Redneckensson escribió:No he leído El escarabajo, pero si está implicado Aristófanes como personaje supongo que su participación girará en torno al buen y viejo chiste de pollas y/o pedos. Ilústrame.
Bueno, realmente la perversa que andaba acordándose del capítulo era yo. Al mencionar a Mujica, se me vino a la mente:
Spoiler: mostrar
Pues creo que va a gustarte. Hace tiempo estuve buscando alguna mención por el foro sobre alguna de sus novelas y me resultó extraño que nadie hubiera hablado de él, o de Bomarzo, por ejemplo. Yo disfruté muchísimo leyéndole. Además sus obras contienen una labor de documentación verdaderamente sorprendente y esto no puede atreverse a discutirlo nadie. Aquí, pienso, no hay me gusta o no me gusta y tal, no, aquí hay textos de una riqueza impresionante y cuando eches un vistazo a esta novela, como a otras, te darás cuenta de lo que digo enseguida.
Aristófanes aparece en la 2ª parte del capítulo 3 (la primera se centra en el anciano Amait y sus nietos): LA PROSTITUTA DE NAUCRATIS Y EL COMEDIÓGRAFO DE ATENAS.
La vida del autor en torno a la sátira y lo burlesco son el pretexto que Mujica necesita para introducir al lector ideal, a través de la figura del escarabajo (testigo directo de toda la Historia) en la Grecia del artista y en un acontecimiento literario muy concreto que sucede entre el 425 a. C y el 415 a. C aproximadamente: la escritura de su comedia La Paz.
Ese escarabajo de lapislázuli, después de haber estado un largo período de tiempo bajo el mar (ocho siglos junto a una estatua de Poseidón, con la que mantiene una conversación interesantísima) cae en manos de Amait. Él lo toma como su amuleto y viaja a Naucratis con sus nietos para visitar a una prostituta que había conocido hacía diez años cuando él tenía ya setenta. El caso es que en esa ocasión que estuvo con ella no tuvo fuerzas para cumplir y como no podía volver a pagar sus servicios, Simaetha le prometió que si la próxima vez que volviera llevaba un escarabajo esculpido en una piedra preciosa ella le ofrecería sus servicios gratis. Pasaron los años y por casualidad Amait, ya octogenario, dio con el escarabajo y se dispuso a volver a ver a la prostituta Simaetha a Naucratis, que también estaba a punto de retirarse del oficio por su edad, para que cumpliera su promesa
Total, que el viejo llega a que le den lo suyo ofreciendo, claro está, su preciada joya y ellas (Simaetha y Myrrhina) engañan a Amait con hierbas, ritos, invocaciones al Oxirrinco y bailes para que aumentaran la potencia sexual del anciano antes de comenzar el acto.
Al final acaban liándose cada una con un nieto de él, mientras Amait ronca dormido bajo los efectos de afrodisíacos mezclados: cebolla, pimienta, antiguo vino de Chipre, tiras de lino, Satyrión y Erithraicón:
(...)Continuaba tal como
lo acostaron, roncando ruidosamente, y si alguien aproximaba la nariz a su entreabierta boca,
en seguida la retiraba, porque del interior ascendían efluvios que atoraba el hipo,
y que un poeta dado al juego mitológico hubiese asimilado a las cocciones del Infierno.
Había llegado, quisiéranlo o no, la ocasión de ocuparse de él. Celebraron, pues, un
consejo de guerra los cuatro, y resolvieron lo que ahora se enunciará.
Transportaron cuidadosamente a Amait al refugio de los tapetes y cojines donde se había
desarrollado la batalla, y en el que prevalecían reñidas huellas. Lo tendieron allí,
desnudito, esmirriado, desamparado el costillar y muertas las grandezas; colocáronlo
Myrrhina y Simaetha entre ambas, similarmente desabrigadas pero opulentamente
regaladas por la Madre Natura; distribuyeron a los garzones, que recuperaron la decencia
de sus taparrabos, a distancias convenientes, y les hicieron mantener en alto, como
ofrendas, el candil y la ollita. Una vez organizada la teatral puesta en escena, las damas
rivalizaron en hacer cosquillas al octogenario, en frotarse contra él, en acariciarlo y
sacudirlo, con lo que el pobre terminó por despertar, visto lo cual lo devoraron a besos,
sembrando las muestras afectuosas con vocablos de gratitud y con alabanzas de su
comportamiento varonil, mientras Amait clamaba por agua, porque le ardían los labios, el
paladar y la lengua. Lo refrescaron y, como es de imaginar, la cariñosísima actitud
desconcertó al viejo, pero tuvo que rendirse ante las manifestaciones, cuando los
muchachos agregaron sus frases elogiosas a las de ellas, quienes le repetían que no
extrañase no recordar nada, porque una de las virtudes del Erithraicón es, precisamente,
que quien bebe el zumo de su raíz olvide lo ocurrido y esté dispuesto a recomenzar la
hazaña, en tanto que el Satyrión sobresale por el poder que transmite, y es fama que en
una oportunidad, un mensajero que llevaba a un rey unas plantas de Satyrión, como
regalo de otro, se distrajo en camino mordisqueándolas, y no halló más solución que
enfrentar con éxito setenta veces, con personas a menudo distintas y de sexos distintos
también, tal era su necesidad, las deleitables exigencias de esas hojas excepcionales,
antes de cumplir el encargo.
—¡Setenta veces!
—Setenta veces. Tú, en escala diferente, pero interesante, te has conducido de manera
maravillosa.
Así, como consecuencia de unánimes felicitaciones y palmoteos, Amait se consideró
entonado y rejuvenecido. Lloró, besó con arrebato a las dos cómplices, y les propuso
reanudar al instante las libidinosas experiencias, pero las mujeres se echaron a reír,
arguyendo que con lo realizado les sobraba, que las tumbaba la fatiga, y que debían
ocuparse de su viaje. Lo levantaron con ayuda de los muchachos, lo vistieron y
empelucaron, y se separaron del anciano lagrimeante y de sus nietos, con redoble de
abrazos generales y recomendaciones de que mirasen por su salud en la empinada
escalera. Seguidamente derrumbáronse rendidas sobre los almohadones y sin preámbulo
se durmieron con la placidez de los justos, de los deportistas y de los que agota el
ejercicio del amor. (...)
Simaetha , con el escarabajo en su poder, se acordará entonces de que conoció a Aristófanes cuando era un jovenzuelo y que fue ella la que le hizo perder la virginidad. Así, decide transformar la joya en anillo y emprender un viaje a Atenas con su amiga-criada Myrrhina con el fin de regalárselo al comediógrafo, por si acaso él las reconocía todavía y podían vivir allí como hetairas.
Las prostitutas llegan a la casa de Aristófanes. Éste está casado con hijos y aparece en escena acompañado del pintor y decorador teatral Agatharkos de Samos, de Strongylión ,famoso escultor de la Acrópolis y de Alcibíades (sobrino del conocido Pericles):
(...)
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes —gorjeó Simaetha, pronta a enmendar su error
—, no has cambiado ni un ápice desde que en Naucratis te tuvimos por amigo!
Se demudó el poeta:
—¿En Naucratis? Jamás estuve allí.
Terció Myrrhina:
— ¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! Con razón repiten que no hay, en la entera
Grecia, nadie tan bromista como tú. ¿Cómo puedes afirmar que nunca estuviste en
Naucratis, cuando nos consta que naciste allí?
Iba el literato montando en cólera, con lo que se le encendía la faz, para regocijo de
Alcibíades.
—¿Yo...?, ¿nacido en Naucratis de Egipto...? Has de saber, mujer entrometida, que
me honra haber visto la luz en Atenas, como hijo de Filipo Ateniense, del demos
Cidatene y de la tribu de los Pandiónidas.
Tocóle a Simaetha el turno:
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! No niegues lo que en Naucratis sabe cualquiera.
No nos lo niegues sobre todo a nosotras, que cuando apenas contabas catorce años y el
bozo no te asomaba todavía, te recibimos virgencito y te hicimos hombre.
Retumbaron en el patio las carcajadas de Alcibíades (en ese instante me percaté de que
era el único que usaba pendientes, de oro), de Agatharkos y de Strongylión, mientras que
la esposa del comediógrafo se apresuraba a llevarse a los niños de ojos muy atentos, para
que no escucharan obscenidades, como si éstas no sonasen de continuo en la casa del
autor de «Las Nubes» y de «Las Avispas».
—Yo... yo... —barbotó, iracundo, el acusado, en tanto que las dos forasteras parecían
próximas a reiterar la danza voluptuosa del Sicinnis, esa que terminó de desmayar a
Amait y de enloquecer a sus nietos, pues se lanzaron, simultáneamente, a cimbrear el
vientre y las nalgas, entre los aplausos del arrogante Alcibíades y de los dos artistas.
—¡Basta! —rugió Aristófanes, avanzando hacia ellas—, ¡basta, por Zeus! ¡Soy ateniense,
como mi padre, como mi abuelo, y no os conozco!
—Sin embargo —acotó, displicente, Alcibíades—, ahora recuerdo que cuando el
demagogo Cleón, a quien con tanta furia útil atacabas, te inició el proceso para despojarte
de la ciudadanía, mantuvo que no eras de Atenas, que eres un meteco, un extranjero
afincado en el Ática.
—¡Son mentiras!
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! —arrullaron como palomas las meretrices—.
¡Qué mal empieza nuestro encuentro y cuánto difiere del que soñamos! ¡Ni una vez más
te mencionaremos a Naucratis, si lo prefieres así! ¡Ni una vez más! ¡Naucratis no existe!
¡Mira, mira lo que te hemos traído de regalo! ¡Un escarabajo, Aristófanes, querido,
queridísimo Aristófanes! ¡Un escarabajo, un amuleto que te dará mucha suerte!
Al oírlas, alteróse la expresión del rostro del poeta. Se volvió hacia el pintor Agatharkos y
murmuró:
—¡Qué insólito! ¡Qué casual! ¡Un escarabajo! Precisamente cuando estoy escribiendo
acerca de un escarabajo... de un escarabajo gigante...
Dicho lo cual se aproximó a las hembras, quienes le tendían la arqueta conmigo en su
interior. Me tomó, me examinó y se dulcificó su cara.
—Es muy hermoso —les dijo—. ¿Cuánto queréis por él?
—¡Nada, nada! —trinaron las mujeres—. ¡Ni una dracma sola! ¡Un regalo! ¡Es un
regalo! ¡Aristófanes, querido Aristófanes! ¡Tu amistad, tu benevolencia: eso es lo que te
pedimos!
Hurgó éste bajo el himatión que una fíbula sostenía en su hombro, y extrajo una moneda
de plata, con una grabada lechuza. Le pareció poco, giró hacia Alcibíades y éste le alargó
dos más.
—Aquí tenéis —decidió el autor—: tres lechuzas a trueque de un escarabajo. No os
podéis quejar.
—¿Y la amistad? —lloriqueó Simaetha—. ¿Y el verte y acompañarte?
—¿Y visitar tu casa? ¿Y estar con tus amigos? —gimió Myrrhina.
—Con la gente de Atenas... las fiestas... los banquetes... el arte... las letras... ser uno de
los tuyos...
—Con los caballeros y escritores de Atenas...
Las lágrimas les descomponían los maquillajes pringosos; surcos negros les araban el
ajamiento de las mejillas... ¡Qué desilusión! ¡Qué injusticia! ¿Era éste el muchachito
suave cuya castidad birlaron como se roba una flor? ¿Este mismo hombre que se alejaba
riendo, camino de la Acrópolis, con sus compañeros que reían también, y a quienes les
exhibía el escarabajo ceñido a su índice, me mostraba a mí, que chisporroteaba de gozo
bajo el sol primaveral y hacía frente con mi azul al terso azul del cielo de Grecia?
Prorrumpieron ambas en una vociferación de inmundicias; los tacharon de pederastas, de
afeminados, de prostitutos, de cobardes, de egipcios (¡como si fuese, oh dioses, una
ofensa!). A Aristófanes lo tildaron de tinoso y pelón por vergonzosas enfermedades, y le
compararon la cabeza con la parte del cuerpo masculino cuya función es generativa y
desaguadora. Igual entusiasmo al que dedicaran a exaltarlo, ejercieron para su injuria: son
incalculables los extremos de indecencia ilustrada que puede lograr la capacidad
imaginativa de una puta; de haber un premio a la invención soez, lo hubiese ganado ese
día la «Dulzura de Naucratis» (...)
Si lees el capítulo entero notarás la presencia de un personaje peculiar, concretamente una mujer. El escarabajo es el único que puede verla Se trata de Talía, la musa “festiva” y sigue al comediógrafo a todas partes. Ella se entretiene inspirándole y está de rato en rato soplándole ideas a la oreja. A Talía, protectora de la comedia, se la representaba como una joven risueña, coronada de hiedra, con una máscara cómica y un cayado. En el capítulo se aprecia a veces una Talía con cierto hastío, ausente, melancólica, que a veces se abanica en un rincón o mira distraída por la ventana:
(...) Talía, que de codos en una ventana contemplaba melancólicamente el paisaje de la colina del Licabeto, cubierta por la arboleda, y en el segundo plano el Pentélico, cuyas canteras blanqueaban al sol, de repente dejaba a desgano su observatorio, y acudía a secar la frente transpirada del poeta y a cercarlo con estimulantes susurros y risas. Acto continuo, y en tanto Aristófanes, retozando, hacía crujir el papiro bajo el cálamo burlesco, la musa volvía a la ventana y reasumía su fatigada y compungida posición. (...)
(Es todo bastante más largo, que conste).
El capítulo termina con una serie de circunstancias que hacen que el escarabajo sea arrojado por una ventana bajo sospecha de estar maldito. Cae en un montón de excrementos y allí le suceden extrañas aventuras con otros escarabajos (éstas te van a resultar curiosas si lo lees entero). Pasan trescientos setenta y cuatro años sin que lo encuentren y comienza así el siguiente: ASESINATOS ROMANOS.
Aristófanes aparece en la 2ª parte del capítulo 3 (la primera se centra en el anciano Amait y sus nietos): LA PROSTITUTA DE NAUCRATIS Y EL COMEDIÓGRAFO DE ATENAS.
La vida del autor en torno a la sátira y lo burlesco son el pretexto que Mujica necesita para introducir al lector ideal, a través de la figura del escarabajo (testigo directo de toda la Historia) en la Grecia del artista y en un acontecimiento literario muy concreto que sucede entre el 425 a. C y el 415 a. C aproximadamente: la escritura de su comedia La Paz.
Ese escarabajo de lapislázuli, después de haber estado un largo período de tiempo bajo el mar (ocho siglos junto a una estatua de Poseidón, con la que mantiene una conversación interesantísima) cae en manos de Amait. Él lo toma como su amuleto y viaja a Naucratis con sus nietos para visitar a una prostituta que había conocido hacía diez años cuando él tenía ya setenta. El caso es que en esa ocasión que estuvo con ella no tuvo fuerzas para cumplir y como no podía volver a pagar sus servicios, Simaetha le prometió que si la próxima vez que volviera llevaba un escarabajo esculpido en una piedra preciosa ella le ofrecería sus servicios gratis. Pasaron los años y por casualidad Amait, ya octogenario, dio con el escarabajo y se dispuso a volver a ver a la prostituta Simaetha a Naucratis, que también estaba a punto de retirarse del oficio por su edad, para que cumpliera su promesa
Total, que el viejo llega a que le den lo suyo ofreciendo, claro está, su preciada joya y ellas (Simaetha y Myrrhina) engañan a Amait con hierbas, ritos, invocaciones al Oxirrinco y bailes para que aumentaran la potencia sexual del anciano antes de comenzar el acto.
Al final acaban liándose cada una con un nieto de él, mientras Amait ronca dormido bajo los efectos de afrodisíacos mezclados: cebolla, pimienta, antiguo vino de Chipre, tiras de lino, Satyrión y Erithraicón:
(...)Continuaba tal como
lo acostaron, roncando ruidosamente, y si alguien aproximaba la nariz a su entreabierta boca,
en seguida la retiraba, porque del interior ascendían efluvios que atoraba el hipo,
y que un poeta dado al juego mitológico hubiese asimilado a las cocciones del Infierno.
Había llegado, quisiéranlo o no, la ocasión de ocuparse de él. Celebraron, pues, un
consejo de guerra los cuatro, y resolvieron lo que ahora se enunciará.
Transportaron cuidadosamente a Amait al refugio de los tapetes y cojines donde se había
desarrollado la batalla, y en el que prevalecían reñidas huellas. Lo tendieron allí,
desnudito, esmirriado, desamparado el costillar y muertas las grandezas; colocáronlo
Myrrhina y Simaetha entre ambas, similarmente desabrigadas pero opulentamente
regaladas por la Madre Natura; distribuyeron a los garzones, que recuperaron la decencia
de sus taparrabos, a distancias convenientes, y les hicieron mantener en alto, como
ofrendas, el candil y la ollita. Una vez organizada la teatral puesta en escena, las damas
rivalizaron en hacer cosquillas al octogenario, en frotarse contra él, en acariciarlo y
sacudirlo, con lo que el pobre terminó por despertar, visto lo cual lo devoraron a besos,
sembrando las muestras afectuosas con vocablos de gratitud y con alabanzas de su
comportamiento varonil, mientras Amait clamaba por agua, porque le ardían los labios, el
paladar y la lengua. Lo refrescaron y, como es de imaginar, la cariñosísima actitud
desconcertó al viejo, pero tuvo que rendirse ante las manifestaciones, cuando los
muchachos agregaron sus frases elogiosas a las de ellas, quienes le repetían que no
extrañase no recordar nada, porque una de las virtudes del Erithraicón es, precisamente,
que quien bebe el zumo de su raíz olvide lo ocurrido y esté dispuesto a recomenzar la
hazaña, en tanto que el Satyrión sobresale por el poder que transmite, y es fama que en
una oportunidad, un mensajero que llevaba a un rey unas plantas de Satyrión, como
regalo de otro, se distrajo en camino mordisqueándolas, y no halló más solución que
enfrentar con éxito setenta veces, con personas a menudo distintas y de sexos distintos
también, tal era su necesidad, las deleitables exigencias de esas hojas excepcionales,
antes de cumplir el encargo.
—¡Setenta veces!
—Setenta veces. Tú, en escala diferente, pero interesante, te has conducido de manera
maravillosa.
Así, como consecuencia de unánimes felicitaciones y palmoteos, Amait se consideró
entonado y rejuvenecido. Lloró, besó con arrebato a las dos cómplices, y les propuso
reanudar al instante las libidinosas experiencias, pero las mujeres se echaron a reír,
arguyendo que con lo realizado les sobraba, que las tumbaba la fatiga, y que debían
ocuparse de su viaje. Lo levantaron con ayuda de los muchachos, lo vistieron y
empelucaron, y se separaron del anciano lagrimeante y de sus nietos, con redoble de
abrazos generales y recomendaciones de que mirasen por su salud en la empinada
escalera. Seguidamente derrumbáronse rendidas sobre los almohadones y sin preámbulo
se durmieron con la placidez de los justos, de los deportistas y de los que agota el
ejercicio del amor. (...)
Simaetha , con el escarabajo en su poder, se acordará entonces de que conoció a Aristófanes cuando era un jovenzuelo y que fue ella la que le hizo perder la virginidad. Así, decide transformar la joya en anillo y emprender un viaje a Atenas con su amiga-criada Myrrhina con el fin de regalárselo al comediógrafo, por si acaso él las reconocía todavía y podían vivir allí como hetairas.
Las prostitutas llegan a la casa de Aristófanes. Éste está casado con hijos y aparece en escena acompañado del pintor y decorador teatral Agatharkos de Samos, de Strongylión ,famoso escultor de la Acrópolis y de Alcibíades (sobrino del conocido Pericles):
(...)
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes —gorjeó Simaetha, pronta a enmendar su error
—, no has cambiado ni un ápice desde que en Naucratis te tuvimos por amigo!
Se demudó el poeta:
—¿En Naucratis? Jamás estuve allí.
Terció Myrrhina:
— ¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! Con razón repiten que no hay, en la entera
Grecia, nadie tan bromista como tú. ¿Cómo puedes afirmar que nunca estuviste en
Naucratis, cuando nos consta que naciste allí?
Iba el literato montando en cólera, con lo que se le encendía la faz, para regocijo de
Alcibíades.
—¿Yo...?, ¿nacido en Naucratis de Egipto...? Has de saber, mujer entrometida, que
me honra haber visto la luz en Atenas, como hijo de Filipo Ateniense, del demos
Cidatene y de la tribu de los Pandiónidas.
Tocóle a Simaetha el turno:
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! No niegues lo que en Naucratis sabe cualquiera.
No nos lo niegues sobre todo a nosotras, que cuando apenas contabas catorce años y el
bozo no te asomaba todavía, te recibimos virgencito y te hicimos hombre.
Retumbaron en el patio las carcajadas de Alcibíades (en ese instante me percaté de que
era el único que usaba pendientes, de oro), de Agatharkos y de Strongylión, mientras que
la esposa del comediógrafo se apresuraba a llevarse a los niños de ojos muy atentos, para
que no escucharan obscenidades, como si éstas no sonasen de continuo en la casa del
autor de «Las Nubes» y de «Las Avispas».
—Yo... yo... —barbotó, iracundo, el acusado, en tanto que las dos forasteras parecían
próximas a reiterar la danza voluptuosa del Sicinnis, esa que terminó de desmayar a
Amait y de enloquecer a sus nietos, pues se lanzaron, simultáneamente, a cimbrear el
vientre y las nalgas, entre los aplausos del arrogante Alcibíades y de los dos artistas.
—¡Basta! —rugió Aristófanes, avanzando hacia ellas—, ¡basta, por Zeus! ¡Soy ateniense,
como mi padre, como mi abuelo, y no os conozco!
—Sin embargo —acotó, displicente, Alcibíades—, ahora recuerdo que cuando el
demagogo Cleón, a quien con tanta furia útil atacabas, te inició el proceso para despojarte
de la ciudadanía, mantuvo que no eras de Atenas, que eres un meteco, un extranjero
afincado en el Ática.
—¡Son mentiras!
—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! —arrullaron como palomas las meretrices—.
¡Qué mal empieza nuestro encuentro y cuánto difiere del que soñamos! ¡Ni una vez más
te mencionaremos a Naucratis, si lo prefieres así! ¡Ni una vez más! ¡Naucratis no existe!
¡Mira, mira lo que te hemos traído de regalo! ¡Un escarabajo, Aristófanes, querido,
queridísimo Aristófanes! ¡Un escarabajo, un amuleto que te dará mucha suerte!
Al oírlas, alteróse la expresión del rostro del poeta. Se volvió hacia el pintor Agatharkos y
murmuró:
—¡Qué insólito! ¡Qué casual! ¡Un escarabajo! Precisamente cuando estoy escribiendo
acerca de un escarabajo... de un escarabajo gigante...
Dicho lo cual se aproximó a las hembras, quienes le tendían la arqueta conmigo en su
interior. Me tomó, me examinó y se dulcificó su cara.
—Es muy hermoso —les dijo—. ¿Cuánto queréis por él?
—¡Nada, nada! —trinaron las mujeres—. ¡Ni una dracma sola! ¡Un regalo! ¡Es un
regalo! ¡Aristófanes, querido Aristófanes! ¡Tu amistad, tu benevolencia: eso es lo que te
pedimos!
Hurgó éste bajo el himatión que una fíbula sostenía en su hombro, y extrajo una moneda
de plata, con una grabada lechuza. Le pareció poco, giró hacia Alcibíades y éste le alargó
dos más.
—Aquí tenéis —decidió el autor—: tres lechuzas a trueque de un escarabajo. No os
podéis quejar.
—¿Y la amistad? —lloriqueó Simaetha—. ¿Y el verte y acompañarte?
—¿Y visitar tu casa? ¿Y estar con tus amigos? —gimió Myrrhina.
—Con la gente de Atenas... las fiestas... los banquetes... el arte... las letras... ser uno de
los tuyos...
—Con los caballeros y escritores de Atenas...
Las lágrimas les descomponían los maquillajes pringosos; surcos negros les araban el
ajamiento de las mejillas... ¡Qué desilusión! ¡Qué injusticia! ¿Era éste el muchachito
suave cuya castidad birlaron como se roba una flor? ¿Este mismo hombre que se alejaba
riendo, camino de la Acrópolis, con sus compañeros que reían también, y a quienes les
exhibía el escarabajo ceñido a su índice, me mostraba a mí, que chisporroteaba de gozo
bajo el sol primaveral y hacía frente con mi azul al terso azul del cielo de Grecia?
Prorrumpieron ambas en una vociferación de inmundicias; los tacharon de pederastas, de
afeminados, de prostitutos, de cobardes, de egipcios (¡como si fuese, oh dioses, una
ofensa!). A Aristófanes lo tildaron de tinoso y pelón por vergonzosas enfermedades, y le
compararon la cabeza con la parte del cuerpo masculino cuya función es generativa y
desaguadora. Igual entusiasmo al que dedicaran a exaltarlo, ejercieron para su injuria: son
incalculables los extremos de indecencia ilustrada que puede lograr la capacidad
imaginativa de una puta; de haber un premio a la invención soez, lo hubiese ganado ese
día la «Dulzura de Naucratis» (...)
Si lees el capítulo entero notarás la presencia de un personaje peculiar, concretamente una mujer. El escarabajo es el único que puede verla Se trata de Talía, la musa “festiva” y sigue al comediógrafo a todas partes. Ella se entretiene inspirándole y está de rato en rato soplándole ideas a la oreja. A Talía, protectora de la comedia, se la representaba como una joven risueña, coronada de hiedra, con una máscara cómica y un cayado. En el capítulo se aprecia a veces una Talía con cierto hastío, ausente, melancólica, que a veces se abanica en un rincón o mira distraída por la ventana:
(...) Talía, que de codos en una ventana contemplaba melancólicamente el paisaje de la colina del Licabeto, cubierta por la arboleda, y en el segundo plano el Pentélico, cuyas canteras blanqueaban al sol, de repente dejaba a desgano su observatorio, y acudía a secar la frente transpirada del poeta y a cercarlo con estimulantes susurros y risas. Acto continuo, y en tanto Aristófanes, retozando, hacía crujir el papiro bajo el cálamo burlesco, la musa volvía a la ventana y reasumía su fatigada y compungida posición. (...)
(Es todo bastante más largo, que conste).
El capítulo termina con una serie de circunstancias que hacen que el escarabajo sea arrojado por una ventana bajo sospecha de estar maldito. Cae en un montón de excrementos y allí le suceden extrañas aventuras con otros escarabajos (éstas te van a resultar curiosas si lo lees entero). Pasan trescientos setenta y cuatro años sin que lo encuentren y comienza así el siguiente: ASESINATOS ROMANOS.
De paso os dejo con un grupo al que he conocido hace poco: Kaweh.
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