
Ahora que soy un enano de gorro puntiagudo, voy a caminar entre las setas y voy a volver atrás para contar mis pisadas sobre la hojarasca. Mis manos son pequeñas pero duras como la madera, y mis oídos penetrantes: oigo ahora más de lo que nunca oí siendo humano. Los ruidillos del bosque vienen a mí claros y limpios desde la distancia. Ahora que soy mucho más pequeño, me siento mucho más seguro.
Conversando con una galleta me di cuenta de que no tenemos mucho en común. Yo jamás me ablandaría bañándome en leche. Pero me gusta ver cómo la galleta ríe y baila. Una vez vi que las galletas, cuando bailan juntas, siguen coreografías que han aprendido de antemano: gran espectáculo el de todas las galletas moviéndose al unísono.
Una noche, buscando la claridad de la Luna, caminé entre los matorrales tratando de no hundirme en el pantano, y llegué hasta la playa. Era una noche fresca –no fría- y clara. Inspiré el aire salado y dejé que los ronquidos del mar dormido acariciasen mis oídos.
Y entonces vi las cajas: eran de cartón, tenían dos patas como de avestruz, y dos largos y delgados ojos de caracol terminados en bombillas brillantes. También tenían dos pequeñas alas, cubiertas de plumas. Pero no volaban: se limitaban a corretear sobre la arena. Pensé que sin duda huían de mí, y supe que yo era el primero en haberlas visto y tal vez el último, pues ahora, asustadas, se esconderían para siempre y no volverían a salir jamás.
No miréis las luces. Seguid caminando junto a la carretera, y tratad de tener la vista fija en el suelo. No miréis las luces. Tampoco miréis en la distancia. La oscuridad de la noche es muy engañosa y quizá veáis el fin del mundo.
El arcén está repleto de diablos, y la única manera de evitar que te hagan daño es mirando siempre al suelo.
No miréis el remolino de agua. Sólo con mirarlo, os tragará.
Cuando volví a mi tamaño normal –o antes de convertirme en enano, no lo recuerdo- traté de bajar las escaleras. Pero las escaleras bajaban más rápido que yo, y nunca lograba llegar al primer escalón. Cuantos más escalones bajaba yo, más escalones aparecían ante mí. No me rendí, pero sentí que la escalera era infinita.
El morro frito reporta las más satisfactorias experiencias que puede vivir un ser humano. Miro los pedazos de morro en el plato: su piel rugosa, dura y grasienta, es un cristal de mil facetas y en cada faceta se reflejan varios colores. Nunca había reparado en que el morro brilla tanto.
El morro tiene la consistencia exacta que debe tener la materia. Sé que no debería comerme una materia tan perfecta, pero los cantos en mi boca son demasiado tentadores y mastico trozo tras trozo para que esos cantos no cesen. Siento una felicidad total. Una mano de procedencia desconocida y expresión amable pone ante mí un vaso de whisky. Bebo un pequeño sorbo, porque la sal del morro está bailando en mi lengua.
Es todo muy agradable. Trato de contar los colores del morro pero son demasiados. Así que los reúno y hago con ellos una canción para los ojos.
Ahora que soy un enano de gorro puntiagudo, me alejo de los trenes. Son demasiado grandes, demasiado ruidosos. Demasiado metálicos.
Sé que no voy a volverme más diminuto, pero estoy contento siendo como soy ahora. Camino entre las setas, y al alzar la vista hacia las lejanísimas copas de los árboles, intuyo que falta poco para el amanecer. Es hora de que me vaya a dormir. De repente, tengo mucho sueño. Iré a dormir. No quisiera volver a enfrentarme a esas luces en la carretera, ni mirar al remolino de agua. Pero sí me gustaría encontrar alguna otra vez las cajas que corren de noche por la playa. Creo que ellas saben que no quiero hacerles daño, sólo mirarlas.
Me quedo dormido. No sé si seguiré siendo un enano cuando despierte.
Quién sabe, ¿verdad?