Mi niño es un substituto de mascota.
Lo diseñé masculino, para desquitarme de los hombres en general. No veo nada malo en esto. Mi psicoanalista me aconsejó dar salida a mi agresividad.
El sol se colaba a través de la ventana, trazando franjas en el pulido piso. El cuarto olía a cera. El pequeño Thomas se estaba colgando de mi cadera con las manos cubiertas de chocolate. Hedía a amoníaco. No lo había cambiado en días.
--¿Mami? ¿Mami? ¿Mami?
Lo decía con el mismo tono una y otra vez. Exactamente el mismo plañido interrogativo. No necesité alterar las especificaciones básicas de diseño en esto, parece venirles a todos en el ADN.
--¿Mami? ¿Mami?
Los pliegues de la cadera de mi jean negro de denim estaban manchados de chocolate derretido. Odio eso. Odio mucho eso.
--¿Ma...?
Como otras tantas veces, pero no con menos satisfacción, agarré a Thomas del cuello de su pequeño traje de juego, me apoyé en la silla giratoria, eché mi pie hacia atrás y le di una patada.
Lo sentí satisfactoriamente sólido, como patear una bolsa de arena tibia. Aunque duela, da una idea de cuán sólida es una criatura de dos años. La trayectoria fue correcta, y también lo fue el tump que hizo al aterrizar.
--¡Buaaaaaaaaaa!
El pequeño cuerpo impactó en el piso del lado opuesto de la habitación. Pude notar de un vistazo que se había roto el cuello y que el suave cabello de su cráneo estaba pegoteado de sangre allí donde se había fracturado las frágiles placas de hueso. Apoyé mi codo en la mesa y observé.
Unas estructuras nanoscópicas se escurrieron por el cuerpo de mi bebé.
Brotaban de sus poros, micromáquinas tan pequeñas que sus engranajes son del tamaño de átomos. Sus manipuladores son capaces de hacer malabarismos con la materia básica. La naturaleza nos proveyó de los prototipos de estas máquinas hace miles de millones de años: las células orgánicas. Mis artefactos nanoscópicos son simples mejoras no-orgánicas.
La cosa gris fluyó, como una marea, como si estuviera haciendo crecer un molde temporario del pequeño cuerpo. En treinta segundos fluyó de regreso, desvaneciéndose en las cavidades óseas diseñadas específicamente para los nano-constructores.
El pequeño Thomas, con sus brazos y piernas rígidas, se alzó sobre sus pies y pataleó, regresando hacia mí por el parquet.
--O'ta vez --demandó, resollando--. 'tavez. 'tavez.
No dije que lo haya diseñado para ser brillante.
Tironeó de mis muslos. Esta vez la patada fue refleja; la ira es algo reluciente, brillante y escamoso a lo que uno se abandona. En lo que a mí concierne, el dolor que me produjo él al brotar de mi canal de nacimiento me da derecho a cualquier cosa que quiera hacer.
¡Bump!
--¡Buaaaaaaa!
Tump
Tac. Tac. Tac.
--¡'tavez! ¡'tavez! ¡'tavez! El día que empiece a hacerse inteligente lo reprogramaré. No debería ser necesario. Los nanoreparadores de su cuerpo son extremadamente especializados, parte de uno de los proyectos médicos por los que he ganado una cantidad de dinero increíblemente grande. Una de sus tareas programadas consiste en mantener en estado estable y constante el cuerpo y el cerebro, día a día. Thomas tiene ahora seis años cronológicos, pero biológicamente se mantiene en los dos.
Lo mantendré así. Podría crecer para ser uno de esos muchachos de afuera vestidos con camisas y pantalones desprendidos cuyos huesos, desprolijamente largos, parecen a punto de doblarse como una silla plegable. A los catorce podría ser más fuerte que yo.
Tampoco tiene mucha memoria. No me ocupé demasiado en averiguar si eso es parte de mis especificaciones de diseño o si la Naturaleza (ese concepto pasado de moda al que me jacto de parecerme) está siendo bondadosa. Mejor no contar con eso. La naturaleza no se preocupa por los individuos. No es su estilo. Y hasta creo que la biosfera entera podría quedar inmersa en un frío planeta helado sin que se molestara demasiado. Como les dije siempre a mis estudiantes en los cursos de la red, no te preocupes si te cagas en Gaia. A ella no le importas nada tú.
John y Martin, mis compañeros de trabajo, no tienen precio como profesores. Cuando digo “no tienen precio”, por supuesto, quiero decir que son incapaces de valorizarse correctamente. Yo les sigo pagando un tercio por debajo de lo que les corresponde.
Un cuerpito caliente y agitado, mojado en la entrepierna, estaba intentando trepar en mi regazo.
¡Bump!
--¡Buaaaaa!
Tump.
Tap. Tap. Tap.
--O'tavez. 'tavez. 'tavez. Me parece que Thomas no se parece a Thomas, su padre. En realidad no tengo nada en contra de Thomas Erphingham; él no es uno de los hombres que tengo en mente cuando quiebro los brazos del pequeño Thomas. Es una lástima que el chico tenga sus ojos azules y su cabello negro. Me hubiera gustado más si hubiera sacado los míos. Supongo que debería haber puesto más atención en esa parte del jueguito del ADN.
Dejé mis máquinas conversando con la red y fui a darme una ducha. Algunas veces me llevo al pequeño Thomas a la bañera y juego con él. Algunas veces ni siquiera lo ahogo.
Hoy quería estar sola conmigo misma y cerré la puerta del cuarto de baño, cerrando la ducha de tanto en tanto para oír su llanto pidiendo comida y agua. La nanotecnología se asegura de que no muera --la micromáquinas fotosintetizan para él-- pero el agua puede causar problemas. La deshidratación lo hace menos listo. Sin embargo, para verlo del lado bueno, me divierto mucho en la red cuando remarco que me olvidé de echarle agua al bebé.
La ducha apartó sus chorros de mi piel pecosa, me calentó, me perfumó y me secó. No miro mis manos muy seguido en estos días, aunque es difícil evitar las propias manos. Las cicatrices se fueron, reparadas por mi propia nanotecnología. Tienen, sin embargo, la misma forma familiar de siempre. Regordetas, con uñas fuertes. Lo único que les falta es el vello grueso y negro.
Familiar, por supuesto. Quiero decir: relativo a la familia. Sí, son las manos de mi padre. Podría alterarlas. Prefiero no hacerlo.
--¡Mami! Quiero ved una pedícula.
Caminé cruzando el cuarto y puse la pared-pantalla en el canal de noticias. Hay una pequeña guerra en algún lugar del sur; ellos encierran a las mujeres en campos y las violan, forzándolas a tener los bebés de los soldados. Lo dejé viendo eso.
A veces, cuando yo no miro, se las arregla para cambiar el canal. Tengo reservada una delgada antena de auto de acero para esos casos.
Seguí hacia la cocina y abrí el freezer.
--¡Gorda! --gritó el demonio del freezer--. ¡Estás a dieta!
Se balanceó en sus largos brazos, con una mueca en su cara de anchos dientes. Usé material miniaturizado de orangután en el modelo básico. Hoy no estaba de humor.
--¡Gorda... au!
El demonio del freezer rebotó sobre la puerta, estrellándose en el piso con la cara hacia abajo. Quedó ahí, aplastado. Restregué mis nudillos mientras sus nano-fabricantes se extendían, inflándolo como un balón. ¡Pop! Forma de demonio de nuevo.
Se alejó gimoteando hacia una esquina del freezer, bajo la luz, enfurruñado.
--No tienes nada de qué quejarte --murmuré automáticamente.
Uno de mis hobbies es cocinar comidas no preparadas, a veces me distraigo muy satisfactoriamente. Hoy perdí buena parte de un dedo con un rallador de queso súper entusiasta y me quedé parada goteando sobre la pileta, mordiéndome los labios, mientras músculo y piel se reconstruían nanoscópicamente, no lo suficientemente rápido como para evitar el dolor. Perdí el apetito.
El sol se escurría a través de la ventana de la cocina, metiéndose entre los altos edificios. Aquí la mayoría hallamos correcto el uso de nano-fabricantes sólo en cosas biológicas. Hay partes de la ciudad en las que los objetos inanimados son tan mutables como la carne. Uno no puede encontrar dos veces el camino hacia un mismo lugar, usualmente porque ese lugar ya no está allí.
--¡Thomas!
Él se alzó, con determinación, sobre sus pies. Complacido de que lo llamara por su nombre, pienso. La mayor parte de las veces silbo para llamarlo y él viene. Toqué por un momento la tibia carne de su brazo, luego deslicé el collar sobre su cabeza, ajusté la traílla y abrí la puerta hacia la primavera.
Amo las calles cuando huelen a pasto y nafta. Hay parques cercanos a mi departamento; elegí el más cercano. Por un rato, disfrutando del calor del sol, llevé al pequeño Thomas colgado de un pie, escuchando sus agudos gritos. En el parque había palomas. Me senté en un banco y lo dejé correr por alrededor, al sol. Hay una calle que cruza el parque y los que transitan por ahí no son muy cuidadosos. Siempre hay chance de que alguno lo atropelle --un camión, quizá-- de tal modo que, comprensiblemente, ni siquiera toda mi nanotecnología pueda rehacerlo. Esto le agrega una placentera tensión a la tarde. Yo, en realidad, no quiero tener que empezar otra vez desde el principio y hacerlo nacer de nuevo. Dos veces es suficiente.
--¿Señora...?
Era de la clase que conozco bien. Otro paseador de mascota, un hombre de unos treinta y pico, de piel pálida y con acné. Mantuve un ojo en el césped y la laguna, donde el pequeño Thomas estaba ocupado corriendo hasta donde están los biopatos y volviendo. La mascota del tipo se quedaba atrás, espiando.
--No --dijo--. No quiero escuchar su historia. No quiero escuchar cómo lo jodió su padre y cómo violó a su hermano menor durante ocho años y cómo usted recién fue a la policía cuando él empezó con el niño. No quiero escuchar cómo lo jodían su tío y primos desde que tenía cinco años, y cuánto le gustaba que lo hicieran porque era el único momento que ellos notaban que usted estaba ahí.
Me miró perplejo. Señalé hacia su mascota, con cierta economía de movimientos. Aún hoy soy económica con la energía; uno nunca sabe cuando va a necesitarla.
--Dueño masculino; mascota masculina --expliqué--. Sólo los detalles serán diferentes.
Tenía lindos ojos. Recordé las veces que pongo mis pulgares en los ojos del pequeño Thomas y los hago estallar como tomates maduros. No podía atacar a ese hombre con piel de pizza; pesaba al menos 95 kilos y (siendo hombre) debía ser un treinta por ciento más fuerte que yo en la parte superior de su cuerpo.
La tarde estaba arruinada. Me levanté, decidiendo ir a casa para tener una vigorosa sesión de juego con el pequeño Thomas y una lánguida masturbación en el sol remanente de la tarde.
--Pienso... --dijo el hombre, dudando-- que podríamos tener algo en común. Algo de qué hablar.
Lo que él pensara que pudiera tener que decirme me superaba. Lo lindo, en realidad, hubiera sido que él tomara un rústico cuchillo de pan y se abriera el estómago y se serruchara el pito; eso lo disculparía conmigo. Pero, optimista como soy en la vida, no creía que eso fuera a ocurrir.
Me fui caminando sin mirar hacia atrás, silbando y paseándome para que Thomas me oyera. Vi que uno de los patos le había arrancado un ojo. Los reparadores nanotecnológicos estaban ocupados, formando una película gris e iridiscente sobre la órbita vacía. Por un rato me entretuve caminando de su lado ciego, escuchándolo llorar.
La ciudad se eleva a mi alrededor. Aun si no estuviera trabajando en la red, no querría estar con nadie. No hay nadie con quien quiera hablar. Habito un planeta diferente. Prefiero no comunicarme, incluso con aquellos con los que podría hablar, como ese hombre de piel enferma. Me desagrada profundamente la comunicación. Tengo un fuerte disgusto por la comunicación.
Camino de regreso a través de calles residenciales, esquivando las pequeñas pilas de excremento en las piedras del pavimento. Un llanto quejoso me acosa.
--¡Etoy cansado!
Me agacho y levanto al pequeño Thomas.
Su ropa está en un estado imposible de arreglar. Se la quito y la tiro en una zanja. Él se me pega, mimoso, pasando sus brazos desnudos alrededor de mi cuello. Un cuerpo tibio, con sus piernas enganchadas alrededor de mis sobresalientes caderas. Y como dije, no es brillante. Es afectuoso.
Es la única cosa a la que le tengo miedo.
No... hay dos cosas:
Que un día me canse del pequeño Thomas... Que ya no me sea suficiente.
O si no, que empiece a amarlo.
Mary Gentle, feministoide, escritora de bazofia imprenta y amantísima puericultora de vocación mariana.
Desperdicio Humano
- Cíclope Bizco
- Mulá
- Mensajes: 1375
- Registrado: 13 Ene 2004 03:43
Desperdicio Humano
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.
Nueva Orleans es un museo de muertos.
Nueva Orleans es un museo de muertos.