo, malo y feo lo que en un momento dado parece justo, bueno y bello. Los errores de hoy son las verdades de ayer; el bien de hoy será el mal de mañana. Sentado esto, usted puede sacar la consecuencia: si todo, pasando por el tamiz de la duración, se convierte en mal, error, fealdad, quiere decir que no existe nunca, en realidad ni el verdadero bien, ni la verdadera verdad, ni la verdadera belleza. Y, por consiguiente, los juicios de valor no tienen ya sentido. Se vuelve a las profundas palabras del Viejo de la Montaña: Nada es verdad, todo está perdido.

-Permítame, sin embargo, una pequeña objeción -dije-. ¿Cómo explica usted, ya que nada existe y todo se reduce lógicamente a la nada, nuestra existencia, por ejemplo, la suya y la mía?

A estas palabras la caraza redonda de Caccavone se convirtió, por el ímpetu de la risa, en una máscara de arrugas móviles erizadas de pelos, y sus ojos, que un momento antes avanzaban hasta tocar los cristales de las lentes, se escondieron tras el velo arrugado de los párpados. Apenas se rehizo y pudo hablar, exclamó:

-¿Usted cree, pues, como las vulgares criaturas, en nuestra existencia? ¡Lleva usted todavía la venda de esta superstición grosera! Pero, ¿no comprende que, admitida su existencia y por lo tanto la existencia de los demás y del Universo, sería necesario admitir por la fuerza la existencia del Ser supremo, del eterno autor del todo? ¿Y no sabe todavía que Dios está muerto y que le hemos matado nosotros los filósofos y de una manera definitiva?

»Analice, se lo ruego, el contenido de existencia.

¿Qué quiere decir existir? Durar y ser consciente. Pero usted sabe que a cada momento nuestra persona física y moral cambia, pasa, se transforma. Usted ya no es aquel que era una hora antes; ha nacido otro Gog, el viejo Gog se ha muerto. Y así hasta. la destrucción total, que es, pensando en lo infinito del tiempo, cercanísima, inminente.

»¿Y tenemos nosotros noción de nosotros mismos? Nunca, de ninguna manera. Apenas me propongo observar mi estado de conciencia actual, añado, por el hecho mismo de concentrar la atención, algo que no estaba antes, es decir, lo deformo, lo transformo en un estado del todo diverso, y aquello que era presente resulta instantáneamente pasado, es decir, muerto, que no se puede asir, incognoscible. En lo que se refiere a mis estados futuros, no son todavía, es decir, no existen ni se pueden tener en cuenta. El estado presente, pues, huye y muere apenas intentamos detenerlo; el estado futuro no ha aparecido todavía y por esto es inaprehensible. La conclusión es que nosotros no somos nunca, ni un solo minuto, verdaderamente conscientes del contenido de nuestro pretendido e hipotético pensamiento. Y no tenemos, claro está, ningún derecho a deducir de los fenómenos irremediablemente ignotos e incognoscibles, nuestra existencia. Lo que indefinida y vertiginosamente muda no tiene consistencia ni realidad, es tránsito perpetuo y no sustancia. Tengo el derecho de repetir mi axioma. Y a la famosa e ingenua identidad del filósofo etneo sustituyo atrevidamente la mía: Ser = Nada.

No supe qué contestar a este discurso. Caccavone se puso en pie, con la majestad de sus cuatro esferas. y salió del café sin pagar las cuatro cervezas que se había bebido. Mi iniciación al Oudenismo me ha costado, pues, un intenso dolor de cabeza y dieciséis liras italianas, incluyendo la propina.

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EL CONDE DE SAINT-GERMAIN

A bordo del Prince of Wales, 15 febrero


He conocido estos días al famoso conde de Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez. No parece tener más de cincuenta años.

En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me saludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos. Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazine, un artículo sobre el conde «inmortal» y no fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darse cuenta de que yo conocía algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.

-No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes. Soy aquel mismo, si se digna creerme, que fue conocido con el nombre de conde de Saint-Germain, en el siglo XVII. Habrá leído que algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckendoerde. en el ducado de Echleswig. Pero existen documentos que prueban que fui recibido en 1786 por el emperador de Rusia. La condesa de Adhemar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos. En 1821 tuve una larga conversación con el conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia. Un inglés, Vandam, me conoció en 1847. En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant. Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conociendo el carácter de esa buena señora, conseguí evitarla. Encontré algunos años después a Mr. Leadbeater, que hizo de mí una descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel. He querido volver a ver, después de unos sesenta años de ausencia, la vieja Europa: ahora regreso a la India, donde se hallan mis mejores amigos. En la Europa de hoy, desangrada por la guerra y alocada en pos de las máquinas, no hay nada que hacer.

-Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un centenario en 1784, en la época de su presunta muerte.

El conde sonrió dulcemente.

-Los hombres -respondió- son demasiado desmemoriados o demasiado niños para orientarse en la cronología. Un centenario, para ellos, es un prodigio, un portento. En la antigüedad, e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de estas verdades es «que no todos los hombres son mortales». La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este punto de vista, en dos clases: la inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los «desaparecidos». Yo pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios.

-¿Es usted, pues, inmortal?

-No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones saben desde hace miles de años que los hombres son inmortales, es decir, que comienzan una segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de ésos está reservada una vida terrestre tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos nacido en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto o más tarde. morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.

-Ha hecho usted alusión a una aristocracia de inmortales. ¿No es usted, pues, el único que goza de este privilegio?

-Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de que algunos hombres no han muerto, sino que han sido «arrebatados», esto es, desaparecen sin que se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán el Unterberg cerca de Salisburgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido, Carlomagno; el Kyffháuser, donde se ha refugiado, esperando, Federico Barbarroja; y el Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el Asesino. En la India le dirán que Nana Sahib, el jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en el Himalaya. Los antiguos hebreos sabían que al patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno reapareciese en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos saben que los británicos no creyeron nunca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni los servios en la de Kraljevic Marco.

»Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.

»Una interpretación plausible de ciertos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de cristianos que san Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famoso Lavater estaba seguro de haberle encontrado en Copenhague. Pero bastaría el ejemplo clásico del Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diversos países y en diversos siglos y que cuenta actualmente más de mil novecientos años. Todas estas tradiciones, independientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el curso ordinario de la vida. Y yo, que soy uno de éstos, puedo afirmar con autoridad que esta creencia responde a la verdad. Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida se haría imposible. Pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en cierto modo, los notarios estables de lo transitorio.

-¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmortal?

-No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardeado nunca de cosas que no son verdad. Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad. Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y llegué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal Colón. Pero no puedo, ahora, contarle mi vida. El único siglo en que frecuenté más a los hombres fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo. Pero ordinariamente vivo en la soledad y no me gusta hablar de mí. He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi curiosidad, en modo especial, no le ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los grandes hombres. Pero estas ventajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; los acontecimientos no se repiten. pero se parecen; lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted, ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tierra ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: «El hombre no me causa ningún placer, no, y la mujer mucho menos.»

El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el cielo estrellado.

-Dispénseme -dijo finalmente- si mis discursos le han aburrido. Los viejos, cuando comienzan a hablar, son insoportables.

Hasta Bombay, el conde de Saint-Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que intenté varias veces entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.

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TODO PEQUEÑO

Nueva York, 24 enero


Me sorprende y me ofende -por cuanto pertenezco a esa especie- el humilde contentamiento de los hombres. Hablan a cada momento de grandezas -the biggest in the world- y luego se descubre que les parece inmensa cualquier modesta pequeñez. Falta, absolutamente en todos, el sentido de lo gigantesco. Discurren como Sansones y operan como Tom Pouce.

Una estatua alta de sesenta metros parece, a sus ojos un coloso; una casa de ciento cincuenta, un desafío al cielo; una torre de trescientos, un portento único; un puente largo de mil metros, un triunfo del genio humano. Una ciudad donde viven seis o siete millones de hombres -es decir, cien veces más desierta que ciertos hormigueros- hace el efecto de una metrópolis inmensa, y un pueblo de cien millones parece interminable. Nunca he visto pobres tan en éxtasis ante las obras de empresarios tan mezquinos. Cuando me encontré por primera vez al pie de la torre Eiffel no pude menos de reír. Aquella desgarbada jaula de hierro mohoso, que parece un juguete para ingenieros, abandonado cerca de un riachuelo, ¿era verdaderamente la más alta construcción de la Tierra? Hay que avergonzarse de ser hombre y haber nacido en este siglo.

San Pedro de Roma es, según dicen, la más vasta iglesia del mundo, y por lo menos tiene, como vestíbulo, una plaza que podría ser el modelo reducido de alguno de mis sueños. Pero si uno entra en las naves queda desilusionado. ¿Es esto todo? En pocos pasos se llega bajo la cúpula; no quiero decir que sea fea, ya que los especialistas en arquitectura la admiran, pero las dimensiones son increíblemente míseras. Si el Emperador del Mundo -que un día u otro reunirá bajo su dominio las pequeñas provincias llamadas hoy reinos y repúblicas- se fabricase un palacio real digno de él, una cúpula como la de Miguel Ángel podría, todo lo más, ser la bóveda de un atrio de servicio. Y en lo que se refiere al Coliseo, sería, imagino, un pequeño patio de paso a las cocinas.

Tal vez los babilonios y los egipcios tenían algo más que nosotros, la fantasía de lo grandioso, aunque hay que desconfiar de las ruinas que pueden ilusionarnos. Pero los modernos -que poseen medios y mecanismos muy superiores a los antiguos-deberían hacer mucho más y no abrir la boca a la vista de los mezquinos intentos de nuestros arquitectas micrómanos.

Ninguno tiene una imaginación digna de nuestra calidad de monarcas del planeta Se tendría, por ejemplo, que recomenzar la torre de Babel, abandonada, por una vil superstición, hace miles de años. Un torreón de mil metros, que rebase la zona de las nubes y permita contemplar todo un Estado entero a sus pies, no sería empresa imposible para nuestros constructores.

Hace ya cerca de cuatro siglos que Miguel Ángel tuvo una idea verdaderamente digna de un hombre: la de excavar una montaña y convertirla en una estatua gigante. Nadie le escuchó ni le ayudó, pero yo sostengo que aquella obra, aunque no realizada, es la verdadera obra maestra de Buonarrotti. En los Alpes Apuanos hay todavía un monte de mármol que se prestaría óptimamente.

¿Y quién piensa en tender un puente verdaderamente digno de la potencia humana: esto es, entre Europa y América? Los técnicos interrogados por mí lo consideran factible: se trata únicamente del coste del tiempo y la audacia. Pero mis contemporáneos son de una timidez que asquea. Una vía imperial, ancha de doscientos metros, larga de doscientos kilómetros, bordeada de millares de estatuas colosales de los más grandes genios del mundo, que atraviese una verdadera metrópolis de al menos treinta millones de habitantes, parecería a estos pigmeos acomodaticios un sueño absurdo.

Se contentan con admirar las naves de dos o trescientos metros de largo que transportan lentamente, a través de los mares, algunos millares de vivientes. Pero la nave a la medida de nuestro tiempo debería ser una verdadera y propia isla, con jardines plantados en tierra verdadera, con calles y palacios, y destinada, no a andar de aquí para allá, de un continente a otro, sino a hacer posible la carrera seguida de todos los continentes. Las naves de hoy no son más que barcazas y vapores, que harán, dentro de un siglo, el mismo efecto que nos hacen las diligencias de cien años atrás.

Por ahora, únicamente las palabras son de titán, pero nuestras obras son de hormigas y de topos. Incluso las termitas nos pueden dar lecciones de grandeza. El hombre moderno, a pesar de su jactancia, piensa como Gulliver y no se da cuenta de que vive a nivel de Liliput.




LA CÁTEDRA DE FTIRIOLOGIA

New Parthenon, abril


Cuando los periódicos anunciaron que instituiría a mi costa, en la Universidad de W., una cátedra, a condición de que se enseñase en ella una «materia no contenida en ningún programa de ninguna escuela superior del mundo», recibí al menos unas cincuenta cartas donde se me proponían las ciencias más extraordinarias e impensables. Copio en este Diario, como dato, la que me ha gustado más.


«Señor:

»Su generoso propósito de fundar una cátedra para una ciencia no enseñada en ningún lugar, podrá finalmente permitir la autonomía legítima a la disciplina que, desde hace largos años, cultivo con infatigables e ignoradas investigaciones y que es hasta ahora injustamente considerada como un simple capítulo de la entomología o, peor aún, de la parasitología.

»Se trata, como tal vez ya ha adivinado, de la Ftiriología, o ser la verdadera "Ciencia de los piojos, en la que fui iniciado durante la guerra, en el «British Museum» de Londres, por el célebre W. N. P. Barbellion. Él, sin embargo, consideraba todavía a los piojos únicamente bajo el aspecto zoológico mientras que yo, habiendo ensanchado considerablemente el campo del estudio pedicular, puedo afirmar que he fundado como ciencia independiente la Ftiriología, la cual es el primer ejemplo por mí conocido de aquella que se podría llamar zoología histórica, moral y estética.

»Mientras que los antiguos zoólogos no se preocupan más que de la descripción de los animales y de sus costumbres, yo estudio su significado y su influencia en las vicisitudes humanas y en el arte. En el caso de la Ftiriología no me limito a observar diligentemente las cuarenta especies, dividida: en seis géneros, que forman la familia de los Pediculidae (orden de los Amípteros), sino que contemplo y resumo, con el auxilio de innumerables datos trabajosamente reunidos, el papel que el Piojo ha representado en el multiforme historial de la Humanidad.

»Usted sonríe, tal vez, al oírme decir que una bestia tan pequeña y tan poco amada tiene un puesto, y no de los pequeños, en la historia universal. Para hacérselo ver -y también para darle una idea de mi preparación para la cátedra que espero desempeñar- me permito exponerle rápidamente la materia de mis futuros cursos.

La Ftiriología se puede dividir en cuatro partes principales: 1. El Piojo como familia zoológica. 2. El Piojo en la historia política. 3. El Piojo en la historia religiosa. 4. El Piojo en la literatura y en el arte.

»Omito la primera parte, que no presenta muchas novedades, y paso a las demás. No desconocerá usted que una especie particular de Piojos produce una enfermedad de la piel llamada ftiriasis, que es mortal. De esta horrible enfermedad han muerto muchos personajes célebres de la antigüedad y de los tiempos modernos. Acasto, el intrigante de Peleo; Callistenes de Olinto, que conspiró contra Alejandro Magno; Ferecidas de Siro, maestro de Pitágoras; el poeta Alemano; Mucio el legislador; Antíoco IV Epifanes, famoso por sus locuras y crueldades; Sila el dictador; Enno, jefe de la terrible guerra servil de Sicilia; Herodes el Grande, parricida, el de la matanza de los Inocentes, y los emperadores Arnolfo y Maximiliano.

»Si. recuerda las biografías de estas víctimas ilustres de la ftiriasis se dará cuenta de que la mayor parte de ellas «se distinguieron sobre todo por su crueldad»: basta el ejemplo de Sila y Herodes. Y no creo equivocarme al afirmar que, en la historia humana, el Piojo representa la parte honrosa del Justiciero. Quien mata a sus semejantes es muerto por los Piojos.

»Pero no se detiene aquí la injerencia del Piojo en las vicisitudes humanas. Narra Saint-Gervais, en su Histoire des Animaux, que en Aremberg, en la Westfalia, se procedía a la elección del potestad de la siguiente manera: todos los candidatos se sentaban en torno de una mesa con la cara inclinada, de modo que todas las barbas tocasen en la tabla. En medio de la mesa se ponía un piojo, el cual, después de haber girado en torno, acababa por saltar a una de las barbas. El propietario de la barba elegida era proclamado potestad.

»Pasando a la historia religiosa, citaré solamente que, según José Flavio2, los kinnim, que fueron enviados por Dios como tercera plaga contra los egipcios, eran Piojos, lo que confirma mi teoría que hace del Piojo el castigador de los crueles. Y los talmudistas hebreos, tal vez como agradecimiento póstumo, decretaron que en el día del sábado matar un Piojo es tan grave como matar un camello.3

»En la India un bracmán ponía todos los años, con solemne rito, un Piojo en la cabeza de los devotos que deseaban consagrarse a la virtud de la paciencia. Cuentan también los historiadores de México -y lo refiere Bingley en el tercer volumen de su Animal Biography- que Hernán Cortés encontró en el tesoro de Moctezuma algunos saquitos de Piojos, fruto de un tributo religioso de los antiguos aztecas. No dejaré de recordar los Piojos que habitaban, sin ser molestados, en el cuerpo de Benito Labre, beato francés del siglo XVIII.

»Materia abundantísima ofrece la cuarta edición de la Ftiriología, pero no quiero abusar de su paciencia.

»Me contentaré con recordarle la oración a la muerte de un Piojo de aquel divertido Ortensio Lando4, el Elogio del Piojo del célebre Daniel Heinsius5, y el famoso soneto de Antón María Narduci, poeta italiano del Seiscientos, el cual describe de la siguiente manera los Piojos que se pasean por la cabellera rubia de su amada:


Sembran fere d'avorio in bosco d'oro le

fere erranti onde si ricca siete6.


»Pero los franceses modernos tampoco se quedan atrás. Si ha leído los Chants de Maldoror del conde de Lautréaumont, recordará la maravillosa visión del Piojo que se halla en el segundo canto. No puedo resistir la tentación de recordar el principio:


»Il existe un insecte que les hommes nourrissent á leur frais... lis ne lui doivent rien; mais ils le craignent... Aussi fautil voir comme on le respete, comrne on le place en haute estime au-dessus des animaux de la création. On luí done la tete pour tróne. et lui, accroche ses grif fes á la racine des cheveux avec dignité. Plus tard, lorsqu'il est gras et qu'il entre dans un áge avancé, en imitant la cos turne d'un peuple ancien, on le tue, afín de ne pas lui f aire sentir les atteintes de la vieille7.


Pero la obra maestra inspirada por el Piojo es ciertamente la poesía lírica de Arthur Rimbaud, titulada justamente Les chercheuses de poux. ¿La conoce?

»...leurs doigts électriques et doux

font crépiter, parmi ses grises indolentes,

sout leur ongles royaux la mort des petits poux.8


»Esta poesía se puede parangonar, en un arte diverso, con el admirable cuadro de Murillo, Muchacho que se despioja, que habrá visto en el Louvre. A menos que no quiera dar la primacía al célebre poema de Robert Burns. titulado precisamente Sobre un piojo, donde no falta vigor burlesco del estro.9

»Pero no quiero fastidiarle más. Estos rápidos apuntes le habrán persuadido de que la Ftiriología, ciencia fundamental y primordial para la interpretación de la naturaleza, de la historia y del arte, merece tener una cátedra propia en la gloriosa Universidad de W. Añado que esta ciencia no es enseñada, que yo sepa, en ninguna escuela de Europa ni de América y que yo soy el único, en todo el mundo, que se haya dedicado únicamente a su estudio.

»Esperando una contestación favorable, le ruego me crea sinceramente su servidor.


Dr. Prof. Josiah Kunigrund.»




PAIDOCRACIA

Nueva York, 2 septiembre


Hubo un tiempo, según cuentan, en que los ancianos mandaban. Monopolio del culto y del poder: gerontocracia. Ahora nos hallamos en plena paidocracia. Dominan en todo los muchachos. Son ellos los que dan color e impulso a la civilización. Nos hallamos en manos de los menores.

Basta con mirar. Los gustos de la infancia se han convertido en los de la mayoría. Comenzando por la literatura. El libro más afortunado de estos últimos tiempos, en Francia, es el Diable au corps, de Radiguet, escrito por un adolescente; y en Inglaterra, The young visitors, de Daisy Ashford, compuesto por una muchacha, más bien una niña, de nueve años.

¿Por qué, nunca como ahora, el género literario más fecundo y más editado es la novela, género del que durante tantos siglos el mundo ha prescindido? Porque los hombres ahora se han vuelto niños y quieren oír contar historias. Entre los cuentos de la abuela, por ejemplo, y las novelas de Branch Cabell o Garnett, no hay, en el fondo, más que una diferencia de nombre. El surrealismo y el dadaísmo renuevan el incoherente balbuceo pueril.

En, la pintura, los modernísimos dibujan como los niños; han vuelto al sintetismo ingenuo y malgarbado de las figuras que se encontraban antes en los cuadernos de la escuela o en las paredes de las letrinas. El douanier Rousseau, tan admirado ahora, es uno que imagina y colorea como un muchacho de diez o doce años.

La misma .transformación en las diversiones. Los griegos antiguos buscaban su alegría en la tragedia, que exigía. para ser gustada, reflexión y cultura. Hoy no sólo los muchachos, sino también los hombres y las mujeres de toda edad, se precipitan al cinematógrafo, que no es otra cosa, al fin, que la antigua linterna mágica, delicia de los muchachos de antes, perfeccionada. Ningún esfuerzo intelectual se exige a los aficionados a los films; lo que es propio del adulto, la inteligencia, es puesto aparte. Todas las diversiones hoy populares son más visibles que espirituales y, por lo tanto, infantiles.

Una de las pasiones del muchacho que juega es la competición; ser el «primero». Los hombres, en nuestros días, han introducido esta manía infantil en todas las cosas: en las más insignificantes y en las más graves. Batir un récord es hoy el ideal de todos; el de los antiguos era la sabiduría, la paz, la renuncia.

La manía del deporte es otro síntoma; casi todos los deportes no son nada más que viejos juegos infantiles adaptados a los mayores y hechos más solemnes por la publicidad y la especulación. Los muchachos dicen: hacer carreras, jugar a la pelota, jugar con los puños; los adultos dicen: pedestrismo, fútbol, boxeo, etcétera…

¿Y las máquinas más difundidas y más amadas no son tal vez juguetes agigantados y hechos peligrosos? No digo las máquinas que producen realmente un trabajo, sino las que usan todos: el automóvil el gramófono, la radio. De cien personas que van en automóvil, tal vez únicamente diez lo adoptan por necesidad: para los otros es un juego, un pasatiempo, una diversión. Un juego para adelantar a los demás coches, el pasatiempo de la velocidad la diversión de la fuga y del torbellino... Muchachadas.

Este infantilismo progresivo se encuentra incluso en la filosofía. A la razón, a la dialéctica -cualidad y fuerza del hombre maduro-. sustituyen siempre el estro, el inconsciente, la intuición; en suma lo irracional, propio del espíritu del muchacho.

El comercio del muchacho se funda todo en el cambio, y con el cambio entre mercaderes (grano contra utensilios) hemos vuelto al país que se imagina hallarse a la vanguardia del progreso humano: Rusia. Los cambios que he visto en los mercados clandestinos de Moscú se parecían exactamente a los cambios de los antiguos escolares.

Las mujeres, siempre las primeras en darse cuenta de dónde sopla el viento, han comprendido ya lo que se debe hacer y en todo buscan parecerse a los jovencitos. El ideal de la mujer antigua era la matrona; el de la moderna, el efebo.

Y se me ocurre que la palabra presbítero viene de «présbite» y quiere decir «viejo». La civilización moderna, con su tendencia a la hegemonía de los impúberes, ¿será tal vez la contraposición del sacerdocio?

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Mr. Mxyzptlk
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Mensaje por Mr. Mxyzptlk »

LA COLECCIÓN DE GIGANTES

Nueva Orleáns, 15 octubre


No me gustan las colecciones que todos hacen. Los big businessmen, que van a adquirir en Europa las dudosas pinturas de Botticelli y de Van der Meer, y los colores y los marfiles de una aristocracia en liquidación, me dan asco.

A civilización nueva, colecciones nuevas. La primera que he deseado hacer, desde que he tenido medios, ha sido una colección de gigantes. Siendo muy joven vi en San Francisco un gigante negro que se exhibía en los bares con un papagayo verde, vivo, sobre la crespa peluca. No decía palabra, pero sus ojos hablaban por él. Nadie le daba nada: mi cent le hizo sonreír un momento como un muchacho sediento que ve una naranja. Desde aquel día sentí siempre una gran simpatía hacia los gigantes.

Pero me ha sido necesario casi un año para reunir mi colección. Mis agentes dispersados por las varias partes del mundo, los directores de los circos y de los teatros, no han sido capaces de proporcionarme más que diecisiete; dieciséis machos y una hembra.

En una pradera de la Luisiana, en la orilla del Red River, no lejos de Col fax, había hecho preparar una aldea para ellos, fabricada a propósito con casas de madera altas como torres: una casa para cada uno.

Una barraca más grande, para simplificar la vida estaba destinada a cocina y refectorio; dos gigantes, por turno, debían ..encargarse de los servicios de boca. Una mañana sí y otra no, un camión traía de Colfax los víveres para la colonia. La pradera tenía una extensión de cien acres y se hallaba cerrada con vallado de espino para alejar a los curiosos Los gigantes estaban allí para mí solo, no para hacerlos ver a los muchachos y a los vagabundos.

Los trataba bien. No sólo eran alimentados, alojados y vestidos, sino que recibían todos los meses, cada uno, trescientos cincuenta dólares. La aldea venía a costarme, sumando todo, 73.000 dólares al año. Pero nadie, en el mundo, podía alabarse de poseer semejante colección.

Pero al terminar las primeras semanas comenzaron las dificultades. Mis gigantes eran de razas diversas y no se entendían entre sí. Tres o cuatro únicamente hablaban inglés. Había dos noruegos, tres rusos, un negro, cuatro alemanes, un italiano, un chino, un sikh de la India, tres australianos, un canadiense. La mujer era una india del Norte, el único ejemplar encontrado en los Estados Unidos, esta fue, aunque fea, una de las principales causas del desastre de mi colección: todos la cortejaban y cada uno se hallaba celoso de los otros quince cortejadores, a pesar de que la brava Jiquilpan fuese enemiga, por sistema, del matrimonio.

Pero el gran peligro era el aburrimiento. Estos colosos arrancados de sus países, de la familia, de la vida vagabunda y que no conseguían hablar entre si -bien porque no se entendiesen o porque se detestaban-, no sabían cómo pasar los días.

Cuando iba a la aldea los encontraba separados, inmóviles, silenciosos. La mayoría se hallaban tendidos sobre la hierba, a la sombra de algún árbol, estirados, envueltos en harapos, roncando o bostezando. Otros se hallaban metidos en casa, adormecido, o masticando; alguno jugaba a las cartas o se hallaba sentado a la puerta, meditabundo, con los brazos colgando hasta tocar el suelo. Un tufo de fastidio y de spleen pesaba sobre aquel campamento de fuerzas desperdiciadas. A veces los rusos cantaban, en voz baja, las melopeas melancólicas de su país; los alemanes mataban el tiempo en un huerto improvisado; la mujer, con su nariz ganchosa, se hallaba inclinada remendando sus inmensas camisas.

Todos aquellos miembros gigantescos en ocio, aquellas grandes bocas mudas, aquellos brazos infinitos desocupados, aquellos vastos cuerpos sin movimiento y sin un objeto, daban la impresión de agria tristeza y casi de un confuso espanto.

Los gigantes no son, generalmente, inteligentes y mucho menos intelectuales. No he visto jamás uno que leyese: sus ojos eran despiertos, opacos, brumosos de nostalgia y de melancolía. Ninguno reía, exceptuando el negro cuando la campana llamaba a la comida.

Por la noche, aquellas largas sombras que se bamboleaban inciertamente en el prado, cansadas de no haber hecho nada, causaban repulsión. Parecía que se trataba de una colonia de idiotas o de monstruos.

Conmigo hablaban de mala gana y únicamente si les interrogaba. Un día encontré en la ribera de) Red River a uno de mis pensionistas el menos embrutecido de todos, el italiano. Se halla sentado sobre la arcilla y contemplaba en torno suyo la vida de los pequeños animales del campo; las mariposas moteadas de negro que se columpiaban sobre las flores, una lagartija agarrada al suelo con la cabecita alta, una araña color de tabaco que chupaba lentamente una mosca, un grillo de color de arena que saltaba entre los hilos de hierba. Le pregunté si estaba contento de hallarse allí.

-Me consuelo como puedo -me respondió-. Usted es muy amable, señor Gog, pero ha conseguido inventar una bella tortura...

-¿Sufre? ¿Por qué? ¿Le falta algo, tal vez?

-Me falta la única cosa que puede consolarnos de la desgracia de ser gigantes: la compañía, la vista, la admiración de los hombres más pequeños que nosotros. Piense que casi todos íbamos a través del mundo, quién de teatro en teatro, quién de los circos a los barracones, en medio de la curiosidad de los hombres de baja o de mediana estatura. Cada uno de nosotros era el centro de mil miradas, era una excepción, era alguien. El ponernos usted todos juntos, todos gigantes, ha sido ciertamente una idea original, pero, para nosotros, una desgracia. El gigante, como cualquier otro hombre, tiene necesidad, para vivir, de ser admirado por alguien, de ser superior a alguien. Aquí todos somos iguales, todos de más de dos metros, y no podemos ciertamente admirarnos el uno al otro. De este modo sentimos repulsión hacia nuestros compañeros e incluso odio.

»Tenemos necesidad de inferiores, de espectadores. de curiosos, de extranjeros; del muchacho que nos mira estupefacto, del enano que hace de bufón entre nuestras piernas. Aquí todos somos gigantes, por eso todos somos infelices. Para olvidar, me alejo de los otros y vengo aquí a contemplar, en la soledad, estos animalitos que me restituyen, por un momento, el sentido de mi estatura y de mi diversidad. Pero los insectos no se parecen bastante a los hombres. Le aseguro, señor Gog, que si no nos licencia, los más valerosos se escaparán y los otros se volverán locos.

La profecía del italiano se ha cumplido. En la aldea de los gigantes, después de siete meses, no había quedado más que la sensata Jíquilpan y un alemán testarudo que se había metido en la cabeza casarse con ella.

Diez habían desaparecido, dos o tres cada vez, sin decir nada. Los otros se habían puesto enfermos y tuve que expedirlos, como decía el contrato, a su país de origen. Mi colección se había liquidado. Es el destino de todas las colecciones de seres vivos, incluso de aquellas, esparcidas sobre la Tierra, que se llaman razas o familias.




EL ALMA DE LA HERENCIA

New Parthenon, 22 enero


Una aventura olvidada ha resurgido para atormentarme. Hace muchos años, cuando estaba todavía metido en negocios uno de mis socios, George Sprughill. se suicidó. El mismo día que los periódicos anunciaban el suicidio recibí una carta suya, extrañísima. Me decía que se había dado cuenta, desde hacía algún tiempo, de que estaba a punto de volverse loco y que antes que verse convertido en un desventurado demente, prefería la muerte. Añadía que la heredera de todos sus bienes era su mujer, pero que a mí me dejaba -y aquí comenzaba la extravagancia- su alma.

«Mi mujer -escribía-, siendo mujer no sabría qué hacer con ella, y no tengo hijos a quien transmitirla. Tú eres el único que tiene derecho a una manifestación de agradecimiento porque eres el único que no me abandonaste en momentos difíciles. Me he dado cuenta de que un alma sola no basta al hombre: le faltan siempre ciertas inclinaciones, experiencia, habilidad. Con dos almas podrás superar a los demás y a ti mismo. Te ruego que no desprecies la mía y que la trates con cuidado..

Aunque la muerte del pobre George no me producía ningún placer -tenía necesidad de él, precisamente en aquellos días, para una maniobra importante que nos hubiera permitido apoderarnos de una compañía ferroviaria-, no pude menos que reírme. No di importancia a la fantástica herencia: era una confirmación de la locura amenazante Metí la carta en la carpeta de los documentos curiosos y no me acordé más de ella.

Pero desde hace algún tiempo me siento turbado por algo nuevo que sucede dentro de mí. No puedo decir que mi carácter haya cambiado, pero hay en mi espíritu una fermentación de novedad cuyo origen no es claro. No experimento la impresión de cambiar o de perder, sino de enriquecerme. Me ocurre que acojo con indulgencia pensamientos que antes habría rechazado con desprecio y no se me hubieran ocurrido nunca: comienzan a gustarme ciertas formas, ciertas fantasías, ciertos refinamientos que antes ignoraba y no me preocupaban.

Hace unos días, al pronunciar una frase a propósito del verano, me vi de pronto ante George Springhill: recordé entonces que era una de sus frases familiares. George, siendo joven, escribía versos -y esto explicaba, en opinión mía, su predestinación a la locura-, y ahora me doy cuenta de que me gusta cada vez más leer a los poetas. Sentía también una fuerte pasión por la música, y yo, que antes no podía soportar todo lo que no fuese las canciones de los gramófonos, siento ahora la necesidad de escuchar de cuando en cuando algo de Mozart y de Schumann. También mi imprevista curiosidad por las religiones me recuerda a George, que había sido swedenborgiano y quería, una vez, introducirme en una logia teosófica.

Era un espíritu ardiente, apasionado en exceso. Incluso a los negocios había llevado una especie de frenesí romántico que muchas veces ayudaba al éxito de una empresa -las grandes razzias industriales no se hacen sin un poco de imaginación y de empuje-, pero que otras acarreaba grandes pérdidas. Algunos momentos siento en mí oleadas de ardor sin objeto, de simpatía imprevista, de impaciencia por arriesgarme, que me recuerdan, no sé por qué, a mi amigo muerto.

He vuelto a leer su última carta: es indudablemente la carta de un lunático. Es incierto que el alma exista después de la muerte y, si existe, es claro que el hombre no puede disponer de ella, destinada como está a otro mundo, a un destino propio. ¿Cómo explicar entonces esta eflorescencia de sentimientos nuevos en mi espíritu, esta semejanza progresiva entre mi alma de hoy y la del suicida?

Hoy, por ejemplo, me he sorprendido leyendo con mucho placer el Zarathustra, de Nietzsche, y he recordado que ese libro era un libro preferido de George. La primera vez que me habló de él di una ojeada a algunas páginas y no comprendí nada. Incluso me maravillé de que un businessman pudiese perder el tiempo en ciertas lecturas estrafalarias. Ahora, en cambio...

La razón me advierte que desatino. No he aceptado nunca aquella herencia. No sabría qué hacer con ella. No la quiero. Pero ciertos hechos, innegables e inexplicables, me inquietan...




EL VERDUGO NOSTÁLGICO

New Parthenon, 9 diciembre


Mi pobre Tiapa no se encuentra bien. Sufre de amor propio concentrado. La inacción le humilla. En vano le permito, de vez en cuando que degüelle una cabra. un cerdo, un becerro. Todos los volátiles destinados a la cocina mueren en sus manos, pero hay que ver con qué rabiosa tristeza retuerce el cuello a los gallos y a los pavos.

Lo comprendo: imagino lo que experimentaría un Ford condenado a fabricar automóviles para niños y no más de dieciséis al día. Por otra parte, Tiapa es viejo y no podría ejercer su antigua profesión. Durante cuarenta años seguidos este robusto indio fue verdugo en México y en otros países de América y Asia, pero ahora ya no tiene la fuerza y la precisión de antes, y ningún Gobierno le tomaría a su servicio. Y este hombre, que ha quitado la vida a millares de hombres, ya no sabría cómo ganar la suya si no hubiese sido recogido el año pasado en mi casa. Los verdugos no son previsores, y dado su escaso número, no poseen siquiera un trade-union profesional.

Tiapa no ha sido ni un ejecutor vulgar ni un tímido y gélido funcionario de la justicia. Era un apasionado, un entusiasta, un artista. Ha sido, creo, el último verdugo de puro estilo de nuestros tiempos.

Verdugo por vocación. Su adagio preferido es «Las espaldas han sido creadas para los bastones y los árboles para ahorcar». Esta apasionada naturaleza suya se reveló plenamente en el motivo que le hizo abandonar la profesión. Un joven asesino, en el país donde era verdugo, fue indultado, pero rechazó el indulto. Se lo entregaron: el reo, satisfecho, saludó a su ejecutor y le estrechó la mano. Pero todo esto irritó extrañamente a Tiapa. «Mientras se retuercen y se defienden, todo va bien -dijo-, pero yo no quiero ser cómplice de un suicidio.. Y se negó a cumplir su misión, por lo que fue licenciado antes de tiempo.

-Europa -me decía- ha perdido el secreto de matar. La adopción de los medios mecánicos es el síntoma de una decadencia del arte. La guillotina es rápida, pero demasiado geométrica e impersonal El fusilamiento es el triunfo de lo superfluo, un derroche inútil. Sin contar que los fusiles, ennoblecidos por la caza y la guerra, no deberían ser adoptados para los delincuentes. Los Estados Unidos, con la silla eléctrica, han caído en el máximo de la abyección. La electricidad, la fuerza más espiritual de la Naturaleza, la que da luz y alas, ¡envilecida hasta el punto de asesinar a los asesinos! Los ingleses, que han conservado la vieja horca, son más lógicos y respetuosos, aunque la horca sea, desde otro punto de vista, un medio demasiado incoloro y primitivo; diré, incluso, demasiado ingenuo. En Europa, para decir la verdad, hay solamente dos pueblos que tienen una cierta originalidad en la elección de los suplicios: España y Turquía. El garrote y el palo se salen un poco de lo vulgar y constituyen un castigo más severo que lo acostumbrado, pero palidecen ante los antiguos hallazgos del arte. Y considere que los turcos no son ciertamente europeos, sino de raza mongol y están casi excluidos en Europa.

»La Edad Media ha sido, para el mundo blanco, la gran época del homicidio legal. La rueda, la lapidación y el descuartizamiento eran operaciones refinadas y que exigían una cierta habilidad. Pero los antiguos no se quedaban atrás. El suplicio de Mesenzio, aunque poco usado, era generalísimo, y la idea de Nerón de transformar los cuerpos humanos, con pez, en antorchas vivientes, no merecía ser abandonada. El fuego, para mí, es uno de los más perfectos instrumentos de la justicia. Nada iguala, desde el punto de vista del aniquilamiento total, a una pira bien preparada, hecha de leña resinosa y bien aireada. Tiene algo de clásico, de poético, de grandioso que place a los ojos de la fantasía. Los suplicios que han quedado más profundamente impresos en la memoria de los hombres son aquellos en los que presidió la llama. Las parrillas de San Lorenzo, la pira ardiente de Juana de Arco, las hogueras de Savonarola: grandes páginas de heroísmo y de historia.

»No quiero afirmar con esto que el hacha no tuviese también sus méritos. Creaba una relación directa y diré casi íntima entre el verdugo y el condenado. Cercenar una cabeza de golpe no podían hacerlo todos. Se requería una vista óptima y un brazo seguro. Y cuando se trataba de personajes de alta categoría, como reyes y otros análogos, había el peligro de la sugestión y del temblor. El sentimiento, en nuestros oficio, es una gran desventaja.

»No comprendo por qué, desde hace tantos siglos. ya no se usa la crucifixión: era un suplicio bastante largo, bastante doloroso y sobre todo estético. Hoy se tiene demasiado poco en cuenta la estética. Las ejecuciones, especialmente en Europa, se hacen hoy en los patios de las cárceles, casi sin nadie. furtivamente, como si la justicia humana se avergonzase de sus sentencias. Para mí este modo de obrar es un misterio. O los jueces creen que el condenado merece verdaderamente la muerte, y entonces deberían circundar esta muerte de la mayor solemnidad, o tienen dudas sobre la legitimidad de su derecho sobre la vida humana, y entonces no deberían condenar a muerte a nadie.

»He realizado muchos viajes por el mundo con objeto de perfeccionarme en mí arte, y debo confesar que, incluso en eso, Asia puede dar lecciones a todos. No aludo a los hebreos: como no tuvieron arquitectura, ni escultura, ni pintura, no conocieron tampoco la técnica de la pena capital. Usaban la lapidación; pero el tirar piedras es diversión de muchachos, indigna de hombres verdaderos. Y fíjese en que todos podían tomar parte en aquel vil suplicio democrático: no existía, en la antigua Judea, el empleo fijo de verdugo. El único hebreo que demostró un rudimento de fantasía fue el rey Manasés, el cual, según cuentan, hizo atar al profeta Isaías entre dos tablones y los hizo aserrar.

»Otro genio demostraban los egipcios y los asirios Cuando un pueblo se rebelaba los reyes de Babilonia hacían desollar a los culpables y con sus pieles tapizaban las murallas de la ciudad insurreccionada. Estas tradiciones pasaron a los mongoles, pero Tamerlán es más famoso por la cantidad que por la calidad de los suplicios. Era un mercader al por mayor, pero no un refinado. Las pirámides de cabezas que quedaban aquí y allá. como recuerdo de su paso, no dejaban de tener cierta belleza, pero los modos de matar eran más bien comunes y despreciables. La verdadera patria de nuestro arte es China. En el viaje de instrucción que hice al Celeste Imperio, hace ya muchos años, cuando era todavía joven, pude asistir a alguno de los suplicios clásicos de aquel país tan exquisitamente civilizado. Pero había comenzado ya la decadencia y me dicen que ahora, con la República, las cosas van todavía peor. ¡Hasta quieren imitar a los europeos y se rebajan incluso al fusilamiento!

»Una sola vez en una ciudad de la provincia de Kuang-Si, pude ver el "suplicio de los cuchillos", que para mí es una de las obras maestras de nuestra profesión. Por lo menos es el que me ha dejado una impresión más profunda: merece ser visto. Quizá no sabe en qué consiste. El condenado aparece atado a un palo y delante de él se halla el verdugo con una especie de cesto cubierto con un paño De cuando en cuando el ejecutor mete la mano en el cesto, sin mirar, y saca un cuchillo, lee la palabra que se halla grabada en la hoja y, según lo que ve escrito, opera. En el cesto hay tantos cuchillos cuantas son las partes del cuerpo y cada uno lleva su inscripción correspondiente En el primero que cogió el verdugo debía de hallarse «pie derecho», porque fue el primer miembro que vi cortar al paciente. Luego vi sucesivamente cortar la oreja derecha, las nalgas, la mano izquierda, la pierna derecha, el labio superior, los dos senos y el brazo manco. El paciente no gritaba, apenas gemía. Tal vez se hallaba desmayado. Me dijeron que las familias de los condenados. cuando son ricas pagan una gran cantidad al verdugo para que saque pronto el cuchillo donde se halla escrito "cabeza" o "corazón", con objeto de frustrar las intenciones del inventor y abreviar la ejecución. Pero aquella vez debía de tratarse de un malhechor pobre, porque sólo al final le fue cortada la cabeza. Si los requisitos esenciales de la pena deben ser la duración y la variedad del tormento, me parece que el primer lugar debe ser concedido al de los cuchillos. Me hice amigo de aquel verdugo: era un bello anciano con la perilla blanca y muy amable. Me dijo que aquel suplicio estaba casi pasado de moda y que se podía emplear, con la tolerancia de las autoridades locales, solamente en pequeñas comarcas de provincias. Me confesó que también en China el arte del verdugo era ya poco apreciado y buscado y las sutilezas del oficio estaban a punto de perderse. Sus lamentos me vienen a la memoria hoy en que la decadencia es ya universal y manifiesta. Únicamente en ciertas regiones de América y del Asia Central se encuentran artistas de la muerte que realizan con amor su trabajo y que no han perdido del todo las buenas tradiciones. Y yo que estoy hablando y que puedo alabarme de tener en mi carrera casi dos mil ejecuciones realizadas con perfección y con todos los sistemas, me veo reducido a vegetar en las cocinas y a contentarme, para pasar el tiempo, con quitar la vida a vulgarísimos animales.

Una vez le pregunté qué sensaciones experimentaba, en sus buenos tiempos, durante una ejecución y si no había sentido nunca repugnancia o remordimientos por el horrible oficio a que se dedicaba. Me miró sonriendo.

-¿Remordimientos? ¿Repugnancia? ¿Por qué? Ante el condenado no sentía la impresión de tener delante a un vivo, sino a un muerto. Desde el momento en que la sentencia había sido pronunciada, aquél se hallaba vivo sólo por tolerancia y por razones burocráticas. Había sido ya borrado legalmente del mundo de los vivientes y yo podía proceder a mi obra con la misma frialdad que tienen los médicos cuando descuartizan y despellejan un cadáver. El verdadero autor de la muerte, para mí, es el juez; yo no era más que un instrumento, como el cuchillo o la cuerda. ¿Por qué tenía que tener remordimientos? Si hubiese dependido únicamente de mí, no hubiera matado ni siquiera a una araña. Era el Estado quien me entregaba un cadáver viviente y me ordenaba que desembarazase a la Tierra de su presencia. Y luego la mayor parte de los ajusticiados eran asesinos y yo no les hacía nada más que lo que habían hecho a otros, que eran inocentes.

-Confiese, sin embargo, que el oficio le gustaba y que satisfacía su afición natural a la sangre.

-¿No es esto un mérito? -replicó Tiapa-. Nadie puede ejercer honrada y valientemente un arte si no lo ama. Y en lo que se refiere al amor a la sangre, ¿qué mal hay en ello? Si nació conmigo, yo no soy responsable. Todos siguen sus propias inclinaciones. Los pintores pintan porque les gustan los colores y las formas, el astrónomo estudia porque prefiere los números y las estrellas. ¿Por qué ha de parecer extraño que un verdugo mate porque le gusta la sangre? No comprendo el prejuicio de los hombres contra el verdugo. Si no queréis verdugos suprimid la pena capital; los jueces no la aplican seguramente para dar gusto a los ejecutores. Y si no queréis suprimirla, dad gracias a Dios de que nazcan hombres dispuestos a dedicarse a esta profesión y honradlos como conviene.

-Pero esta nostalgia que usted sufre ahora, ¿no le parece algo sucio, feo?

-Pruebe -contestó triunfalmente Tiapa- de hacer cuarenta años de verdugo y luego hablaremos. Las cabezas me faltan como al escultor paralítico el barro y los palillos; sufro como sufriría un violinista al que hubiesen cortado las manos. Mi malestar es una prueba del amor inextinguible que he sentido siempre hacia el arte. Pero los puros artistas fueron siempre mal comprendidos y calumniados.

Y una lágrima, una verdadera lágrima, descendió del ojo derecho del viejo Tiapa.

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