Paso de copy pastearos el libraco entero, aquí tenéis el link. Recomendable, habla de los períodos iniciales del gobierno del imperio galáctico por Trantor, los problemas con la Tierra, y también incluye los efectos de la radiactividad generados por R. Giskard en "Fundación y Tierra"
http://club.telepolis.com/juggern/Un%20guijarro%20en%20el%20cielo.zip
Y aquí, el capítulo. Voy a intentar poner la partida (Se que se puede, porque un lector dijo haberlo hecho, y Asimov contaba esa anécdota en "Cuentos Paralelos"). Para el que no sepa de qué va la historia y no se la quiera leer.... Joseph Swartz es un jubilado que por un experimento extraño, viaja 10.000 años al futuro entre un paso y otro. Allí, en pleno apogeo del imperio galáctico, aunque con problemas por el separatismo terrestre, es acogido por una familia de campesinos, considerado como un débil mental por no conocer nada del mundo que le rodea, y llevado a someterse a un tratamiento casi ilegal sobre el cerebro para intentar aumentar su inteligencia...
11 LA MENTE QUE CAMBIÓ
El comienzo del cambio se agitaba confusamente en la mente de Joseph Schwartz. Había vuelto a analizarlo muchas veces en el silencio absoluto de la noche (y ahora las noches eran muchísimo más silenciosas, y de vez en cuando se preguntaba si realmente hubo algún tiempo en el que retumbaron y ardieron con la vida tumultuosa y enérgica de millones de seres humanos), y le habría gustado poder decir con precisión cuál había sido el momento en el que se inició.
El primer paso había llegado con aquel lejano y estremecedor día de temores en el que se había encontrado solo en un mundo extraño, un día que ahora se le aparecía tan vago como el mismo recuerdo de Chicago. Después había llegado el viaje a Chica, con su extraño y complicado final. Schwartz pensaba en aquello con frecuencia.
Había algo relacionado con aquel aparato..., con las píldoras que había engullido. Después vinieron los días de recuperación seguidos por la fuga, el vagabundeo y los hechos inexplicables de aquella última hora transcurrida en los grandes almacenes. Schwartz nunca conseguía recordar del todo aquella parte, pero en los dos meses transcurridos desde entonces su memoria se había ido volviendo cada vez más aguda y todo estaba cada vez más claro.
Los hechos ya habían empezado a resultar extraños incluso entonces. Schwartz había adquirido una gran sensibilidad a la atmósfera emocional. El anciano doctor y su hija estaban nerviosos y asustados. ¿Lo había sabido ya entonces o no había sido más que una impresión fugaz reforzada por la creciente claridad mental adquirida después?
Pero en los grandes almacenes Schwartz había sido consciente de lo que iba a ocurrir antes de que el hombre alto estirase la mano y la pusiera sobre su hombro..., exactamente antes. Había comprendido que estaba atrapado y el anuncio no había llegado a tiempo de salvarle, pero había sido una demostración muy clara del cambio.
Y después habían llegado las jaquecas, aunque no eran precisamente jaquecas. Parecían más bien palpitaciones, como si una dínamo oculta en su cerebro hubiese empezado a funcionar de repente y estuviera haciendo vibrar todos los huesos del cráneo de Schwartz con una actividad inusitada. En Chicago no había sentido nada parecido —suponiendo que su fantasía sobre Chicago tuviese algún significado, naturalmente—, ni tampoco durante los primeros días que había vivido en aquella realidad.
¿Le habían hecho algo durante aquel primer día en Chica? El aparato, las píldoras... Estaba claro que contenían un anestésico. ¿Una operación? El curso de los pensamientos de Schwartz, que ya había llegado a aquel punto en un centenar de ocasiones, volvió a interrumpirse.
Había abandonado Chica al día siguiente de su fracasado intento de fuga, y ahora el tiempo transcurría tranquilamente y sin sorpresas.
Grew repetía palabras y le señalaba objetos o gesticulaba desde su silla de ruedas, tal y como lo había hecho antes la muchacha, Pola; hasta que de repente un día Grew dejó de hablar una jerigonza ininteligible y empezó a hablar en inglés o... No, fue él mismo, él, Joseph Schwartz quien dejó de hablar inglés y empezó a hablar en una jerigonza ininteligible, con la única diferencia de que de repente dejó de resultarle ininteligible.
Todo era muy fácil. Aprendió a leer en sólo cuatro días, y él mismo quedó sorprendido. Hubo un tiempo en el que había tenido una memoria excelente —aquella especie de sueño en Chicago—, o por lo menos eso le había parecido; pero nunca había sido capaz de realizar hazañas semejantes..., y sin embargo Grew no parecía asombrado.
Schwartz dejó de devanarse los sesos.
Y cuando el otoño se hizo verdaderamente dorado todo volvió a estar claro, y Schwartz salió a trabajar al campo. La forma en que aprendía resultaba realmente desconcertante, y otra sorpresa era que nunca se equivocaba. Por ejemplo, había máquinas muy complicadas que manejaba sin dificultad después de haber oído sólo una vez la explicación de cómo funcionaban.
Esperó la estación fría, pero ésta nunca acabó de llegar. Pasaron el invierno limpiando los campos y fertilizándolos en una docena de formas distintas para la siembra de la primavera.
Interrogó a Grew e intentó explicarle qué era la nieve, pero el anciano se limitó a contemplarle con los ojos muy abiertos.
—Agua helada que cae del cielo como si fuese lluvia, ¿eh? —comentó por fin—. ¡Oh, sí, la palabra para eso es nieve! Tengo entendido que ocurre en otros planetas, pero no en la Tierra.
A partir de entonces Schwartz fue fijándose en la temperatura, Y descubrió que variaba muy poco de un día para otro; pero los días se iban acortando poco a poco, tal y como correspondía a una zona tan septentrional como Chicago. Schwartz se preguntó si estaba en la Tierra o en otro planeta.
Intentó leer algunos de los libros en microfilme de Grew, pero no tardó en desistir. La gente seguía siendo gente, pero los detalles de la vida diaria y el conocimiento de lo que se daba por sabido o las alusiones históricas y sociológicas que no significaban nada para él acabaron desanimándole.
Los enigmas subsistían. Estaban las lluvias uniformemente cálidas, y las absurdas instrucciones que recibía de vez en cuando prohibiéndole que se acercara a ciertas áreas. Por ejemplo, una noche se había sentido tan intrigado por el horizonte resplandeciente y el brillo azul que se veía hacia el sur que no pudo contenerse por más tiempo.
Salió de la casa después de cenar, y aún no llevaba recorrido un kilómetro de distancia cuando oyó a su espalda el casi imperceptible zumbido del motor del vehículo birrueda, y el grito colérico de Arbin resonó en el silencio de la noche. Schwartz se detuvo y fue llevado de regreso a la granja.
—No debe acercarse a ningún lugar que brille durante la noche —dijo Arbin paseándose nerviosamente delante de él.
—¿Por qué? —preguntó ingenuamente Schwartz.
—Porque está prohibido —fue la seca respuesta que obtuvo—. Schwartz, ¿es que realmente no sabe lo que hay allí? —preguntó Arbin después de un prolongado silencio.
Schwartz hizo una mueca de ignorancia.
—¿De dónde viene? —preguntó Arbin—. ¿Es un..., un espacial?
—¿Qué es un espacial?
Arbin se encogió de hombros y le dejó solo.
Pero aquella noche tuvo una gran importancia para Schwartz, porque mientras recorría ese kilómetro escaso hacia la fosforescencia la extraña sensación de su mente se había sublimado hasta convertirse en el Contacto Mental. Schwartz lo llamaba así, y ésa fue la ocasión en la que estuvo más cerca de poder describirlo.
Estaba solo en la oscuridad purpúrea, y la extraña blandura del pavimento parecía engullir el sonido de sus pasos. No había visto a nadie. No había tocado nada.
O mejor dicho... Sí, había sido algo parecido a un roce, pero no había estado en su cuerpo. Estaba en su mente. No era exactamente un contacto, sino una presencia indefinible..., algo parecido a un cosquilleo aterciopelado.
Y de repente hubo dos..., dos contactos distintos, separados; y el segundo —¿cómo podía distinguirlos?— fue más fuerte (no, ésa no era la palabra correcta); fue más claro, más definido...
Y entonces comprendió que era Arbin. Lo supo por lo menos cinco minutos antes de oír el ruido del motor y diez minutos antes de ver a Arbin.
Después la experiencia se fue repitiendo con una frecuencia cada vez mayor.
No tardó en descubrir que siempre sabía cuando Arbin, Loa o Grew se encontraban a menos de cien metros de él, aunque no tuviese ningún motivo para saberlo y aunque tuviese motivos para suponer precisamente lo contrario. Era difícil convencerse, y sin embargo no tardó en parecerle natural.
Hizo algunos experimentos y descubrió que siempre sabía exactamente dónde se encontraba cualquiera de ellos en cualquier momento. Podía distinguirlos porque el contacto mental variaba de una persona a otra. Nunca les habló de ello.
Y a veces se preguntaba cuál había sido el significado de aquel primer contacto mental percibido mientras caminaba hacia el resplandor del horizonte. No había pertenecido a Arbin ni a Loa ni a Grew. Bueno, ¿acaso tenía alguna importancia?
Más tarde la tuvo. Un día experimentó aquel mismo contacto mientras se ocupaba de conducir al ganado, y corrió en busca de Arbin.
—Arbin, ¿qué sabe sobre esa arboleda que está más allá de las colinas del sur? —le preguntó.
—Nada —gruñó Arbin—. Son terrenos ministeriales.
—¿Qué quiere decir?
Arbin pareció irritarse.
—Para usted no tiene ninguna importancia, ¿verdad? —replicó—. «Terrenos ministeriales» quiere decir que son propiedad del Primer Ministro.
—¿Y por qué no están cultivados?
—Porque no es un sitio para cultivar —replicó Arbin, pareciendo un poco desconcertado—. En los tiempos antiguos eran un gran Centro... Es un lugar sagrado que no debe ser profanado. Oiga, Schwartz, si quiere vivir sin problemas aquí, controle su curiosidad y ocúpese de su trabajo.
—Pero si es un lugar sagrado supongo que nadie podrá vivir allí, ¿no es cierto?
—Exactamente.
—¿Está seguro de ello?
—Estoy totalmente seguro..., y no debe ir allí. Eso le costaría la vida, ¿entiende?
—No lo haré.
Schwartz se alejó sintiéndose perplejo y extrañamente intranquilo. El contacto mental había llegado desde aquella arboleda y había sido muy intenso, y algo nuevo e inexplicable acababa de agregarse a la sensación anterior. Era un matiz hostil, como un roce amenazador.
¿Por qué? ¿Por qué?
Pero aún no se atrevía a hablar. No le habrían creído, y las consecuencias habrían resultado muy desagradables. Schwartz también sabía aquello. De hecho, Schwartz sabía demasiadas cosas.
Y además últimamente se sentía más joven. No tanto físicamente, desde luego, aunque el estómago se le había encogido y sus hombros se habían vuelto más robustos. Sus músculos parecían más resistentes y flexibles y sus digestiones habían mejorado mucho. Todo aquello era el resultado del trabajo al aire libre, pero había algo más de lo que era consciente..., y aquel algo estaba relacionado con su forma de pensar.
Los viejos siempre tienden a olvidar cómo era el pensamiento en su juventud. Olvidan la velocidad de las reacciones mentales, la audacia de la intuición juvenil y la agilidad de la introspección. Se han acostumbrado a formas más lentas del razonamiento, y como eso se debe en gran parte a la acumulación gradual de experiencias los viejos siempre se creen más inteligentes que los jóvenes.
Pero Schwartz conservaba la experiencia, y descubrió con gran satisfacción que era capaz de comprender las cosas al instante, y gradualmente fue progresando desde seguir las explicaciones de Arbin hasta ser capaz de anticiparlas adelantándose a él. La consecuencia de todo aquello fue que su sensación de haber rejuvenecido era mucho más sutil que la que podría haberle producido cualquier incremento de sus capacidades físicas.
Transcurrieron dos meses..., y de repente todo salió a la luz cuando estaba jugando al ajedrez con Grew en la glorieta.
Resultaba extraño, pero el ajedrez no había sufrido ningún cambio salvo en el nombre de las piezas. El juego se conservaba tal y como Schwartz lo recordaba, y eso le servía de consuelo; ya que al menos en ese detalle su memoria enferma no le había jugado una mala pasada.
Grew le explicó las distintas variaciones desarrolladas en el ajedrez. Había un ajedrez a cuatro manos en el que cada jugador tenía un tablero. Los tableros se tocaban en las esquinas, con un quinto tablero considerado como una «tierra de nadie» ocupando el hueco central. Había un ajedrez tridimensional en el que se colocaban ocho tableros transparentes uno encima de otro, y donde cada pieza se desplazaba en tres dimensiones al igual que antes lo había hecho en dos. El número de piezas se había duplicado, y sólo se triunfaba dando jaque mate simultáneamente a los dos reyes enemigos. Incluso había variaciones populares en las que las posiciones originales se decidían mediante un lanzamiento de dados, otras en las que ciertos cuadrados del tablero conferían ventajas o desventajas a las piezas colocadas sobre ellos o en las que se habían introducido piezas nuevas dotadas de extrañas propiedades.
Pero el ajedrez propiamente dicho —el original e inmutable juego de tablero— seguía siendo el mismo, y el torneo entre Schwartz y Grew ya había completado sus primeras cincuenta partidas.
Cuando empezaron a jugar Schwartz apenas conocía los movimientos, por lo que había perdido todas las partidas; pero la situación había ido cambiando poco a poco y sus derrotas eran cada vez menos frecuentes. En consecuencia, la manera de jugar de Grew se había ido volviendo más lenta y cautelosa, se había acostumbrado a consumir el tabaco de su pipa en los intervalos entre jugada y jugada y, finalmente, el quejumbroso anciano no había tenido más remedio que acostumbrarse a que sus derrotas fuesen cada vez más frecuentes.
Aquel atardecer Grew jugaba con las blancas, e inició la partida haciendo avanzar dos cuadros su peón de rey.































































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—Empecemos —dijo con voz malhumorada.
Sus dientes apretaban la pipa, y sus ojos ya estudiaban nerviosamente el tablero.
Schwartz se sentó en la penumbra crepuscular y suspiró. Las partidas habían ido perdiendo su interés inicial a medida que había ido siendo más capaz de conocer por anticipado los movimientos que Grew iba a efectuar. Era como si Grew tuviera una ventanita en el cráneo, y el hecho de conocer casi instintivamente cómo se iba a desarrollar la partida se sumaba al resto del problema de Schwartz.
Usaban un tablero nocturno que brillaba en la oscuridad con un resplandor de cuadros azules y anarajados. Vistas a la luz del día las piezas parecían toscas figuras de barro rojizo, pero de noche sufrían una sorprendente metamorfosis. Una mitad quedaba bañada por una blancura cremosa que le daba el aspecto liso y gélidamente luminoso de la porcelana, y el resto de la pieza centelleaba emitiendo pequeñas chispas rojizas.
Los primeros movimientos se efectuaron con bastante rapidez. El peón de Schwartz hizo frente al avance del enemigo.































































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Grew llevó el caballo de rey a alfil 3, y Schwartz contestó moviendo el caballo de reina a alfil 3.






























































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Después el alfil blanco fue cambiado a caballo de reina 5, y el peón negro de la torre de reina avanzó un cuadro para obligarle a retirarse a torre 4.






























































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Después llevó su otro caballo a alfil 3.































































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Las piezas resplandecientes se deslizaban sobre el tablero como si tuvieran una siniestra voluntad propia, y los dedos que las movían desaparecían en la oscuridad.
Schwartz estaba asustado. Lo que iba a hacer quizá fuese interpretado como una muestra de locura, pero ya no podía esperar más, necesitaba saberlo.
—¿Dónde estoy? —preguntó de repente.
Grew alzó la vista mientras movía el caballo de reina a alfil 3.































































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—¿Qué has dicho? —replicó.
Schwartz no conocía la palabra equivalente a «nación» o «país».
—¿Qué mundo es éste? —preguntó, y llevó el alfil a rey 2.































































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—La Tierra —fue la lacónica respuesta de Grew.
Y Grew se enrocó con deliberada lentitud, levantando primero la esbelta figura del rey y después la maciza torre, que pasó por arriba y colocó al otro lado.