Hacía ya mucho tiempo que había olvidado su propio nombre. Ya apenas recordaba la existencia de aquél otro mundo en el que antaño hubo vivido, y, día a día, su memoria del exterior menguaba y se diluía en una opaca neblina de indiferencia. Sí, había tenido un nombre. Sí, había tenido una existencia individual, y una voluntad propia. Pero, ¿qué podían significar todas aquellas cosas, ahora que gozaba de la plenitud animalesca de su nueva condición? Ahora danzaba frenéticamente en el seno de una informe caterva de mutantes, abandonado a la adoración frenética de su Ídolo. La multitud de criaturas giraba en aparente desorden en torno a la figura de su dios. En lo alto de la caverna, justo bajo la enorme bóveda, los sacerdotes movían sus brazos, manejando a los creyentes, quienes no podían verles, pero que obedecían a las órdenes de sus brazos como unidos a ellos por invisibles hilos de sumisión.
Tan lejano, en la distancia y en el pensamiento quedaba el sordo rumor del mundo exterior, que olvidaban por completo la existencia de ninguna otra cosa en el universo ajena a su eterna y demente ceremonia. Todo cuanto era importante, todo por cuanto se regían sus vidas, eran la total e incondicional inmersión en el grupo, y la total entrega y adoración al Ídolo. Saltaban, se retorcían, gruñían y se arrastraban en torno a la horrenda figura que se alzaba en el centro de su universo-templo. Ya en nada se asemejaban a lo que en otro tiempo hubiesen sido. Sus manos se habían tornado huesudas, de largas y afiladas uñas como las de bestia salvaje; sus rostros inhumanos, de pronunciados pómulos y amplias fauces de abigarrada dentadura; sus ojos, enrojecidos o amarillentos, inexpresivos y feroces. Sus gargantas ya poco podían hacer que no fuera emitir grotescos ladridos, y sólo muy vagamente se podía encontrar en sus horrendos exabruptos lenguaje inteligible alguno; especialmente, cuando, arrebatados por un ciego fervor pagano, graznaban al unísono su blasfema letanía: “Wapo powah! wapo powah!”.
Pero, aunque ni por un momento dudaban acerca del carácter irrevocablemente eterno de su fanática orgía, algo sucedió que parecía inconcebible, algo que propagó entre los creyentes la confusión, la rabia, y el miedo. De algún lugar, a través de alguna recóndita hendidura, o quizá aparecidos por obra de algún extraño sortilegio, aparecieron Los De Fuera.
Cuando los creyentes, anonadados, miraban incrédulos a su alrededor, los intrusos ya estaban allí. De aspecto rudo, ataviados con plomizas mallas de metal, sus largos cabellos caían en desorden hasta los hombros, y sus barbas, sus cascos y sus rostros toscos, pero humanos, traían el recuerdo de lugares lejanos que ya parecían haberse esfumado en el olvido. Formaban en círculo en torno a los creyentes, quienes sumaban cien veces más individuos, pero a quienes la confusión repentina y la estupidez acostumbrada impedían reaccionar sin recibir consignas de su Ídolo.
Los extraños guardaban silencio, contemplaban a los creyentes con serias miradas en las que se mezclaban la repugnancia y el desprecio. De pronto, alguno de ellos dio una voz, y los extraños, sin ni siquiera desenvainar sus espadas, comenzaron a reír, a blasfemar contra el Ídolo, a imitar los grotescos saltos y ademanes de los creyentes. Con un atrevimiento hasta entonces desconocido en la caverna, y sin hacer uso ninguno de sus armas, habían reducido a cenizas la hasta entonces nunca interrumpida ceremonia, con la única ayuda de sus burlas y menosprecios.
Las criaturas, atónitas y desamparadas, ni capaces eran de defenderse. Al principio gruñeron, enseñando los colmillos en amenazadoras muecas. Pero los intrusos, ante esto, no se amilanaban, sino que imitaban a su vez las muecas, mirándose unos a otros y riendo. Vencidos por la impotencia, los creyentes aullaban, lloriqueaban, caían al suelo y se mordían entre ellos.
En lo alto, los sacerdotes asistían incrédulos a lo que estaba sucediendo. La caótica multitud ya no obedecía a sus manipulaciones, presa como era del desconcierto y la desesperación. Los sacerdotes miraban al Ídolo, mientras un horrible estruendo que sólo ellos podían escuchar les martirizaba, y caían de rodillas llevándose las manos a los oídos, y gritando cómo era posible que el dios en quien tanto habían confiado hubiese dejado que los extraños invasores hubiesen perturbado el curso natural de las cosas. Finalmente, retorciéndose como estaban de dolor, torturados por tan insoportable agonía, la mayor parte de ellos huyó como pudo, dejando atrás la privilegiada posición de sus tronos de piedra, y buscando algún resquicio, por diminuto que fuera, que les permitiera salir de la caverna y alejarse del lacerante sonido que amenazaba con hacer estallar sus cabezas.
Jamás antes una conmoción comparable había devastado de tal manera el Templo del Ídolo. Un puñado de bárbaros se había apoderado del templo, los sacerdotes habían huido, y la multitud de creyentes temblaba en silencio, porque sin invisibles hilos que manejaran su voluntad, ya no sabían cómo actuar, ni nada podían hacer por sí mismos.
El Ídolo, dormido desde la inmemorial sima de los tiempos, abrió sus ojos, y miró en torno suyo, alarmado. Sólo pudo ver desorden, terror, desolación. Pero eso no era lo peor: oyó las voces de Los De Fuera, herejes invasores que, riendo despreocupadamente, se estaban burlando de él y del culto a sí mismo que creó en una ya muy remota era. Y entonces conoció la peor de las sensaciones, experimentó la más profunda herida en lo más hondo de su divina naturaleza, porque aquellos sucios bárbaros no le temían, no le adoraban, no se humillaban ante él. Y sus armas no eran las espadas que permanecían envainadas, ni sortilegios mágicos, ni fulminantes rayos que sus ojos despidieran cual de si dragones se tratase. Sólo con sus palabras, sólo con sus burlas, habían hecho tambalearse un culto milenario que hasta ese día, había parecido intocable, imperturbable, invencible. A aquellos extranjeros no les impresionaban las glosas del profeta Ladiv en sus Crónicas Mágicas, ni que el mismísimo Ibn-El-Euqueq hubiese portado el estandarte del Ídolo para su mayor gloria y fama.
Y el Ídolo, durante un interminable lapso de impotencia y estupor, se dio cuenta de que, aunque eran grandes sus poderes mágicos, no podía emplear con garantías de éxito las mismas armas que con tal desparpajo blandían sus detractores. ¿Cómo él, en su grandeza, había sido desprovisto por la naturaleza del don que incluso aquellos rudos extranjeros poseían? No, no era capaz de responder a sus afrentas. Lo único a lo que podía recurrir, era a que él mismo había erigido aquel templo, y por lo tanto sólo él podía decidir quién podía permanecer en él y quién no. Quizá no era capaz de vencerles, ni tampoco de convencerles, menos aún de atraerles a su causa. Pero siempre podía echarles.
Para salvaguardar su honor, la sacerdotisa más fiel al ídolo corrió junto a su dios, abrazándose al pedestal de la escultura, e increpando a los intrusos, advirtiéndoles de que a su adorado Ídolo no podían llegar a importunarle, pues estaba muy por encima de semejantes miserables, ya que era infinitamente más poderoso y terrible, y asistía a sus burlas impertérrito gracias a su divina y autosuficiente indiferencia. “¡Él no se preocupa lo más mínimo por lo que vosotros podáis hacer!” –les gritaba- “¡sólo con una de sus temibles miradas, puede fulminaros a todos, y borraros de la faz de la tierra! ¿verdad que sí, adorado mío, hermoso entre los hermosos, poderoso entre los poderosos?”. Y la sacerdotisa, presa de un psicopático frenesí, lamía lascivamente la piedra en que el Ídolo estaba esculpido, mientras repetía: “¡Adorado, hermoso mío! ¡Tú eres infinitamente más poderoso, ellos creen que se ríen de ti, pero eres tú quien se ríe de ellos!”.
Con la aparición de la sacerdotisa, el Ídolo tuvo tiempo para recuperar el aliento. Las palabras de su devota y esclava le habían devuelto algo de confianza, y supo que, si no quería seguir siendo humillado, y si pretendía reanudar el culto a sí mismo, lo primero que tenía que hacer era expulsar a los intrusos de su caverna.
Pero ya nada podría borrar las hondas huellas de lo sucedido. El dios inatacable, el Ídolo terrible y ausente, había sido puesto en evidencia por un puñado de bárbaros, quienes, sin tan siquiera necesitar de desenvainar la espada, habían ahuyentado a sus poderosos sacerdotes, y desconcertado a sus incondicionales fieles. El Culto, hasta ese nefando día, jamás puesto en entredicho, ya no podrá nunca sostenerse con la firmeza de antaño, pues en algún lugar, en algún rincón de la memoria, permanecerá para siempre el recuerdo de la infausta jornada en que el todopoderoso dios de piedra fue blanco del escarnio de un puñado de sucios y desarraigados bárbaros.
...el día en que el diosecillo de barro mordió el polvo.