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Ésta es la sorprendente historia de un escritor mediocre que quiso pasar a la posteridad. Quizás el principio de este relato resulte al lector un tanto horrible por convencional, la necesidad de señalar el carácter no ficticio de este relato para distinguirlo entre sus compañeros recopilados en este foro, hizo al autor decidirse por este primer párrafo expiatorio con la esperanza de que el lector le perdone la incómoda falta de forma y estilo, pues la alternativa se trataba del eficaz aunque demasiado recurrido y antiestético, “esta historia está basada en un hecho real”, fórmula mucho más artificial, si cabe, que la escogida finalmente. Expresadas, pues, las disculpas en cuanto a la improcedencia de esta presentación, se da por finalizada dando paso, esperemos que más felizmente, a la verdadera historia que se pretende narrar.
Aunque el escritor al que se hacía reseña anteriormente, al que se le guardará el anonimato por respeto y petición expresa de sus familiares y amigos, y al que, en adelante y por fluidez narrativa, será referido simplemente como “el escritor”, se dedicaba a escribir más por afición que por virtud, al no tener (el escritor) ningún otro talento adicional por el que destacarle y, siendo su desempeño profesional, diametralmente alejado de la escritura, algo tan rutinario y anodino, como falto de preciso adjetivo que lo describiera, se creyó conveniente etiquetar al escritor como “el escritor”, pues éste era el más preciso de los adjetivos posibles. Podrían, también, haberse utilizado sinónimos, para hacerle referencia pero, por un lado, el cambio de nomenclatura para un mismo personaje podría llegar a desconcertar al poco atento lector y, por otro, confundir la identidad del escritor con la del otro personaje de esta historia no mentado anteriormente aunque igualmente necesario en cualquier otra obra literaria, me refiero al autor (aunque, como luego se descubrirá, y en este momento se está rompiendo, con torpeza, la sorpresa, ambos resultarán ser la misma persona).
Comenzó, pues, el escritor, su desempeño creativo desde muy joven, recién entrado en su tranquila adolescencia, como método de abstracción, en un primer lugar y de socialización, más adelante, escribiendo relatos de escasa calidad formal y nula técnica aunque con cierta tendencia a la violencia y afición al efectismo y la sorpresa final que le ganarían el comentario favorable de algún que otro falto en crítica y en experiencia lectora, aunque resultaran indigeribles para el ojo aficionado. Estos comentarios favorables, alimentaron la nula autoestima del escritor alentándolo a seguir en su empeño y desempeño relator.
Con los años y la experiencia, el verbo del escritor fue mejorando en técnica y en densidad, no así en calidad ni en talento. Sus golpes de efecto se tradujeron paulatinamente en planteamientos pseudo metafísicos y su afición a los juegos de palabras, a los laberintos mentales y a los meta argumentos guiaron su obra, llegando a escribir guisotes desaliñados como el presente relato, que decidió escribir en tercera persona y en pretérito además de aclarar que estaba basado en hechos reales en un lamentable y desesperado intento de ganar verosimilitud amén de justificar por sí misma una historia sin, a priori, interés alguno.
La madurez le vino acompañada al escritor de algo de sentido común y acabó rindiéndose a la evidencia a la que hacía años que daba la espalda, aceptando con serenidad que sus relatos eran, en realidad, un amasijo ilegible de tonterías encadenadas en muchos adjetivos y poca puntuación. Optimista de naturaleza (nótese y agradézcase como evita aquí, el autor, aunque le cuesta, utilizar de nuevo perífrasis demasiado obvias como la clásica “inasequible al desaliento”, formalmente genial, aunque extenuante y desgastada por el uso) el escritor decidió que, aunque le faltara talento, le sobraban ganas por lo que decidió probar otros formatos estilísticos distintos de escritura. Lo intentó, sin demasiado éxito, como podrá haber sospechado el astuto lector a partir del tono general del presente relato, con la poesía, la canción, el cómic, el guion de cine, el teatro, el relato periodístico y los anuncios por palabras en las secciones de contactos de los diarios locales. Y viéndose incapaz en todos los géneros en los que hubo probado fortuna, el escritor se sintió, por fin, derrotado y merecidamente mediocre.
Su también mediocre aunque extensa obra, compuesta por más de ochocientos relatos cortos, once novelas a medio terminar, tres novelas a medio empezar, cuarenta y tres poemas, siete ensayos, tres guiones de cortometraje, uno de largometraje, cinco guiones de cómic, dos obras de teatro, un par de docenas de crónicas periodísticas, otras tantas críticas de cine, de arte y de música, y un inacabado libro de recetas, edificaban un inmenso monumento de dos mil setecientas sesenta y cuatro páginas, a la incompetencia y a la mediocridad.
Una noche en el que la sensación de fracaso era más acuciante de lo habitual, ante la pantalla del ordenador portátil ante el que siempre escribía y con casi media botella de whisky (barato) en la sangre, decidió, una por una, eliminar cada una de las páginas del documento de texto que resumía su fracaso vital. A medida que la tecla “Supr” de su teclado iba comiéndose con voracidad infinita cada letra, cada palabra, cada frase, cada verso y cada concepto que el escritor hubiera tenido la mala idea de plasmar durante los últimos treinta años, la trascendencia de su propia vida iba desapareciendo también bajo las fauces asépticas de tan ávido e incansable depredador. Y probablemente la noche y la aniquilación de su insustancial legado hubiesen terminado en vómito y en intento de suicidio, no necesariamente en este orden, si, al llegar la purga a la página donde habitaba este relato, una chispa de ilusión y esperanza en forma de idea, no hubiera vuelto a nacer en el espíritu atormentado del desdichado escritor salvándole de la depresión y la autodestrucción.
Paradójicamente se trató de un desagradable error de forma en su propia prosa lo que habría de salvar al infeliz escritor. Mientras una por una las palabras de este cuento iban desapareciendo en el limbo de unos y ceros, de bits y megabytes del procesador de textos, el escritor descubrió que, hasta cuatro veces, sin contar las dos entrecomilladas contenidas en esta misma frase, se utilizaban las palabras “mediocre” o “mediocridad” a lo largo de este relato. El darse cuenta de la poluta redundancia lo molestó hiriéndole el orgullo, al principio, pero luego le proporcionaría una idea que cambiaría su vida para siempre, y una vez más, el lector disculpará el uso de un lugar común tan trillado como es el de “cambiar su vida para siempre”, pero la tensión narrativa y el giro argumental de este preciso momento del relato así lo requerían, en adelante el autor intentará no volver a caer en este tipo de atajos semánticos enlatados que acostumbran a mermar notablemente en la calidad, parca ya de por sí, de su literatura.
“Vulgar”, “corriente”, “gris”, “anodino”, “trivial”, “oscuro”, “insignificante” y “mediano”, fueron las propuestas de sinónimos que le propuso el funcional procesador de textos cuando consultó qué alternativas hubiera tenido a su deslucida redundancia. Aunque todos ellos hubieran sido aproximaciones aceptables en significado, ninguno de ellos encajaba con precisión en el concepto que el escritor había querido representar y solamente la palabra redundada llegaba a ajustarse en acepción con el rigor necesario. Después de consultar algunos otros diccionarios el escritor tuvo que acabar por aceptar que no existía el sinónimo perfecto. Lo cual le empujó, a modo de soliloquio, y guiado por la oratoria que inspiran tres cuartos de litro de alcohol de alta graduación y baja estofa, a disertar hasta bien terminada la resaca, sobre la sinonimia, sobre la imprecisión del lenguaje para perfilar conceptos sencillos, por no hablar de los complejos y sobre el dilema del escritor (no el protagonista de este relato sino el concepto platónico del escritor que engloba y define a todos los escritores del mundo por ineptos que éstos sean) que se ve forzado a elegir entre el sacrificio del estilo y la falta de precisión. Por pueril y nada original se omite aquí la totalidad o la parcialidad del razonamiento que el escritor persiguió aquella noche y se invita al lector interesado que consulte la extensa bibliografía filosófica, lingüística y teórica sobre estos temas que abarrota librerías y bibliotecas, pues cualquier teoría o idea que el escritor pudiera haber tenido aquella noche ya la habían tenido antes miles de personas, con mayor clarividencia y seriedad que la del divagar de un anodino borracho.
No serán omitidas, en cambio, las conclusiones a las que el escritor llego, tras la anterior divagación, pues éstas serán el eje de la parte última de este relato y, en realidad, la motivación inicial y final para que haya sido escrito: Consciente de que su talento nunca llegaría a traerle ni fama, ni gloria, ni posteridad, y de la recién descubierta cojera en el proceso de redacción artística, incapaz de la simultaneidad entre la precisión y el estilismo, el escritor decidió dedicar su vida a inventar un adjetivo que, por un lado, supliera la carencia metafísica inextricable del lenguaje prosaico y poético y por el otro dejara grabado su nombre en una página de la historia de la literatura.
Aunque el proceso histórico, cultural, semántico, ortográfico, contextual e incluso, a veces, hasta económico y jurídico de la creación de nuevos términos en un idioma, suele resultar algo simultáneamente arduo y natural, el hacerlo artificialmente le resultó al escritor mucho más complejo. No le fue difícil dividir su tarea, inabarcable, a primera vista, en dos claras y necesarias subtareas, esclavas: La palabra y su significado, dos ideas germinales y básicas en la teoría de la comunicación, el continente y el contenido. Y, si en un principio puede parecer que el significado había de ser el verdadero dolor de cabeza en una obra tan aparentemente compleja, la realidad fue muy distinta, pero antes de encontrarse con ese primer escollo, el escritor determinó establecer primero la forma de la palabra para luego dotarla de significado. Su primera idea, y la que se ha de suponer que habría sido la primera idea de cualquiera en su lugar, por inevitablemente evidente, fue la de elegir la palabra por el método de realizar azarosas combinaciones de letras. Pronto, después de toparse con ilegibles cadenas de antiestéticas consonantes, descubrió que dejar en manos de la suerte un aspecto tan capital de su empresa era infantil, desconsiderado e irrespetuoso. Tiró a la papelera este primer boceto de su proyecto, resuelto a, esta vez sí, tomárselo en serio.
Estudió etimología, aprendió durante años idiomas extranjeros y en aquellos que no logró aprender, profundizó en la sonoridad de sus palabras, en sus métricas y sus ritmos, en la cadencia de las consonantes y la melodía de las vocales, pero también en la estructura de sus morfemas y su interconexión con los lexemas, en la interpolación léxico gráfica, en el aspecto físico de la palabra y en sus distintas caligrafías, en la dicción, en la posición de los labios, de la lengua, de los dientes, y después de todos los músculos del cuerpo a la hora de pronunciar uno u otro sonido, en los movimientos del diafragma y el bajo estómago, y en la mecánica y la física de las cuerdas vocales. Y tras casi veinte años de estudio y dedicación decidió que ya sabía lo suficiente y que disponía de las herramientas necesarias para diseñar el nuevo adjetivo. Sin embargo, durante todo este tiempo previo de análisis, el escritor había descubierto que en lingüística, el continente y el contenido, no eran objetos probabilistas tan independientes como la teoría de la comunicación parecía indicar. La etimología y la sonoridad cumplían ciertos patrones, irreconocibles al cerebro común, pero claros y evidentes para los entrenados sentidos del escritor. Así que, encerrado en su despacho, llenó páginas y más páginas en su viejo procesador de texto resumiendo los preceptos teóricos del adjetivo que quería formular, a la vez que mentalmente dibujaba la melodía que éste debía de tener, a juzgar por su significado. Como fundidos en un apasionado abrazo, el lector perdonará la horrorosa metáfora, el significado interpolaba el significante a la vez que el significante acariciaba el perfil del significado definiéndolo al dibujarlo.
Cuarenta y siete años y siete mil quinientas canas después de aquella botella de whisky autodestructiva que había de cambiar la perspectiva vital del escritor, éste salió por fin, satisfecho de su despacho, con la inconmensurable tarea de crear un adjetivo nuevo y pasar a la historia por ello, felizmente finalizada. Mil trescientas setenta y tres páginas le ocupó la versión definitiva de la definición del adjetivo de tres simples sílabas formadas por siete letras, de pronunciación sencilla y natural pero profunda y de aplastante carga emocional.
Y aunque ésta no es la historia de un adjetivo sino la de su creador y la del camino que hubo de viajar hasta dar con él, el ávido lector no habrá de sentirse totalmente satisfecho en su lectura (si tal cosa fuera posible, menos aun tratándose de este irregular aunque bien intencionado cuento) si no terminara, al igual que el escritor, descubriendo ese supuesto adjetivo maravilloso al que hace referencia el título, y el motor último de esta historia. Es fácil deducir, sin embargo, si se ha prestado la atención necesaria, que el ansiado adjetivo, sin sus correspondientes mil trescientas setenta y tres páginas de definición adjuntas en pertinente ciclostil, no son más que sonidos encadenados sin más esencia que la sonoridad mal interpretada, por lo que resultaría inútil reproducir aquí las tan ansiadas tres sílabas y esperar que el lector quede saciado ante esa incompleta solución por lo que, tras mucho meditar se ha decidido, a riesgo de lectores descontentos, si no iracundos y ofendidos, que sean ellos, los lectores, los que, al finalizar este relato, justo cuando termine esta frase precisa, intenten imaginar, sea por autosugestión, sea por amor a la cábala, cómo habría de ser tan enigmático término y qué demonios habría de tener que significar.