Adquirió gran notoriedad, allá por los años de mil setecientos y pico, el gigante irlandés Cotter, que para exhibirse tomó el nombre de O’Brien.
De muchacho trabajó en un alfar, pero su padre viendo las extraordinarias proporciones que iba tomando el zagal lo alquiló a unos titiriteros para sacarse unas perrillas. Los titiriteros llegaron a ganar tanto con él que el gigante decidió emanciparse y se negó en absoluto a ser mostrado al público. Total, que terminaron a cara de perro y el chaval dio con sus huesos en presidio condenado por violación de contrato y deuda. De allí lo sacó un excéntrico inglés.
O’Brien se exhibiría después por su cuenta llegando a recaudar buenas sumas en un corto espacio de tiempo. Para atraer más la atención del público se anunció como descendiente del antiguo rey de Irlanda Brien Boreal, el cual pertenecía a una estirpe de reyes todos gigantes. Para dormir O’Brien necesitaba dos camas puestas una junto a otra y tenía la costumbre de encender la pipa en los faroles de alumbrado público, causando gran admiración entre la concurrencia.
Su popularidad no pasaría desapercibida al famoso médico y cirujano inglés Hunter, quien juró que el esqueleto del gigante sería suyo. O’Brien se horrorizaba ante la sola idea de que su cuerpo fuese a parar a las calderas del médico. Vivió en perpetuo recelo de los agentes de Hunter, a los cuales creía ver en todas partes; y en efecto Hunter no dejaba ni a sol ni a sombra al gigante y le hacía siempre acompañar de alguno de sus dependientes, cuando no podía hacerlo él en persona.
Llegó la hora de la muerte del pobre O’Brien, y el moribundo, que había caído enfermo en una aldea de la costa, llamó a unos pescadores y les hizo prometer de la manera más solemne que arrojarían su cuerpo al mar metido en un saco y con bastante lastre para que no pudiera volver a la superficie; por este servicio les dio adelantadas doscientas libras. Contaba veintitrés años.
El cirujano recibió aviso del estado del gigante y acudió a tiempo para impedir que el cuerpo fuera arrojado al mar; para ello dobló la cantidad que habían recibido los pescadores y éstos no tuvieron inconvenientes en entregar el cadáver en vez de cumplir la última disposición del gigante infelice. El cuerpo fue metido en las calderas de enormes proporciones que desde hacía años tenía preparadas en su laboratorio Hunter y éste satisfizo su capricho de poseer el esqueleto, aun cuando la broma le costó en total más de quinientas libras.
El esqueleto de O’Brien, juntamente con las calderas en que fue cocido, figuraron durante mucho tiempo en el Museo del Real Colegio de Cirujanos de Londres. Tal vez puedan verse hoy.