Relato corto del Mundodisco

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The last samurai
Ulema
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Relato corto del Mundodisco

Mensaje por The last samurai »

Extraído de alguna web, no recuerdo cual:

Muerte y lo que viene después

Un relato corto del Mundodisco
Por Terry Pratchett
Copyright © Terry Pratchett 2002


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Cuando Muerte se encontró con el filósofo, éste le comentó con gran entusiasmo:

— ¿Te das cuenta de que en este momento estoy vivo y muerto al mismo tiempo?

Muerte suspiró. Vaya, uno de ésos, pensó. Otra vez con el cuanto. Odiaba tener que tratar con filósofos: siempre intentaban escaquearse.

— Verás –dijo el filósofo, mientras Muerte, inmóvil, observaba deslizarse los granos del reloj de arena—, todo está hecho de partículas minúsculas, que poseen la extraña propiedad de estar en muchos lugares al mismo tiempo. Pero las cosas hechas de partículas minúsculas tienden a quedarse en un solo sitio en un mismo momento, algo que parece chocar con la teoría cuántica. ¿Puedo continuar?

SÍ, PERO NO INDEFINIDAMENTE –dijo Muerte, sin apartar la vista de la arena—, NADA ES INMANENTE.

— Bien, si estamos de acuerdo en que hay un número infinito de universos, ¡entonces hemos resuelto el problema! Si hay un número infinito de universos, ¡esta cama puede estar en millones de ellos y todo al mismo tiempo!

¿SE MUEVE?

— ¿Qué?

Muerte señaló la cama. ¿NOTAS QUE SE MUEVA?

— No, pero porque también hay millones de versiones de mí mismo... y ahora llega lo bueno... ¡en algunos de esos universos no estoy a punto de morir! ¡Todo es posible!

Muerte tamborileó con los dedos en la guadaña mientras consideraba las palabras del filósofo.

¿Y LO QUE ME QUIERES DECIR ES…?

— Que no estoy muriendo exactamente, ¿no? Ya no eres algo tan seguro.

Muerte suspiró. Ahí estaba el problema. Estas cosas nunca pasaban en un mundo con el cielo tapado por eternas nubes. Pero una vez que los humanos contemplaban todo ese espacio, el cerebro se les ampliaba para intentar rellenarlo.

— No contestas, ¿eh? —dijo el filósofo moribundo—. Nos sentimos algo anticuados, ¿a que sí?

ES TODO UN ACERTIJO, SÍ —dijo Muerte. Antes rezaban, pensó. Eso sí, nunca había estado seguro de que el rezo funcionara. Pensó un poco —. Y ASÍ LO RESOLVERÉ —añadió. ¿AMAS A TU ESPOSA?

— ¿Qué?

LA SEÑORA QUE TE HA ESTADO CUIDANDO. ¿LA AMAS?

— Sí, claro.

¿SE TE OCURRE ALGUNA CIRCUNSTANCIA EN LA QUE, SIN QUE CAMBIE TU VIDA DE NINGUNA MANERA HASTA ESTE MOMENTO, COGERÍAS UN CUCHILLO Y LA APUÑALARÍAS? —dijo Muerte—. ¿POR EJEMPLO?

— ¡Claro que no!

PERO TU TEORÍA AFIRMA QUE DEBERÍAS. ES BIEN POSIBLE, DENTRO DE LAS LEYES FÍSICAS DEL UNIVERSO, ASÍ QUE TIENE QUE PASAR, TIENE QUE PASAR MUCHAS VECES. CADA INSTANTE SON MILES DE MILLONES DE INSTANTES Y EN ESTOS INSTANTES TODO LO POSIBLE ES INEVITABLE. TODO EL TIEMPO, ANTES O DESPUÉS, SE REDUCE A UN INSTANTE.

— Sin embargo, es obvio que podemos elegir entre...

¿EXISTE LA ELECCIÓN? TODO LO QUE PUEDE PASAR, TIENE QUE PASAR. TU TEORÍA AFIRMA QUE POR CADA UNIVERSO CREADO PARA DEJAR ESPACIO A TU "NO", TIENE QUE HABER UNO CREADO PARA DEJAR ESPACIO A TU “SÍ”. Y SIN EMBARGO, HAS AFIRMADO QUE JAMÁS COMETERÍAS UN ASESINATO. EL MISMO TEJIDO DEL COSMOS SE ESTREMECE ANTE TU TERRIBLE SEGURIDAD. TU MORAL SE CONVIERTE EN UNA FUERZA TAN GRANDE COMO LA GRAVEDAD. —La verdad, pensó Muerte, el espacio tiene mucho que explicar.

— ¿Eso último era un sarcasmo?

LO CIERTO ES QUE NO, ESTOY IMPRESIONADO E INTRIGADO. LA IDEA QUE ME PRESENTAS PRUEBA LA EXISTENCIA DE DOS LUGARES QUE UNA VEZ FUERON MÍTICOS. EN ALGÚN LUGAR, HAY UN MUNDO EN EL QUE TODOS TOMARON LA DECISIÓN CORRECTA, LA ELECCIÓN MORAL, LA DECISIÓN QUE MAXIMIZÓ LA FELICIDAD DE SUS IGUALES. ES EVIDENTE QUE TODO ESTO IMPLICA QUE OTRO SITIO REPRESENTA LOS HUMEANTES RESTOS DE UN LUGAR EN EL QUE NO LO HICIERON.

— ¡Venga ya, yo sé a dónde quieres llegar! ¡Nunca he creído en esas tonterías del Cielo y el Infierno!

Cada vez había menos luz en la habitación. El brillo azul del filo de la guadaña del segador se hacía más y más evidente.

SORPRENDENTE. SORPRENDENTE DE VERDAD. PERMÍTEME PRESENTARTE OTRA IDEA: NO ERES MÁS QUE UNA ESPECIE DE SIMIO CON SUERTE QUE INTENTA ENTENDER LA COMPLEJIDAD DE LA CREACIÓN MEDIANTE UN LENGUAJE QUE EVOLUCIONÓ PARA DECIRLE AL OTRO DÓNDE ESTABA LA FRUTA MADURA.

A duras penas podía respirar, pero el filósofo consiguió decir:

— No seas estúpido.

NO ERA MI INTENCIÓN UN COMENTARIO DESPECTIVO. SI TENEMOS EN CUENTA LAS CIRCUNSTANCIAS, HABÉIS LLEGADO MUY LEJOS.

— ¡Hemos conseguido superar supersticiones pasadas de moda!

BIEN HECHO. ASÍ ME GUSTA. SÓLO QUERÍA COMPROBARLO.

Se inclinó hacia delante.

¿CONOCES LA TEORÍA QUE AFIRMA QUE EL ESTADO DE CIERTAS PARTÍCULAS MINÚSCULAS PERMANECE INDETERMINADO HASTA QUE SON OBSERVADAS? A MENUDO SE MENCIONA UN GATO ENCERRADO EN UNA CAJA.

— Ah, claro —dijo el filósofo.

BIEN —dijo Muerte, poniéndose de pie y sonriendo mientras se extinguía la poca luz que todavía brillaba.

YO TE VEO…
Jordison escribió: 08 Jun 2018 11:33 Joder, la tienes dentrísimo.

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Vassago
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Mensaje por Vassago »

Coño, que bueno.

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Yongasoo
Ulema
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Mensaje por Yongasoo »

Aca va otro relato corto de Mundodisco.
"Muerte y lo que viene despues" me encanto... este no tanto pero tambien es entretenido.

Teatro de Crueldad

Por Terry Pratchett


Era una bonita mañana de verano, de las que hacen que un hombre se sienta feliz de estar vivo. Y probablemente el hombre se habría sentido más feliz si hubiera estado vivo. Estaba, de hecho, muerto. Habría sido difícil estar más muerto sin entrenamiento especial.
"Bueno," dijo el sargento Colon (guardia de la ciudad de Ankh-Morpork, patrulla nocturna), consultando su libreta, "hasta ahora tenemos como causa de la muerte a) ser golpeado con al menos un instrumento contundente b) ser estrangulado con una ristra de salchichas y c) ser salvajemente atacado por al menos dos animales con grandes dientes afilados. ¿Qué hacemos ahora, Nobby?"
"Arrestar al sospechoso, sargento," dijo el cabo Nobbs, saludando elegantemente
"¿Sospechoso, Nobby?"
"Él," dijo Nobby, golpeando el cadáver con su bota. "Yo diría altamente sospechoso, estar así de muerto. Además, ha estado bebiendo. Podríamos arrestarlo por estar muerto y por escándalo público."
Colon se rascó la cabeza. Arrestar al cadáver, ofrecía, desde luego, algunas ventajas. Pero...
"Reconozco," dijo lentamente, "que el capitán Vimes querrá que esto se solucione. Mejor llévalo a la Casa de la Guardia, Nobby."
"¿Y después nos podemos comer las salchichas, sargento?" dijo el cabo Nobbs.

No era fácil ser el jefe de policía de Ankh-Morpork, la ciudad más grande del Mundodisco[*].
Probablemente había mundos, reflexionaba el capitán Vimes en sus momentos melancólicos, en los que no hubiera magos (que convertían las habitaciones cerradas en un misterio) o zombis (los casos de asesinato eran muy extraños cuando la víctima podía ser el testigo principal) y donde se pudiera confiar en que los perros no harían nada por las noches y no irían por ahí hablando con la gente. El capitán Vimes creía en la lógica, de forma muy parecida a la que un hombre en el desierto creía en el hielo -- es decir, era algo que realmente necesitaba, pero este simplemente no era el mundo adecuado para ello. Sólo por una vez, pensó, estaría bien resolver algo.
Miró al cuerpo, cuya cara estaba ya azulada, tendido en la mesa, y sintió un ligero atisbo de emoción. Había pistas. Nunca había visto pistas decentes hasta entonces.
"No puede haber sido un ladrón, capitán," dijo el sargento Colon. "La razón es que sus bolsillos estaban llenos de dinero. Once dólares."
"Yo no llamaría a eso llenos," dijo el capitán Vimes.
"Estaba todo en peniques y medios peniques, señor. Estoy impresionado de que sus pantalones aguantaran el peso. Y astutamente he descubierto que se dedicaba al mundo del espectáculo, señor. Tenía unas tarjetas en su bolsillo, señor. 'Chas Slumber, Espectáculos para niños'."
"Supongo que nadie vio nada," dijo Vimes.
"Bueno, señor," dijo el sargento Colon amablemente, "Le dije al agente Zanahoria que fuera a buscar testigos."
"¿Le pediste al cabo Zanahoria que investigara un asesinato? ¿Él sólo?" dijo Vimes.
El sargento se rascó la cabeza.
"Y él me preguntó, ¿conoces a alguien muy viejo y seriamente enfermo?"

Y en el mágico Mundodisco, siempre hay un testigo garantizado para cualquier homicidio. Es su trabajo.
El agente Zanahoria, el miembro más joven de la Guardia, a menudo parecía simple para los demás. Y lo era. Era increíblemente simple, pero del mismo modo que una espada es simple, o una emboscada es simple. También era posiblemente la persona con el pensamiento más lineal en la historia del universo.
Había estado esperado al lado de la cama de un anciano, que había disfrutado bastante de su compañía. Y ahora era el momento de sacar su libreta.
"Bien, sé que usted vio algo, señor," dijo. "Estaba allí."
BUENO, SÍ, dijo la Muerte. TENGO QUE ESTAR, SABES. PERO ESTO ES MUY IRREGULAR.
"Verá, señor," dijo el cabo Zanahoria, "tal y como yo entiendo la ley, usted es un Complemento Tras El Hecho. O posiblemente Antes Del Hecho."
JOVEN, YO SOY EL HECHO.
"Y yo soy un agente de la ley," dijo el cabo Zanahoria. "Tiene que haber leyes, ya sabe."
QUIERES QUE...EH...¿SEÑALE A ALGUIEN? ¿DELATE A ALGUIEN? ¿QUE CANTE COMO UNA PALOMA? NO. NADIE MATÓ A MR. SLUMBER. NO PUEDO AYUDARTE CON ESO.
"Oh, no lo sé señor," dijo Zanahoria, "Creo que ya lo ha hecho."
MALDITA SEA.
La Muerte vio como Zanahoria se marchaba, agachando la cabeza mientras bajaba las estrechas escaleras de la casucha.
AHORA, POR DONDE IBA...
"Perdona," dijo el anciano en la cama. "Resulta que tengo 107 años, sabes. No tengo todo el día."
AH, SÍ, CLARO.
La Muerte afiló su guadaña. Era la primera vez que ayudaba a la policía en sus investigaciones. Aún así, todo el mundo tenía un trabajo que hacer.

El cabo Zanahoria paseaba tranquilamente por la ciudad. Tenía una Teoría. Había leído un libro sobre Teorías. Sumabas todas las pistas, y tenías una Teoría. Todo tenía que encajar.
Había salchichas. Alguien tenía que comprar salchichas. Y después estaban los peniques. Normalmente sólo un subsector de la raza humana pagaba las cosas con peniques.
Llamó a la puerta del fabricante de salchichas. Encontró a un grupo de niños y charló con ellos durante un rato.
Después volvió al callejón, donde el cabo Nobbs había dibujado el contorno del cuerpo en el suelo (coloreándolo, y añadiendo una pipa y un bastón y algunos árboles y arbustos al fondo -- la gente ya había dejado 7 peniques en su casco). Prestó atención a un montón de basura al final de la calle, y después se sentó en un barril viejo.
"Está bien... ya podéis salir," dijo al mundo en general. "No sabía que quedaran gnomos en el mundo."
La basura se removió. Salieron uno tras otro -- el pequeño hombre con el sombrero rojo, la joroba y la nariz de garfio, la pequeña mujer con un gorro llevando un bebé aún más pequeño, el pequeño policía, el perro con un collar alrededor del cuelo, y el pequeñísimo cocodrilo.
El cabo Zanahoria se sentó y escuchó.
"Nos obligó a hacerlo," dijo el hombrecillo. Tenía una voz sorprendentemente profunda. "Solía pegarnos. Incluso al cocodrilo. Era lo único que entendía, golpear cosas con palos. Y solía llevarse todo el dinero que Toby el perro recogía y se emborrachaba. Y entonces huímos y nos acorraló en el callejón y empezó con Judy y el bebé y se cayó y..."
"¿Quién le golpeó primero?" dijo Zanahoria.
"¡Todos nosotros!"
"Pero no muy fuerte," dijo Zanahoria. "Sois todos muy pequeños. Vosotros no lo matasteis. Estaba muy convencido de eso. Así que fui y le eché otro vistazo. Se ahogó. ¿Qué es esto?"
Sostuvo un pequeño disco de cuero.
"Es como una bocina," dijo el pequeño policía. "Lo usaba para las voces. Decía que las nuestras no eran lo bastante divertidas."
"¡Así se hace!" dijo la que se llamaba Judy.
"Estaba atascado en su garganta," dijo Zanahoria. "Sugiero que huyáis. Tan lejos como podáis."
"Pensabamos que podíamos organizar una cooperativa," dijo el gnomo jefe.
"Ya sabes... drama experimental, teatro callejero, ese tipo de cosas. No golpearnos entre nosotros con palos..."
"¿Actuabais así para los niños?" dijo Zanahoria.
"El decía que era un nuevo tipo de diversión. Dijo que se pondría de moda."
Zanahoria se levantó, y tiró la bocina al montón de basura.
"A la gente no le gustará," dijo. "No es la manera de hacerlo."
[*] Que es plano y va por el espacio sobre el lomo de una tortuga enorme, y por qué no...
"Apathy's a tragedy
And boredom is a crime"

GNU Terry Pratchett

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jubilao
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Mensaje por jubilao »

subsección linkitos de toda la vida que no pueden faltar en ningún post del señor del sombrero, presenta...

http://mundodisco.dreamers.com/

jeje, Imagen soy yo!
Urdu escribió: Tengo fotos actualizadas de mi rabo.

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Cíclope Bizco
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Mensaje por Cíclope Bizco »

El puente del Troll

El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacia demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus Casas, frente al hogar, y se contaban historias sobre héroes.
Eran un viejo caballo y un viejo jinete. El caballo parecía una tostadora empaquetada al vacío; el hombre tenía el aspecto de que el único motivo por el que no caía de su montura era que no podía reunir las fuerzas necesarias para ello. A pesar del cortante viento helado, sólo iba vestido con una corta falda de piel y un vendaje sucio en una rodilla.
Se quitó una empapada colilla de los labios y la aplastó contra la otra mano.
–Está bien, vamos a hacerlo –dijo.
–Para ti es muy fácil –contestó el caballo–. Pero ¿y si tienes uno de tus ataques de vértigo? Y últimamente tienes la espalda fatal. ¿Cómo me sentiré, si nos devoran porque tienes un tirón en la espalda en un mal momento?
–Eso no pasará –aseguró el hombre.
Se deslizó hasta las heladas piedras y sopló sobre sus dedos. Luego sacó del fardo una espada con un filo que parecía una sierra mal conservada y asestó unos mandobles en el aire con escasa convicción.
–Todavía conservo mi viejo estilo –comentó.
El hombre hizo una mueca y fue a apoyarse en un árbol.
–Juraría que esta maldita espada es más pesada cada día.
–Tendrías que volver a guardarla –le aconsejó el rocín–. Ya basta por hoy. ¡Hacer estas cosas a tu edad! No está bien.
El hombre puso los ojos en blanco.
–Jodida subasta! Esto es lo que me pasa por comprar algo que perteneció a un mago –maldijo, dirigiéndose al frío mundo en general– Te miré los dientes y los cascos, pero no se me ocurrió escuchar.
–¿Quién crees que estaba pujando contra ti? –replicó el equino. Cohen el Bárbaro siguió apoyado en el árbol. No estaba totalmente seguro de poder volver a enderezarse.
–Debes de tener muchos tesoros escondidos –supuso el caballo–. Podríamos ir hacia el Límite. ¿Qué te parece? Es bonito y hace calor. Un bonito y caluroso lugar, con una playa, ¿eh? ¿Qué me dices?
–No hay ningún tesoro –declaró Cohen–. Me lo gasté todo. En bebida. Lo di todo. Lo perdí.
–Debiste haber guardado algo para la vejez.
–Jamás pensé que llegaría a la vejez.
–Algún día morirás –dijo el caballo–. Podría ser hoy.
–Ya lo se'. ¿Por qué crees que he venido aquí?
El equino se giró y miró hacia el barranco. Allí, el camino era tortuoso y difícil de seguir. Unos árboles jóvenes se abrían paso entre las piedras. El bosque estaba apiñado a ambos lados. En unos años más, nadie sabría que allí había habido un sendero. Por su aspecto, tampoco lo sabía nadie ahora.
–¿Has venido aquí a morir?
–No. Pero hay algo que siempre he querido hacer. Desde que era un muchacho.
–¿Ah, sí?
Cohen intentó incorporarse. Los tendones lanzaron mensajes candentes por sus piernas.
–Mi padre... –chilló. Luego recuperó el control–. Mi padre me dijo... –Pugnó por tomar aire.
–Hijo... –trató de ayudarlo el caballo.
–¿Qué?
–Hijo. Ningún padre llama a su chaval «hijo» a menos que esté a punto de impartirle algo de su sabiduría. Todo el mundo lo sabe.
–Son mis recuerdos.
–Perdón.
–Me dijo: «Hijo...». Sí, vale. «Hijo, cuando venzas a un troll en combate singular, podrás hacer cualquier cosa.»
El caballo parpadeó. Luego volvió a examinar el sendero entre los les hasta la profundidad del barranco. Allí había un puente de piedra
Tuvo un horrible presentimiento.
Pateó nerviosamente el suelo con los cascos.
–Vamos hacia el Límite –insistió–, Es bonito y hace calor.
–No.
–¿Qué ganamos matando a un troll? ¿Qué conseguirás con eso?
–Un troll muerto. De eso se trata. En cualquier caso, no es necesario matarlo. Basta con vencerlo. Uno contra uno. Mano a... troll. Si no lo intento, mi padre se revolverá en la tumba.
–Me dijiste que te expulsó de la tribu cuando tenías once años.
–Lo mejor que pudo haber hecho jamás. Me enseñó a volar con las alas de otros. Ven aquí, ¿quieres?
El caballo se puso a su lado. Cohen se agarró a la silla y se incorporó.
–Y tú quieres luchar hoy con un troll... –rezongó el equino.
Cohen rebuscó en el saco y extrajo la bolsa de tabaco. El viento sacudió el papel de fumar mientras enrollaba un cigarrillo.
–Eso es –asintió.
–Y hemos hecho todo este camino para eso.
–Teníamos que hacerlo –dijo Cohen–. ¿Cuándo fue la última vez que viste un puente con un troll debajo? Cuando yo era un chaval, había a cientos. Ahora hay más trolls en las ciudades que en las montañas. La mayoría, gordos como cerdos. ¿Para qué combatimos en tantas guerras? Ahora... cruza ese puente.
Era un puente solitario sobre un río poco profundo, espumoso y traicionero en un hondo valle. La clase de lugar donde uno se topa con...
Una figura gris saltó sobre el parapeto y cayó con los pies separados frente al caballo. Blandía un garrote.
–Está bien –gruñó.
–Oh... –empezó el caballo.
El troll parpadeó. Incluso los cielos fríos y nubosos del invierno reducían seriamente la conductividad del cerebro de silicona de un troll. Tardó todo este tiempo en darse cuenta que no había nadie en la silla
Parpadeó de nuevo, porque sintió de pronto la punta de un cuchillo en el cogote.
–Hola –saludó una voz junto a su oreja.
El troll tragó saliva. Pero con mucho cuidado.
–Mira, esto es una tradición, ¿vale? –dijo a la desesperada–. En un puente como éste, la gente tiene que esperar que aparezca un troll.
»Por cierto –añadió, cuando otro pensamiento llegó a duras penas ¿cómo es que no te he oído acercarte?
–Porque esto lo hago bien –repuso el viejo.
–Eso es verdad –confirmó el rocín–. Se ha acercado sigilosamente a otros hombres más veces de las que tú has asustado a tus cenas.
El troll se arriesgó a mirarlo de reojo.
–¡Por todos los demonios! –susurró–. Te crees que eres Cohen el Bárbaro, ¿no?
–¿Y tú qué crees? –dijo Cohen el Bárbaro.
–Escucha –intervino el caballo–, si no se hubiese envuelto las rodillas con vendas, lo habrías descubierto por el crujir de sus huesos.
El troll necesitó un cierto tiempo para entenderlo.
–¡Oh, vaya! –exclamó jadeante–. ¡En mi puente! ¡Vaya!
–¿Qué? –preguntó Cohen, El troll se zafó de la presa y agitó las manos frenéticamente.
–¡Está bien! ¡Está bien! –gritó mientras Cohen avanzaba–. ¡Ya me tienes! ¡Ya me tienes! ¡No voy a resistir! Sólo quiero llamar a mi familia, ¿de acuerdo? De lo contrario, nadie me creerá. ¡Cohen el Bárbaro! ¡En mi puente!
Su pecho, enorme y duro como una piedra, se hinchó aun mas.
–Mi jodido cuñado siempre está fardando de su jodido puente de madera –añadió–, y mi mujer no sabe hablar de otra cosa. ¡Ja! Me gustaría verle la cara ahora... ¡Oh, no! ¿Qué vas a pensar de mí?
–Buena pregunta –dijo Cohen.
El troll soltó el garrote y estrechó la mano a Cohen.
–Me llamo Mica –se presentó–. ¡Qué gran honor! –Se asomó al parapeto y vociferó–: ¡Berila! ¡Sube! ¡Y trae a los niños!
Cuando se volvió hacia Cohen, el rostro del troll estaba resplandeciente de felicidad y orgullo.
–Berila siempre dice que tendríamos que mudarnos, encontrar algo mejor; pero yo le contesto que este puente ha sido de nuestra familia durante generaciones. Siempre ha habido un troll bajo el Puente de la Muerte. Es la tradición.
Una enorme mujer troll con dos niños a cuestas subió por la ribera arrastrando los pies, seguida de una fila de trolls más pequeños. Todos ellos se alinearon detrás de su padre y observaron a Cohen con grandes ojos.
–Te presento a Berila –dijo el troll. Su mujer miró ceñuda a Cohen–. Y éste... –empujó hacia adelante a una copia más pequeña y enfurruñada de sí mismo– es mi chaval, Pedregal. Una lasca de la vieja roca. Será el que se encargue del puente cuando yo ya no esté, ¿verdad, Pedregal? ¡Mira, este señor es Cohen el Bárbaro! ¿Qué te parece, eh? ¡En nuestro puente! No sólo tenemos mercaderes ricos y fofos como tu tío Piritas –añadió el troll, hablando todavía a su hijo mirando por el rabillo del ojo a su mujer–: tenemos héroes de verdad, como en los viejos tiempos.
La mujer del troll miró a Cohen de arriba abajo.
–¿Es rico, éste? –preguntó.
–El dinero no tiene nada que ver –contestó el troll.
–¿Vas a matar a papá? –inquirió Pedregal, suspicaz.
–¡Pues claro que sí! –afirmó Mica con severidad–. Es su trabajo. Y luego seré famoso y me mencionarán en canciones y en cuentos. Éste es Cohen el Bárbaro, ¿comprendes?, no un gilipollas del pueblo. Es un héroe famoso que ha hecho todo este viaje para vernos, así que mostradle más respeto.
»Lo siento, señor –se disculpó después ante Cohen–. Ya sabe cómo son los chicos de hoy.
El caballo empezó a reírse con disimulo.
–Bueno, escucha... –empezó Cohen.
–Recuerdo que papá me contó cosas de usted cuando yo era un guijarrito –dijo Mica–. «Monta sobre el mundo como un "closo"», me decía.
Se produjo un silencio. Cohen se preguntó qué era un «closo» y sinti6 la pétrea mirada de Berila clavada en él.
–No es más que un viejo –comentó ella–. No me parece un héroe. Si es tan bueno, ¿por qué no es rico?
–Bueno, escucha... –intentó contestar Mica.
–¿Esto es lo que hemos estado esperando todos estos años? –lo interrumpió la troll–. ¿Por esto hemos estado bajo un puente con goteras? ¿Esperando a gente que no venia nunca? ¿Esperando a viejos con las piernas vendadas? ¡Tendría que haber hecho caso a mi madre! ¿Y ahora quieres que deje a mi hijo quedarse sentado bajo el puente esperando a que venga otro viejo a matarlo? ¿Esto es ser un troll? ¡Bueno, pues ni hablar!
–¿Quieres escucharme?
–¡Ja! ¡Piritas no tiene viejos! ¡Consigue mercaderes ricos y gordos! Es alguien. ¡Debiste haber ido con él cuando tuviste la ocasión!
–¡Antes comería gusanos!
–¿Gusanos, eh? ¿Desde cuándo podemos permitirnos comer gusanos?
–¿Podemos hablar en privado? –intervino Cohen.
Echó a andar hacia el otro extremo del puente, haciendo oscilar la espada. El troll lo siguió, caminando sin hacer ruido.
Cohen buscó la bolsa de tabaco. Miró al troll y sostuvo la bolsa en alto
–¿Fumas? –le preguntó.
–Eso puede matarte –repuso el troll.
–Sí. Pero no hoy.
–¡No te quedes todo el día charlando con tus amigotes! –vociferó Berila desde su lado del puente–. ¡Hoy te toca ir al aserradero! Ya sabes que Chert dijo que no podría guardarte el empleo si no te tomabas el trabajo en serio!
Mica sonrió a Cohen con un gesto de disculpa.
–Se preocupa mucho por mí –le explicó
–¡No voy a recorrerme el río otra vez para sacarte del lío! –rugió Berila–. ¡Cuéntale lo de los machos cabríos, señor Gran Troll!
–¿Machos cabríos? –se extrañó Cohen.
–No sé nada de esos machos cabríos –dijo Mica–. Siempre está hablando de los machos cabríos, y yo no sé nada de ellos. –E hizo una mueca.
Observaron cómo Berila se llevaba a los jóvenes trolls por la ribera hasta la oscuridad que se extendía bajo el puente.
–La cuestión es que no pretendía matarte –declaró Cohen cuando quedaron a solas.
El troll quedó decepcionado.
–¿No?
–Sólo quería tirarte desde el puente y robarte los tesoros que tuvieras.
–¿Sí?
Cohen le dio unas palmadas en la espalda.
–Además –añadió–, me gusta la gente con... buena memoria. Eso es lo que necesita el país: buena memoria.
–Hago cuanto puedo, señor –repuso el troll, poniéndose firmes–. Mi chaval quiere ir a trabajar a la ciudad. Le he dicho que ha habido un troll bajo este puente durante casi quinientos años...
–Así que, si me entregas tu tesoro, seguiré mi camino –prosiguió Cohen.
El rostro del troll se crispó en un súbito ataque de pánico.
–¿Tesoro? No tengo ninguno.
–¡Oh, vamos! ¿Con un puente como el tuyo?
–Si, pero ya nadie baja por el sendero –dijo Mica–. La verdad es que has sido el primero en varios meses. Berila dice que tendría que haberme ido con su hermano cuando construyeron la nueva vereda por su puente, pero –levantó la voz– yo dije: ha habido trolls bajo este puente...
–Ya, ya –lo cortó Cohen.
–El caso es que el puente se está cayendo –continuó el troll–. Y no tienes idea de lo que cobran los albañiles. ¡Serán cabritos esos enanos! No puede uno confiar en ellos. –Se inclinó hacia Cohen y agregó en tono confidencial–: Para ser franco, tengo que trabajar tres días a la semana en el aserradero de mi cuñado para llegar a fin de mes.
–Creía que tu cuñado vivía bajo un puente.
–Uno de ellos. Pero mi mujer tiene tantos hermanos como los perros tienen pulgas –explicó el troll, y miró hacia el torrente con desolación–. Uno de ellos es maderero en Aguas Agrias, otro tiene el puente, el tercero es un gordo comerciante en Pica Amarga. ¿Te parece trabajo para un troll?
–Pero uno está en el negocios de los puentes.
–¿El negocio de los puentes? ¿Sentado sobre una caja todo el día haciendo pagar una pieza de plata a los viajeros que quieren cruzar–¡La mitad del tiempo ni siquiera está en su sitio! Paga a un enano para que le haga de recaudador. ¡Y se llama troll! ¡No puedes distinguirlo de un humano a menos que lo mires de cerca!
Cohen asintió, comprensivo.
–¿Sabes que tengo que ir a cenar con ellos cada semana? –prosiguió el troll–. ¿Con los tres? Y tener que escucharles que hay que adaptarse a los tiempos...
–Qué hay de malo en ser un troll bajo un puente? –agregó, mirando con tristeza a Cohen–. Me crié para ser un troll bajo un puente, y quiero que Pedregal sea un troll bajo un puente cuando yo ya no esté. ¿Qué hay de malo en eso? Si no, ¿qué sentido tiene todo? ¿Para qué vivimos?
Se recostó en el parapeto con gesto abatido, mirando hacia las espumosas aguas.
–¿Sabes? –dijo Cohen despacio–, recuerdo la época en que un hombre podía cabalgar desde aquí a las Montañas Afiladas y no ver ningún otro ser vivo. –Paseó los dedos por la espada y añadió–: Al menos, ninguno en un largo trecho.
Tiró la colilla al agua y continuó:
–Ahora, todo son granjas. Pequeñas granjas dirigidas por gente pequeña. Y vallas por todas partes. Mires donde mires, verás granjas, vallas y gente pequeña.
–Ella tiene razón –dijo el troll, continuando su conversación anterior–. No hay futuro en seguir saltando de debajo de un puente.
–No tengo nada contra las granjas, por supuesto –prosiguió Cohen–. Ni contra los granjeros. Tiene que haberlos. Lo malo es que antes estaban muy lejos, en los límites. Ahora esto es el límite.
–Siempre hacia atrás –declaró el troll–. Siempre cambiando. Como mi cuñado Chert. ¡Un aserradero! ¡Un troll dirigiendo un aserradero! ¡Y tendrías que ver el lío que está organizando con el bosque de las Sombras Cortadas!
Cohen, sorprendido, levantó la mirada.
–¿Cuál, el de las arañas gigantes?
–¿Arañas? Ya no hay arañas allí. Sólo tocones de árbol.
–¿Tocones? ¿Tocones? Me gustaba ese bosque. Era... bueno, era oscuro Hoy en día ya no se encuentra un bosque sombrío. En un bosque como ése se sabía lo que era sentir terror.
–Quieres sombras? Lo está replantando con abetos rojos –dijo Mica
–¡Abetos!
–No es idea suya. No distingue un árbol de otro. Todo se le ocurrió a Arcilla. Él lo enredó.
Cohen sintió un mareo.
–¿Y quién es Arcilla?
–Te he dicho que tengo tres cuñados, ¿no? Este es el comerciante. Dijo que, si se replantaba, sería más fácil vender el terreno.
Se produjo una larga pausa mientras Cohen asimilaba la información.
–No se puede vender el bosque de las Sombras Cortadas –dijo por fin–. No pertenece a nadie.
–Así es. Dice que por eso puede venderlo.
Cohen descargó el puño sobre el parapeto. Una piedra se desprendió y cayó al barranco.
–Perdón –se excuso.
–No te preocupes. Ya te he dicho que se está cayendo a pedazos.
Cohen se revolvió.
–¿Qué ocurre? Recuerdo todas las grandes guerras del pasado. ¿Tú no? Debiste de luchar en ellas también.
–Llevaba un garrote, si'.
–Se suponía que todo era por un nuevo y brillante futuro basado en la ley y todo lo demás. Eso era lo que decía la gente.
–Bueno, yo combatía porque un troll grandullón con un látigo me obligaba –dijo Mica con cautela–. Pero sé lo que quieres decir.
–Quiero decir que no lo hicimos por los granjeros y los abetos rojos, ¿no?
–Y aquí estoy yo reivindicando este puente –filosofó Mica, con gesto abatido–. Y tú has hecho todo este camino...
–Y había un rey o algo así –continuó Cohen vagamente, contemplando el agua–. Y creo que había hechiceros. Pero seguro que había un rey. Estoy casi seguro. Jamás lo conocí. ¿Sabes? –Sonrió al troll–. No logro acordarme de su nombre. No creo que me lo dijeran nunca.
Una media hora después, el caballo de Cohen salió de los sombríos bosques a un páramo desolado y azotado por el viento. Siguió caminando con paso cansino por un tiempo hasta que dijo:
–Muy bien... ¿Cuánto le has dado?
–Doce piezas de oro –contestó Cohen.
–¿Por qué le diste doce piezas de oro?
–Sólo llevaba doce.
–Debes de estar loco.
–Cuando empecé en este negocio de ser bárbaro –dijo Cohen–, todos los puentes tenían un troll debajo. Y no se podía atravesar un bosque como el que acabamos de cruzar sin que una docena de trasgos intentase cortarte la cabeza. –Suspiró–. Me pregunto qué ha sido de todos ellos.
–Tú sabrás –insinuó el caballo.
–Bueno, vale. Pero siempre creí que habría más. Siempre pensé que habría nuevos límites.
–¿Cuántos años tienes?
–Ni idea.
–Entonces eres lo bastante viejo para no llamarte a engaño.
–Sí, tienes razón.
Cohen encendió otro cigarrillo y tosió hasta que se le humedecieron los ojos
–¡Se te está ablandando el cerebro!
–Sí,.
–¡Darle hasta tu última moneda a un troll!
–Sí –confirmó Cohen, y lanzó una voluta de humo al sol poniente.
–¿Por qué?
Cohen contempló el cielo. El resplandor rojizo era frío como las laderas del infierno. Un viento helado cruzó la estepa y sacudió los restos de su melena.
–Por la forma como deberían ser las cosas –respondió.
–¡Ja!
–Por las cosas como fueron antes.
––¡Ja!
Cohen agachó la cabeza. Y sonrió.
–Y por tres direcciones. Algún día moriré –dijo–, pero creo que hoy, no.
El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo. Hacía demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse. Pero cada vez quedaban menos lobos, y menos bosques.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus casas, frente al hogar.
Y se contaban historias sobre héroes.
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.

Nueva Orleans es un museo de muertos.

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Mensaje por _KraD_ »

El puente del Troll


Muy mítico, fue publicado en "Homenaje a Tolkien" mientras que "Teatro de crueldad" fue escrito por Pratchett para su distribución unicamente por la red.
"Muerte y lo que viene después" no tengo idea de donde salió.
Pero si encuentro "EL mar y los pececillos" que es otro relato corto de un libro de historias fantásticas (y ambientado en mundodisco, este relato en concreto no el libro) lo pego.

Buscando...

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_KraD_
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Mensaje por _KraD_ »

_KraD_ escribió:
El puente del Troll


Muy mítico, fue publicado en "Homenaje a Tolkien" mientras que "Teatro de crueldad" fue escrito por Pratchett para su distribución unicamente por la red.
"Muerte y lo que viene después" no tengo idea de donde salió.
Pero si encuentro "EL mar y los pececitos" que es otro relato corto de un libro de historias fantásticas (y ambientado en mundodisco, este relato en concreto no el libro) lo pego.

Buscando...

}:-D


El libro de relatos ese se llama "Leyendas negras" y fue seleccionado por Robert Silverberg.

Joe, no lo encuentro. Lógico por otro lado porque los libros en formato digital los borro debido a mi incapacidad para leer en la pantalla durante más de 45 minutos.

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Mensaje por Merodeador »

http://d14.yousendit.com/D/1P36EZT889IK ... ecitos.rtf


CADUCADO


Está puesto más abajo.
Imprimidlo para leerlo, lo recomiendo.



Con Dios.
Última edición por Merodeador el 02 Feb 2005 23:57, editado 1 vez en total.
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Mensaje por The last samurai »

He leído ya bastantes libros del Mundodisco pero jamás me había topado con el personaje de Cohen el Bárbaro, pese a que conocía de su existencia.

Me ha encantado el relato. Muy pesimista y nostálgico, pero me temo que cuesta mucho pensar de otra manera hoy en día.

Lástima que el link de Merodeador ya ha caducado. Si alguien lo cogío a tiempo, que pegue si puede el relato en este mismo hilo y así podemos leerlo todos.

Pratchett tiene mejores y peores novelas, pero es indudable que tiene un talento inmenso. Ahora empecé el Pirómides y la verdad es que no me está fascinando, pero hay otros que son excelentes, así que se le perdona que a veces baje la guardia un poco por las cuestiones que sean.
Jordison escribió: 08 Jun 2018 11:33 Joder, la tienes dentrísimo.

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Merodeador
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Mensaje por Merodeador »

El mar y los pececitos

Terry Pratchett


Es una historia bastante larga sobre la 'Competición de Brujería de Lancre', un concurso anual para encontrar a la mejor bruja del reino. Como una tal Yaya Ceravieja la gana cada año, una delegación encabezada por Letice Earwig le pide que no participe. Los resultados son inesperados y muy divertidos.


El problema empezó con una manzana, y no era la primera vez.

En la mesa de Yaya Ceravieja, blanca e inmaculada, había un saco entero. Rojas y redondas, relucientes y gustosas, si hubiesen previsto el futuro tendrían que haber hecho tictac como bombas.

--Quédatelas todas. Me dijo el viejo Hopcroft que me llevara las que quisiera --dijo Tata Ogg; y, mirando de reojo a su hermana, añadió--: Son sabrosas, un poco arrugadas pero la mar de ricas.

--¿Y ha puesto tu nombre a una manzana? --se sorprendió Granny.

Cada palabra era una gota de ácido.

--Por mis mejillas sonrosadas --dijo Tata Ogg--. Y el año pasado, cuando se cayó de la escalera, le curé la pierna. También le hice un mejunje para la calva.

--Pues no funcionó --dijo Yaya--. Lleva una peluca que da pena verla en una persona viva.

--Bueno, pero le gustó que me preocupase.

Yaya Ceravieja no apartaba la vista del saco. Los veranos calurosos y los inviernos fríos de las montañas sentaban de maravilla a la fruta y la verdura. Percy Hopcroft era el principal cultivador, además, qué duda cabe, de todo un experto en cuanto a retozos sexuales entre la horticultura con un pincel de pelo de camello.

--Vende manzanos por toda la región --continuó Tata Ogg--. Qué curioso, ¿eh? ¡Pensar que dentro de nada habrá miles de personas hincándole el diente a Tata Ogg!

--Más los miles de antes --dijo Yaya con acidez.

La loca juventud de Tata era un libro abierto, aunque sólo estuviera disponible en rústica.

--Gracias, Esme. --Tata puso cara de nostalgia. Luego se fingió preocupada--. ¡No estarás celosa, Esme! Supongo que no te dará envidia que me divierta un poco...

--¿Celosa yo? ¿De qué? ¡Si sólo es una manzana!

--Lo mismo he pensado yo. Un simple detallito para poner contenta a una vieja. Oye, y ¿tú cómo andas?

--Bien, bien.

--¿Ya has metido la leña para el invierno?

--Casi toda.

--Bien hecho --dijo Tata.

Guardaron silencio. Una mariposa a la que había despertado aquel calor a destiempo daba golpecitos en el cristal, intentando llegar hasta el sol de septiembre.

--¿Y las patatas? Supongo que ya las habrás cogido --dijo Tata.

--Sí.

--A nosotros este año nos han salido buenas.

--Me alegro.

--Y habrás salado las judías.

--Sí.

--Me imagino que ya tendrás ganas de que llegue el concurso de la semana que viene.

--Sí.

--Y que habrás estado practicando.

--No.

A pesar del sol, Tata tuvo la impresión de que en las esquinas de la sala se espesaban las sombras. Hasta el aire estaba más oscuro. La casa de una bruja se vuelve sensible al estado de ánimo de su ocupante. A pesar de ello, Tata no vaciló. La prisa es cosa de tontos, pero hasta los tontos son tardones en comparación con las viejecitas que ya no le tienen miedo a nada.

--¿Te vienes a cenar el domingo?

--¿Qué harás?

--Cerdo.

--¿Con salsa de manzana?

--Sí.

--Pues no --dijo Yaya.

Se oyó un chasquido a sus espaldas. Se había abierto la puerta. Cualquier persona que no fuera bruja habría encontrado una explicación lógica al fenómeno. Lo habría atribuido al viento. Tata Ogg no habría puesto ninguna pega a la explicación, pero le habría añadido una pregunta: ¿Por qué el viento, y cómo había conseguido quitar el pestillo?

--Oye, que no puedo pasarme todo el día de cháchara --dijo, levantándose con rapidez--. En esta época del año siempre hay mucho que hacer. ¿Verdad?

--Sí.

--Pues nada, que me marcho.

--Adiós.

Tata se alejó por el camino, y el viento volvió a cerrar la puerta.

Se le ocurrió que quizá hubiera ido un poco demasiado lejos, pero sólo un poco.

La pega de ser bruja (pega para algunos) era tener que estar siempre en el campo, pero eso a Tata no le molestaba, porque el campo satisfacía todas sus necesidades. Nunca le había faltado de nada, al margen de que un par de veces, de joven, se hubiera quedado sin hombres. No es que estuviera mal hacer un poco de turismo, pero no aportaba nada sustancioso. Los otros lugares tenían el interés de descubrir bebidas y disfrutar de la comida, pero se iba a lo que se iba, y luego se volvía al lugar de origen, que era lo real. Tata Ogg se encontraba a gusto en lugares pequeños.

Claro que su ventana no tenía vistas como aquélla, pensó al caminar por el césped. Tata vivía en el pueblo, mientras que Yaya tenía vistas al bosque, el llano y, más allá, el horizonte redondo del Mundodisco.

Siguiendo con sus reflexiones, Tata llegó a la conclusión de que una vista así era capaz de sorberle el seso a quien la tuviera.

Le habían dicho que el mundo era circular y plano, cosa de lo más sensata, y que flotaba por el espacio a lomos de cuatro elefantes puestos sobre el caparazón de una tortuga, lo cual no tenía por qué ser tan sensato. Eran cosas que pasaban «ahí fuera», en algún lugar, y a Tata le parecía perfecto que siguieran ocurriendo mientras a ella se le permitiera vivir en un mundo personal de unos quince kilómetros de diámetro: el mundo que llevaba consigo.

Esme Ceravieja era un caso distinto. Ella no se conformaba con el contenido de aquel pequeño reino. Pertenecía a la «otra clase» de brujas.

Y Tata se consideraba responsable de evitar que Yaya Ceravieja se aburriera. Había que reconocer que lo de las manzanas era mezquino, un triunfo con bastante mala sangre, pero a Esme le hacía falta algo que diera valor a cada uno de sus días, aunque fueran la rabia y los celos. Ahora Yaya tramaría alguna victoria de poca monta, alguna insignificante humillación de la que no se enteraría nadie aparte de ellas dos, y no se hablaría más. Tata se consideraba capaz de manejar a su amiga cuando estaba de mal humor, pero no cuando estaba aburrida. Una bruja aburrida es capaz de todo. De todo.

Muchas veces se oye comentar que «antes nos divertíamos con lo que había», como si fuera indicio de algún valor moral, y es posible que lo sea, pero lo peor que puede pasarle a una bruja es que se aburra y empiece a divertirse con lo primero que encuentra, porque ya se sabe que las brujas pueden llegar a divertirse con cosas rarísimas; y no cabía duda de que Esme era la bruja con más poderes que habían visto las montañas en varias generaciones.

De todos modos se acercaban las Pruebas, cuyo resultado habitual era que Esme Ceravieja estuviera entretenida unas cuantas semanas. Corría a las competiciones como la trucha al cebo.

Para Tata Ogg el concurso de brujería era todo un acontecimiento. Además de pasar un buen día estaba el aliciente de la hoguera. Era inconcebible un concurso de brujería sin su buena hoguera como fin de fiesta.

Y después se podían asar patatas en las cenizas.


La tarde se fundió con la noche, y de las esquinas, de debajo de los taburetes y las meses, salieron arrastrándose las sombras, unidas en una sola masa.

Yaya se mecía lentamente, envuelta en la creciente oscuridad. Parecía muy concentrada.

Los troncos de la chimenea se desmenuzaron en brasas, que fueron apagándose a su vez.

La noche se hizo más espesa.

Encima de la repisa, el viejo reloj hacía su tictac, y pasó un buen rato sin que se percibiera ningún otro sonido.

Se oyó una especie de roce. La bolsa de papel de encima de la mesa se movió y empezó a arrugarse como cuando se deshincha un globo. El aire inmóvil, lentamente, se cargó de un fuerte olor a podredumbre.

Después de un rato salió el primer gusano.


Tata Ogg había vuelto a su casa, y estaba llenándose una jarra de cerveza cuando oyó un golpe en la puerta. Dejó la jarra con un suspiro y fue a abrir.

--¡Ah, hola, chicas! ¿Qué hacéis con tanto frío por estos andurriales?

Volvió a la sala seguida por tres brujas más. Llevaban las capas negras y los sombreros puntiagudos que asocia con su oficio la tradición, si bien a cada una le prestaba el suyo un aspecto diferente. Nada como un buen uniforme para que cada persona exprese su individualidad. El hecho de que tire de aquí o se abolse por allá destaca todavía más en la aparente... uniformidad (valga la palabra).

El sombrero de Gammer Beavis, por ejemplo, era de ala muy plana, y tan puntiagudo que habría servido para quitarse la cera de la oreja. Tata tenía simpatía por su dueña. Quizá se pasara un poco de culta, cosa que a veces se le notaba en la manera de hablar, pero se arreglaba sola los zapatos y tomaba rapé, costumbres que en la reducida visión del mundo de Tata Ogg ya daban el aprobado a una persona.

La ropa de la vieja Dismass mostraba el desaliño propio de una persona que vivía simultáneamente en varias épocas por culpa de un desprendimiento de retina en su clarividencia. Cuando la mente tiene mecanismos ocultos, la confusión mental es todavía peor que en la gente normal (que ya es decir). Con un poco de suerte, lo único que llevaba por fuera era la ropa interior.

Era un problema que se agravaba: a veces llamaba a las puertas faltando horas para que llegara, y sus huellas tardaban varios días en aparecer.

Al ver a la tercera bruja, el alma de Tata se le cayó a los pies; y no porque Letice Carcoma fuera mala persona, no. Al contrario: tenía fama de buena mujer, bienintencionada y amable (al menos con los animales menos agresivos y los niños más limpios), y siempre estaba dispuesta a echar una mano. Lo malo era su manía de querer echarla en casos en que su ayuda no redundaba en beneficio de la otra persona.

Encima estaba casada. Tata Ogg no tenía nada en contra de que las brujas se casasen. De hecho no había reglas. La propia Tata había tenido varios mandos, y con tres de ellos hasta se había casado, pero el señor Carcoma era un mago jubilado con más reservas de oro de lo normal, y Tata sospechaba que para Letice la brujería era una manera de pasar el rato, como lo es para otra clase de mujeres bordar cojines para arrodillarse en la iglesia o visitar a los pobres.

Para colmo tenía dinero. Tata no, y eso la predisponía contra los que sí. Letice tenía una capa de terciopelo negro de tan buena calidad que parecía un recorte en la superficie del mundo. Tata no. De hecho no quería ninguna capa de terciopelo de buena calidad, ni aspiraba a esa clase de cosas. Por eso tampoco entendía que pudiera tenerlas otra gente.

--Buenas tardes, Gytha. ¿Cómo estás? --dijo Gammer Beavis.

Tata se quitó la pipa de la boca.

--De mil maravillas. Adelante.

--¡Qué lluvia más espantosa! --dijo Mother Dismass.

Tata miró el cielo. Estaba despejado, pero Mother Dismass debía tener la cabeza en algún lugar donde llovía.

--Entra, entra y sécate --dijo educadamente.

--Ojalá que las estrellas sean propicias a nuestra reunión --dijo Letice.

Tata asintió con la cabeza. Letice siempre hablaba como si hubiera aprendido sus artes de bruja en un libro con bastante poca imaginación.

--Eso, eso --dijo Tata.

Mientras preparaba el té y los bollos se produjo un intercambio de formalidades, hasta que el tono de Gammer Beavis señaló el inicio de la parte oficial de la visita.

--Venimos como comité del concurso, Tata.

--¡Vaya!

--Supongo que participarás.

--Por supuesto. Haré mi truquito.

Tata miró a Letice de reojo. No acababa de gustarle aquella sonrisa.

--Este año se presenta muy interesante --continuó Gammer--. Se apuntan cada vez más chicas.

--Intuyo que en busca de chicos --dijo Letice con tono desdeñoso.

Tata no hizo ningún comentario. Personalmente, usar la brujería para conseguir chicos le parecía de fábula. En cierto modo era una de sus funciones principales.

--Me alegro --dijo--. Siempre se agradece que haya participación. Pero...

--¿Cómo dices? --preguntó Letice.

--He dicho «pero» --dijo Tata--. Porque alguna de vosotras iba a decir «pero», ¿no? Aquí hay un «pero» de los gordos. Me lo veo venir.

Era consciente de infringir el protocolo. Lo correcto era un mínimo de siete minutos más de cháchara antes de ir al grano, pero la presencia de Letice estaba crispándole los nervios.

--Se trata de Esme Ceravieja --dijo Gammer Beavis.

--¿Ah, sí? --dijo Tata, en absoluto sorprendida.

--Me imagino que se apuntará.

--Que yo sepa nunca ha faltado.

Letice suspiró.

--Y me imagino que no habrá manera... de que la convenzas de... de que este año no participe... --dijo.

Tata se mostró escandalizada.

--¿Qué propones, un hacha?

Las tres brujas se irguieron a la vez.

--Verás... --empezó a decir Gammer, ligeramente avergonzada.

--Con franqueza, señora Ogg --dijo Letice--, cuesta mucho animar a la gente a participar sabiendo que competirán con la señorita Ceravieja, porque siempre gana.

--Sí --dijo Tata--. Es una competición.

--¡Pero es que gana siempre, sin excepción!

--¿Y?

--En otras clases de competición, a diferencia de ésta --dijo Letice--, lo habitual es que no dejen ganar a nadie más de tres años seguidos. Al cuarto hay que quedarse fuera por un tiempo.

--Ya, pero esto es brujería --dijo Tata--. Las reglas son diferentes.

--¿En qué sentido?

--En que no hay.

Letice se tiró de la falda.

--Quizá sea hora de que sí las haya --dijo.

--Ah --dijo Tata--. ¿Y pensáis ir a ver a Esme y decírselo? ¿A ti te parece bien, Gammer?

Gammer Beavis rehuyó su mirada. Mother Dismass tenía puesta la suya en la semana anterior.

--Tengo entendido que la señorita Ceravieja es una mujer muy orgullosa --dijo Letice.

Tata Ogg dio otra chupada a su pipa.

--Eso es como decir que en el mar hay mucho agua --dijo.

Las demás brujas guardaron silencio.

--Confieso no haber entendido su comentario, pese a su indudable valor --dijo Letice.

--Si en el mar no hubiera agua tampoco habría mar --dijo Tata Ogg--. Sólo sería un agujerote en el suelo. Lo que le pasa a Esme... --Volvió a chupar ruidosamente la pipa--. Es toda orgullo, ¿sabe usted? No se limita a ser una persona orgullosa.

--Pues quizá no estuviera de más que aprendiera a ser un poco más humilde...

--¿Qué motivos tiene para ser humilde? --dijo Tata de manera brusca.

Letice, sin embargo, como tanta gente que por fuera es blanda, tenía un núcleo duro en el que era difícil hacer mella.

--Salta a la vista que es una mujer con un talento innato, y debería estar agradecida por...

En ese momento Tata Ogg dejó de escuchar. Una mujer, pensó. Conque ésas tenemos.

Ocurría lo mismo en todas las profesiones. Tarde o temprano alguien decidía que había que organizarías, y otra cosa que nunca fallaba era la siguiente: la organización no corría a cargo de las personas conceptuadas como las mejores dentro de su profesión. Trabajaban demasiado. Justo era reconocer que tampoco solían hacerlo los menos competentes. Ésos también trabajaban duro. Cuestión de supervivencia.

¿Quién lo hacía, pues? Gente con bastante tiempo libre y ganas de trajín. Igualmente justo era reconocer que el mundo necesitaba aficionados al trajín, pero eso no quería decir que hubiera que tenerles demasiada simpatía.

El silencio indicó a Tata que Letice había terminado.

--¿En serio? --dijo--. Pues le diré una cosa: la que tiene un talento innato soy yo. Los Ogg llevamos la brujería en la sangre. La verdad es que nunca he tenido que esforzarme. En cuanto a Esme... Es verdad que algo tiene, pero no tanto; lo que pasa es que lo aprovecha a fondo. ¿Y pensáis impedírselo?

--Confiábamos en que lo hiciera usted --dijo Letice.

Tata abrió la boca para articular un par de palabrotas, pero se contuvo.

--¿Sabéis qué os digo? Que se lo comentáis vosotras mañana y yo os acompaño para apaciguarla.

Cuando aparecieron por el camino, Yaya Ceravieja estaba recogiendo hierba.

Las hierbas corrientes para uso medicinal o culinario se denominan simples. Las de Yaya Ceravieja no eran simples, sino complicadas como pocas. Y nada de cogerlas con una cestita mona y unas tijeritas, como imaginarán algunos: Yaya usaba cuchillo y se protegía con una silla. También iba pertrechada de gorra de cuero, guantes y delantal como líneas defensivas secundarias.

Ni ella misma conocía la procedencia de las Hierbas. Las raíces y semillas procedían de todo el mundo, y quizá de más lejos. Las había con flores que se giraban cuando pasaba alguien, y otras que disparaban espinas a los pájaros. Había varias con estacas, no para que no se cayeran, sino para asegurarse de que al día siguiente siguieran en el mismo sitio.

Tata Ogg, que nunca había cultivado ninguna hierba que no sirviera para fumar o para relleno de pollo, le oyó musitar: «A ver qué hacéis, jodidas...”

--Buenos días, señorita Ceravieja --dijo en voz muy alta Letice Carcoma.

Yaya Ceravieja se puso tensa, y después, con gran cuidado, bajó la silla mientras daba media vuelta.

--Señora --dijo.

--Como guste --dijo Letice de manera cordial--. Todo bien, espero.

--Hasta ahora mismo sí --dijo Yaya.

Saludó a las tres brujas restantes con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.

Siguió un silencio que llenó de espanto a Tata Ogg. Yaya debería haberlas invitado a entrar y tomar algo, como dictaba el ritual. Dejar a la gente de pie era de pésima educación, casi tanto como tratar de señorita a una soltera entrada en años.

--Vienen por el concurso --dijo Yaya.

Letice estaba al borde del desmayo.

--Eeh... ¿Cómo...?

--Porque tienen pinta de comité. No hay que ser muy lista --dijo Yaya, quitándose los guantes--. Nunca nos había hecho falta ningún comité. Se divulgaba la noticia y nos reuníamos espontáneamente. Ahora de repente hay personas que «organizan». --Por un momento, Yaya pareció estar librando una dura batalla interior, hasta que añadió con poca convicción--: Hay agua puesta a hervir. Será mejor que pasen.

Tata se relajó. Bien mirado, quizá hubiera algunas costumbres que ni Yaya Ceravieja se propusiera cuestionar. Hasta al peor enemigo se le invitaba a entrar en casa y tomar té con pastas; de hecho, el grado de enemistad era directamente proporcional a la calidad de la vajilla y de la bollería. Después podían echarse todas las pestes que se quisiera, pero mientras se tuviera al enemigo bajo techo se le daba de comer hasta que reventara.

Sus ojillos negros tomaron nota de que la mesa de la cocina estaba reluciente y recién limpiada, porque aún estaba húmeda.

Cuando estuvieron llenas las tazas y hubieron sido pronunciadas las formalidades de rigor (al menos por Letice, frente al silencio de Yaya), la presidenta (que lo era por decisión propia) se movió en la silla y dijo:

--El concurso de este año ha despertado muchísimo interés, señorita... señora Ceravieja.

--Me alegro.

--Incluso se diría que las Montañas del Carnero están viviendo una especie de renacimiento de la brujería.

--Un renacimiento, dice usted. Vaya.

--Es una manera inmejorable de que consigan más poder las jóvenes, ¿no le parece?

Tata era consciente de que había muchas personas capaces de adoptar un tono cortante, pero en Yaya Ceravieja lo cortante era la manera de escuchar. Tenía el don de conseguir que algo pareciera una estupidez sólo por la manera de escucharlo.

--Bonito sombrero --dijo--. De terciopelo, ¿no? Supongo que no está hecho en la zona.

Letice se tocó el ala y soltó una risita.

--Es de Boggi's, en Ankh-Morpork --dijo.

--Ah, comprado en una tienda...

Tata Ogg miró de reojo la esquina de la habitación, donde había un perchero con un cono de madera bastante castigado. Llevaba prendidos recortes de calicó negro y listones de madera de sauce, y era la armazón del sombrero primaveral de Yaya.

--Hecho a medida --subrayó Letice.

--¡Y qué horquillas lleva usted! --prosiguió Yaya--. Son todo medias lunas, y siluetas de gato...

--Tú también tienes un broche en forma de media luna, ¿no, Esme? --dijo Tata Ogg, viendo llegado el momento de lanzar una advertencia.

En ocasiones, cuando estaba de humor ácido, Yaya tenía mucho que decir sobre joyas y brujas.

--Verdad, Gytha, verdad. Tengo un broche en forma de media luna. No se puede decir que tenga otra forma, no. La de media luna es muy práctica para llevar la capa cerrada, pero con eso no quiero decir nada. Además, me has interrumpido justo en el momento en que iba a comentarle a la señora Carcoma lo bien que le quedan las horquillas. Son muy de bruja.

Tata, que volvía la cabeza de un lado a otro como si presenciara un partido de tenis, echó un vistazo a Letice para ver si había hecho blanco la mortífera saeta, pero lo cierto es que la buena mujer... ¡sonreía! Hay gente que no se da cuenta de las cosas aunque se las metan en la cabeza a martillazos.

--Hablando de brujería --dijo Letice, con el don de la oportunidad propio de una presidenta nata--, venía con la intención de comentarle a usted el tema de su participación en el concurso.

--Usted dirá.

--Esto... ¿Lo de ganar cada año no le parece injusto de cara a las demás concursantes?

Yaya Ceravieja miró el suelo, y después el techo.

--No --dijo al fin--, porque soy mejor que las demás.

--¿Y no le parece un poco desalentador para las otras?

Otro examen suelo-techo.

--No --dijo Yaya.

--Pero es que ya se apuntan sabiendo que van a perder.

--Yo también.

--¡Cómo! Seguro que no...

--Lo que quería decir es que me apunto sabiendo que van a perder ellas --dijo Yaya de manera fulminante--. De entrada también deberían saber que no ganaré. Con tan mala actitud no me extraña que pierdan.

--La verdad es que les rebaja bastante el entusiasmo.

Yaya puso cara de sincero asombro.

--¿Qué tiene de malo que compitan por el segundo puesto?

Letice tomó la vía directa.

--Teníamos la esperanza de convencerla de que aceptara una posición emérita. Podría pronunciar un discurso bonito para dar ánimos, entregar el premio y... y no sé, hasta estar en el jurado...

--¿Habrá jurado? --dijo Yaya--. Sería la primera vez. Hasta ahora todo el mundo sabía quién había ganado.

--Cierto --dijo Tata, recordando los momentos finales de algunas pruebas. A nadie se le pasaban por alto las victorias de Yaya Ceravieja--. Muy cierto.

--Sería un detalle --dijo Letice, erre que erre.

--¿Quién ha decidido que haya jueces? --preguntó Yaya.

--Pues... El comité... es decir... unas cuantas que nos hemos reunido. Sólo para que vaya todo como tiene que ir...

--Ya --dijo Yaya--. ¿Y banderitas?

--¿Cómo?

--¿Pondrán hileras de banderitas? ¿Habrá gente vendiendo manzanas en un palo?

--Pues... Es verdad que unas cuantas banderitas...

--Exacto. Y que no se les olvide la hoguera.

--Pero que sea bonita y segura.

--¿Bonita y...? Sí, claro. Las cosas tienen que ser bonitas. Y seguras --dijo Yaya.

Se oyó un suspiro de alivio en boca de la señora Carcoma.

--Bueno, pues lo hemos solucionado la mar de bien --dijo.

--¿Sí? --dijo Yaya.

--Me ha parecido que estábamos de acuerdo en que...

--¿De acuerdo, dice? --Yaya cogió el atizador que estaba al lado de la chimenea y lo hincó con fuerza en los troncos--. Me lo pensaré.

--¿Me permite que le sea un poco franca, señora Ceravieja? --dijo Letice.

El atizador se quedó a media estocada.

--Diga, diga.

--Verá, es que las cosas cambian. Creo entender el motivo de que le parezca necesario ser tan dominante y antipática, pero le voy a dar un consejo de amiga: lo encontraría todo más fácil si se relajara un poquito e hiciera el esfuerzo de ser un poco más amable, como nuestra hermana Tata, sin ir más lejos.

La sonrisa de Tata Ogg había quedado congelada en una máscara. No pareció que Letice se diera cuenta.

--Por lo visto tiene usted intimidadas a todas las brujas en cien kilómetros a la redonda --prosiguió--. No dudo que posea usted algunas facultades de mucho valor, pero hoy en día la brujería ya no consiste en ser una vieja cascarrabias y asustar a la gente. Se lo digo como amiga...

--La próxima vez que pasen por aquí no duden en pasar a verme --dijo Yaya.

Era una señal. Tata Ogg se apresuró a levantarse.

--Había pensado que podíamos discutir... --protestó Letice.

--Las acompaño hasta el camino principal --dijo Tata, obligando a levantarse a las demás brujas.

--¡Gytha! --tronó Yaya cuando estuvieron en la puerta.

--Dime, Esme.

--Supongo que luego volverás.

--Sí, Esme.

Tata corrió para alcanzar al trío en el camino de entrada.

Le pareció que Letice caminaba sin prisas. Había sido un error juzgarla por lo pellejudo de sus mejillas, lo exagerado del peinado y los gestos de tonta con que acompañaba sus palabras. A fin de cuentas era bruja. Rasca la superficie de una bruja y... y tendrás que hacer frente a una bruja a la que acabas de rascar.

--No es una persona agradable --trinó; pero era el trino de un pájaro grande, el chillido de un ave de presa.

--No se lo negaré --dijo Tata--, pero...

--¡Va siendo hora de que le bajen un poco los humos!

--Eeeh...

--¡Y cómo la domina a usted, señora Ogg! ¡A una mujer casada y de sus años!

Tata entornó brevemente los ojos.

--Es su manera de ser --dijo.

--¡Pues me parece una manera muy mezquina y muy desagradable!

--Sí, claro --se limitó a contestar Tata--, como muchas, pero mire...

--¿Tú has pensado llevar algo para el puesto de comida, Gytha? --se dio prisa en decir Gammer Beavis.

--Supongo que un par de botellas --contestó Tata, deshinchándose.

--¿Sí? ¿De vino casero? --dijo Letice--. ¡Qué bien!

--¿Vino? Sí, más o menos. Bueno, chicas, ya hemos llegado al camino --dijo Tata--. Yo me... Vuelvo, pero sólo para dar las buenas noches.

--¿Sabe que es un poco humillante eso de que le corra usted detrás? --dijo Letice.

--Sí... Bueno... Te acostumbras a la gente. Que durmáis bien.

Al volver a casa de Yaya Ceravieja Tata la encontró de pie en el centro de la cocina, cruzada de brazos y con una expresión que parecía una cama sin hacer. Daba golpes en el suelo con un pie.

--Se casó con un mago --dijo Yaya a su amiga en cuanto la tuvo delante--. ¡No me negarás que es un poco raro!

--Ya sabes que los magos no tienen prohibido casarse. Basta con que entreguen la varita y el sombrero de punta. No hay ninguna ley que les impida contraer matrimonio, a condición de que renuncien a la magia. Se les pide estar casados con su trabajo.

--Mucho trabajo me parece a mí estar casado con ésa --dijo Yaya.

Una sonrisa agria le arrugó la cara. --¿Este año has hecho muchos encurtidos? --preguntó Tata con una asociación de ideas en torno a la palabra «vinagre», que acababa de ocurrírsele.

--Todas mis cebollas han tenido mosca.

--¡Lástima! Con lo que te gustan...

--Las moscas también tienen que comer --dijo Yaya; y, dirigiendo a la puerta una mirada iracunda, añadió--: Conque tengo que ser amable.

--Tiene una funda de punto para la tapa del váter --dijo Tata.

--¿Rosa?

--Sí.

--Qué bonito.

--No, mala no es --dijo Tata--. En su pueblo hace un buen trabajo. La tienen en muy buen concepto.

Yaya hizo una mueca de desdén.

--¿De mí también hablan bien?

--No, Esme, de ti hablan en voz baja.

--Mejor. ¿Has visto las horquillas que llevaba?

--Me han parecido bastante... bonitas, Esme.

--Hoy en día la brujería es eso: muchas joyas pero pocas enaguas.

Tata, que consideraba opcionales ambas cosas, intentó erigir un dique contra la marea de ira, en continuo ascenso.

--En el fondo es un honor que no quieran que concurses. Depende de cómo lo mires --dijo.

--Qué amable eres.

Tata suspiró.

--Es una virtud que merece algún esfuerzo, Esme.

--Sabes perfectamente que yo no voy por ahí fastidiando a la gente, Gytha. No me hacen falta adornos ni palabras bonitas.

Tata suspiró. Por supuesto que no. Yaya era una bruja a la antigua. No pretendía hacer favores, sino ser justa, aunque, como bien sabía Tata, haya gente que no lo agradezca. Como el viejo Pollitt unos días atrás, al caerse del caballo: él quería un calmante, pero lo que de veras le hacía falta eran los pocos segundos de agonía mientras Yaya le ponía la articulación en su sitio. Lo malo es que la gente se acuerda del dolor.

Para llevarse bien con la gente no había nada mejor que adornarlo todo un poco, demostrar interés y decir «¿cómo está usted?» o fórmulas afines. Esme no se molestaba en preguntarlo porque ya lo sabía. Tata Ogg también, pero sabía otra cosa: que si no lo disimulas pones nerviosísima a la gente.

Ladeó la cabeza. El pie de Yaya seguía dando golpes en el suelo.

--¿Tramas algo, Esme? Te conozco. Tienes la típica mirada.

--:¿A ver, cuál?

--La misma de cuando encontraron a aquel ladrón desnudo encima de un árbol, llorando como un desesperado y hablando sin parar de la cosa espantosa que lo perseguía. ¡Qué curioso que no encontráramos huellas de ningún animal! Ésa.

--Se merecía algo peor.

--Ya. El caso es que te vi la misma mirada justo antes de que encontraran a Hoggett cubierto de cardenales en su propia pocilga, negándose a dar explicaciones.

--¿El Hoggett que pegaba a su mujer, dices? ¿O el que no volverá a levantarle la mano a ninguna? --dijo Yaya.

Lo que formaban sus labios fruncidos podría haberse llamado sonrisa.

--Y es la misma mirada que tenías cuando al viejo Millson se le cayó toda la nieve del tejado justo después de haberte llamado vieja bruja --dijo Tata.

Yaya titubeó. Tata estaba segura de que el pequeño alud había tenido causas naturales, de que Yaya conocía sus sospechas y de que el orgullo estaba librando una batalla con la sinceridad.

--Es posible --dijo Yaya, escurriendo el bulto.

--La de alguien que podría presentarse al concurso y... hacer algo --dijo Tata.

La mirada de su amiga era tan fulminante que sólo faltaban las chispas.

--¡Conque piensas eso de mí! Ésas tenemos, ¿eh?

--Letice opina que deberíamos adaptarnos a los tiempos que corren...

--¿Y qué? Yo ya me adapto. Una cosa es adaptarse y otra darles un empujón. Ya tendrás ganas de irte, ¿no, Gytha? ¡Quiero pensar a solas!

Lo que pensó Tata al volver a casa, llena de alivio, fue que Yaya Ceravieja no era buena publicidad para la brujería. No podía negarse que en lo suyo fuera una de las mejores, al menos en cierta clase de brujería, pero su caso podía llevar a que una principiante se preguntara: ¿Esto es lo que hay? ¿Deslomarse, sacrificarse y acabar sin nada en las manos que no sea trabajo duro y sacrificio?

No podía decirse que Yaya fuera una persona sin amistades, pero imponía ante todo respeto. También lo infundían las nubes de tormenta: refrescaban la tierra y eran necesarias, pero no agradables.


Tata Ogg se acostó con tres camisones de tela gruesa, porque el aire de otoño ya presagiaba heladas. Ella tampoco las tenía todas consigo.

Era consciente de haber asistido a una declaración de guerra, pero no sabía qué guerra. Cuando Yaya se enfadaba era capaz de lo peor, y el hecho de que en ocasiones anteriores las víctimas lo tuvieran más que merecido no paliaba lo terrible del castigo. Tata Ogg estaba segura de que Yaya estaría planeando alguna atrocidad.

A ella no le gustaba ganar. Era una costumbre difícil de romper y llevaba a un estatus peligroso, de ardua defensa. Significaba ir tensa por la vida, siempre al acecho de alguna joven que tuviera una escoba más rápida o más mano con la rana.

Se dio la vuelta debajo de la montaña de edredones.

La visión del mundo de Yaya Ceravieja no concebía segundos puestos. Sólo había ganadores y perdedores. Esto último no tenía nada de malo, a excepción, claro está, de no ser el ganador. Tata siempre se había ceñido al principio de ser buena perdedora. La que perdía por poco se ganaba la simpatía de la gente, que la invitaba a copas. Mejor elogio era «ha perdido por poco» que «ha ganado por poco».

Consideraba que los segundos se divertían mucho más, pero no era una teoría que interesase demasiado a Yaya.

Mientras tanto, a oscuras en su casa, Yaya Ceravieja contemplaba los rescoldos desde su mecedora.

Era una habitación de paredes grises, el típico gris que se debe al tiempo más que a la suciedad. Nada en la sala carecía de función; todo era práctico y tenía justificada su presencia. En casa de Tata Ogg todas las superficies planas estaban aprovechadas como sustento para adornos o macetas. Tata Ogg recibía regalos. Yaya decía que eran baratijas de feria. Eso cuando la oía alguien. Lo que pensaba de ellos en su fuero interno, en cambio, nunca lo había revelado.

Se meció con suavidad, mientras se iba apagando la última brasa.

En las horas inciertas de la noche resulta difícil enfrentarse a la idea de que la gente que asista a tu funeral sólo lo hará por un motivo: cerciorarse de tu muerte.

Al día siguiente, Percy Hopcroft abrió la puerta trasera de su casa y topó con la mirada azul y fija de Yaya Ceravieja.

--¡Ay mi madre! --dijo entre dientes.

Yaya tosió con afectación.

--Señor Hopcroft, vengo por lo de las manzanas a las que puso el nombre de la señora Ogg --dijo.

A Percy le temblaron las rodillas. Su peluca empezó a resbalar hacia la nuca con la esperanza de llegar al suelo, donde estaría a salvo.

--Quería darle las gracias porque la ha hecho muy feliz --siguió Yaya con una cantinela que habría sorprendido a cualquier persona familiarizada con el tono que solía usar, extrañamente monocorde--. La señora Ogg ha hecho trabajos excelentes, y va siendo hora de que reciba alguna recompensa. Ha sido un detalle. Por eso le traigo este regalito. --Viendo a Yaya meter rápidamente la mano en el delantal y extraer un frasco negro, Hopcroft dio un salto hacia atrás--. Tiene mucho valor, por las hierbas que contiene, que son muy poco comunes. Muy raras, sí señor. Muy poco comunes.

Después de un rato, Hopcroft cayó en la cuenta de que tenía que aceptar el frasco. Lo cogió por el tapón con enorme cuidado, como si fuera a silbar o pudieran salirle patas.

--Eh... muchas gracias --masculló.

Yaya asintió con rigidez.

--Mis mejores deseos para esta casa --dijo, antes de dar media vuelta y alejarse por el camino.

Hopcroft cerró la puerta con precaución y se echó contra ella.

--¡Ponte ahora mismo a hacer las maletas! --dijo con voz alterada a su mujer, que había estado espiando por la puerta de la cocina.

--¿Qué? ¡Pero si aquí está toda nuestra vida! ¡No podemos salir corriendo de un momento para otro!

--¡Mejor correr que ir dando saltos! ¿Qué querrá de mí esa mujer? ¿Qué querrá? ¡Nunca ha sido amable!

La señora Hopcroft siguió en sus trece. Acababa de dar el toque final a la casa y se habían comprado una bomba nueva. Había cosas de las que era difícil desprenderse.

--Pensemos un poco --dijo--. ¿Qué hay en el frasco?

Hopcroft lo sostenía con el brazo estirado.

--¿Quieres averiguarlo?

--¡No tiembles tanto, hombre! ¡Si no te ha amenazado de nada! ¿O sí?

--¡Ha dicho «mis mejores deseos para esta casa»! ¿Quieres más amenaza? ¡Era Yaya Ceravieja, por si no te habías dado cuenta!

Dejó el frasco encima de la mesa. Lo miraron los dos fijamente, guardando una postura inclinada típica de quien se dispone a correr si pasa algo.

--En la etiqueta pone «crezepelo» --dijo la señora Hopcroft.

--¡No me lo pongo ni loco!

--Nos preguntará por él. Es así.

--¿Tú te crees que voy a...?

--Podemos probarlo con el perro.

--Buena vaca, sí señor.

William Poorchick, que estaba sentado en el taburete de ordeñar, salió de sus ensoñaciones y miró el campo que lo rodeaba sin soltar las ubres del animal.

Por el seto asomaba un sombrero negro y puntiagudo. William se pegó tal susto que dirigió el chorro hacia su bota izquierda.

--Da leche, ¿eh?

--¡Sí, señora Ceravieja! --dijo William con voz temblorosa.

--Me alegro. ¡Y que dure! Que tenga usted buen día.

El sombrero puntiagudo reanudó su camino.

Poorchick lo siguió con la mirada. Después cogió el cubo y salió corriendo hacia el establo, haciendo un ruido de succión cada pocos pasos.

--¡Rummage! --exclamó, llamando a su hijo--. ¡Ven ahora mismo!

El chico salió del pajar, horca en mano.

--¿Qué quieres, papá?

--Ahora mismo te llevas a Daphne al mercado, ¿me entiendes?

--¿Qué? ¡Pero, papá, si es la que da más leche!

--¡Eso era antes, hijo! ¡Yaya Ceravieja acaba de echarle una maldición! ¡Véndela antes de que se le caigan los cuernos!

--¿Qué ha dicho, papá?

--Ha dicho... Ha dicho... «Que siga dando leche»...

Poorchick vacilaba.

--A mí no me suena a maldición, papá --dijo Rummage--. No sé, pero... En todo caso no es la típica. Se parece más a un buen deseo.

--Ha sido la... la manera de... de decirlo...

--¿Qué manera, papá?

--Pues... como... simpática.

--¿Te encuentras bien, papá?

--Ha sido... la manera... --Poorchick hizo una pausa--. El caso es que esas cosas no se hacen --dijo--. ¡No tiene derecho a pasearse por ahí siendo amable con la gente! ¡Si nunca lo ha sido! ¡Y encima tengo la bota llena de leche!


Tata Ogg aprovechaba el día para cuidar su destilería secreta del bosque. Era el secreto mejor guardado que cupiese imaginar, porque todo el reino conocía su emplazamiento exacto, y mucho secreto tenía que ser para que lo guardara tanta gente. Hasta el rey estaba informado, tanto que fingía no saberlo (con el resultado de que ni él tenía que pedir impuestos a Tata Ogg ni ella tenía que negarse). Cada Vigilia de los Puercos recibía una barrica de lo que sería la miel si las abejas no fueran abstemias. Todos entendían la situación, nadie tenía que pagar nada y así el mundo daba un pequeño paso hacia la felicidad. Y a nadie se le caían los dientes por culpa de ninguna maldición.

Tata estaba echando una cabezadita. Vigilar un alambique es un trabajo de veinticuatro horas. Al final, sin embargo, pudo con ella la insistencia con que oía
pronunciar su nombre.

Al claro, por supuesto, no entraría nadie. Habría significado reconocer que sabían dónde estaba. Por eso se dedicaban a dar vueltas por los matorrales circundantes. Al cruzarlos, Tata fue recibida por varias miradas de falsa sorpresa, miradas que habrían dado prestigio a cualquier grupo teatral de aficionados.

--¿Qué os pasa? --preguntó Tata Ogg.

--¡Señora Ogg! Hemos pensado que estaría... paseando por el bosque --dijo Poorchick, al tiempo que la brisa traía un olor capaz de limpiar cristales--. ¡Tiene que hacer algo! ¡Es la señora Ceravieja!

--¿Qué ha hecho?

--¡Dígaselo usted, señor Hampicker!

El que estaba al lado de Poorchick se apresuró a quitarse el sombrero y lo cogió respetuosamente con ambas manos, en la típica postura de «ay, señor, los bandidos han asaltado nuestros pueblos».

--Pues verá usted, señora, el chico y yo estábamos cavando un pozo y de repente ha pasado...

--¿Yaya Ceravieja?

--Sí, y ha dicho... --Hampicker tragó saliva--. «Aquí no va a encontrar agua, buen hombre. ¡Tendrá más suerte si busca al lado del castaño!» Hemos seguido cavando de todos modos... ¡y no hemos encontrado agua!

Tata se mordió el labio. Había dejado de fumar en proximidad del alambique desde el día en que una chispa descuidada había hecho saltar un centenar de metros la barrica que usaba de asiento. Suerte que un abeto había mitigado su caída.

--Ya... ¿Y después habéis cavado al lado del castaño? --preguntó con voz apacible.

Hampicker se mostró horrorizado.

--¡No! ¡A saber lo que querría que encontráramos!

--¡Y encima le ha echado una maldición a mi vaca! --dijo Poorchick.

--¿En serio? ¿Qué ha dicho?

--¡Ha dicho que ojalá siga dando mucha leche!

Poorchick se quedó callado, porque le había pasado lo de antes: ahora que lo decía...

--Pero ha sido la manera de decirlo --añadió sin convicción.

--¿Qué manera?

--¡Simpática!

--¿Simpática?

--¡Hasta sonreía! ¡Ahora no me atrevo a beber ni gota de leche!

Tata estaba perpleja.

--No acabo de ver el problema...

--Dígaselo al perro del señor Hopcroft --dijo Poorchick--. ¡Por culpa de ella ya no puede separarse del pobre animal! ¡Está toda la familia como loca! ¡Él esquila, su mujer afila las tijeras y los dos chavales se pasan el día fuera buscando sitios nuevos donde tirar el pelo!

A base de paciencia y de preguntas, Tata averiguó el papel que en ello había desempeñado el Crezepelo.

--¿Y le dio...?

--Medio frasco, señora Ogg.

--¿Aunque Esme escriba en la etiqueta «una cucharadita por semana»? Y hasta así hay que llevar pantalones anchos.

--¡Dice que estaba muy nervioso, señora Ogg! ¡Vaya usted a saber a qué estará jugando la señora Ceravieja! Nuestras mujeres no dejan salir a los críos. Claro, porque ¿y si les sonríe?

--¿Qué pasaría?

--¡Que es una bruja!

--Yo también y les sonrío --dijo Tata Ogg--. Siempre me persiguen para que les dé caramelos.

--Sí, pero... usted es... vaya, que ella... que usted no... ya me entiende...

--También es buena persona --dijo Tata. El sentido común la obligó a añadir--: A su manera. Me imagino que al lado del castaño habrá agua, y que la vaca de Poorchick dará buena leche, y si Hopcroft no lee las etiquetas de los frascos se merece una calva como un espejo. El que se crea que Yaya Ceravieja es capaz de echar maldiciones a los niños tiene menos seso que una lombriz. Es verdad que se pasaría el día echando pestes contra ellos, pero maldiciones no. Tan bajo no apunta.

--Ya, ya --dijo Poorchick, o mejor dicho gimió--, pero lo que queremos decir es que hay algo que no cuadra. Con eso de que sea tan simpática no tiene uno nada en que apoyarse.

--Te deja indefenso como un conejito --dijo Hampicker con voz de mal agüero.

--Está bien, está bien, veré qué se puede hacer --dijo Tata.

--La gente no tiene derecho a hacer lo que menos se espera de ella --dijo Poorchick sin energía--. Es poner nerviosos a los demás.

--Ya le vigilamos nosotros el alam...

A media palabra, Hampicker se quedó sin respiración y dio tumbos hacia atrás con la mano en el estómago.

--No le haga caso. Es la tensión --dijo Poorchick, frotándose el codo--. ¿Ha estado cogiendo hierbas, señora Ogg?

--Efectivamente --contestó Tata, alejándose deprisa por los matorrales.

--Oiga, ¿quiere que le apague el fuego? --preguntó Poorchick con fuerza.


Cuando Tata Ogg llegó por el camino, encontró a Yaya sentada delante de la puerta, ordenando una bolsa de ropa vieja. Estaba rodeada de prendas añejas.

Y canturreaba. Tata Ogg empezó a preocuparse. La Yaya Ceravieja que conocía tenía mala opinión de la música.

Al verla, para colmo, sonrió, o cuando menos se le torció hacia arriba un lado de la boca. Eso sí que era preocupante. De costumbre Yaya sólo sonreía cuando le pasaba algo malo a alguien que se lo merecía.

--¡Caramba, Gytha, qué agradable sorpresa!

--¿Te encuentras bien, Esme?

--Mejor que nunca, querida.

Siguió canturreando.

--Esto... ¿Qué haces, ordenar ropa? --dijo Tata--. ¿Vas a hacer el edredón?

Una de las convicciones más arraigadas de Yaya Ceravieja era que un día u otro se confeccionaría un edredón a base de retales, pero es un trabajo que exige paciencia, y en quince años sólo había cosido tres retales. Ello no le impedía acumular ropa vieja, como muchas brujas. Era típico de ellas. La ropa vieja tenía personalidad, como las casas antiguas. En cuanto tenían delante alguna prenda un poco gastada las brujas se volvían locas.

--Tiene que estar por aquí... --masculló Yaya--. ¡Aja! ¿Qué te decía?

Sacó una prenda casi enteramente rosa.

--Lo sabía. Está casi nueva y es más o menos de mi talla.

--¿Piensas ponértela? --preguntó Tata con incredulidad.

Topó con la mirada azul y penetrante con la que Yaya cortaba de raíz cualquier comentario. A Tata la habría aliviado una respuesta como «no, si te parece me la como, tonta del bote», pero su amiga se serenó y dijo con cierta preocupación:

--¿Tú crees que me quedaría mal?

Tenía el cuello de encaje. Tata tragó saliva.

--Normalmente vas de negro. Siempre, mejor dicho.

--Y lo tristón que me queda --dijo Yaya con vigor--. Va siendo hora de poner una nota de color, ¿no?

--Es que es tan... tan rosa...

Yaya dejó la prenda y, para horror de su amiga, la cogió a ella de la mano.

--Y otra cosa, Gytha --dijo--: me parece que en lo del concurso he sido como el perro del hortelano.

--La bruja del hortelano --dijo Tata Ogg distraídamente.

Los ojos de Yaya se convirtieron de nuevo en dos zafiros, pero fue una conversión pasajera.

--¿Qué?

--Eeh... Que tú serías la bruja del hortelano --masculló Tata--, no el perro.

--Ah, ya... Sí, claro. Gracias por la aclaración. Pues eso, que he pensado que sí, que es hora de que me aparte un poco de la competición y anime a la juventud. Reconozco que... que no he sido muy amable con la gente..

--Mmm...

--He intentado serlo --continuó Yaya--, pero siento decir que no he tenido el éxito que deseaba. --Reconozcamos que la amabilidad nunca ha sido tu punto fuerte --dijo Tata.

Yaya sonrió. Por mucho que se fijara, Tata no conseguía detectar nada más que sincera preocupación.

--Puede que mejore con la práctica --dijo Yaya.

Acarició la mano de Tata, que se la miró como si acabara de pasarle algo espantoso.

--Lo que ocurre es que la gente está más acostumbrada a verte... firme --dijo.

--He tenido una idea: hacer un poco de mermelada y pastelitos para el puesto de comida --dijo Yaya.

--Ah... Muy bien.

--¿Hay algún enfermo al que se pueda visitar?

Tata extravió la mirada entre los árboles. La cosa empeoraba por momentos. Hurgó en su memoria en busca de algún lugareño que estuviera lo bastante enfermo para merecer una visita, pero que aún tuviera salud para sobrevivir al susto de que se la hiciera Yaya Ceravieja. En temas de psicología práctica y fisioterapia popular sin sofisticaciones, Yaya no tenía parangón. Hasta era capaz de poner en práctica esta última a distancia. Prueba de ello es que muchas almas afligidas por el dolor habían abandonado el lecho y se habían puesto a caminar, o mejor dicho a correr, ante la mera noticia de su llegada.

--De momento andan todos bastante sanos --dijo Tata diplomáticamente.

--¿Algún viejo al que haya que animar?

Las dos daban por supuesto que no figuraban entre «los viejos». Una bruja de noventa y siete años nunca se habría incluido en semejante categoría. La vejez era algo que afectaba a los demás.

--No, están bastante bien de ánimos --dijo Tata.

--Podría contar cuentos a los críos.

Tata asintió con la cabeza. Era una idea que su amiga ya había puesto en práctica en una ocasión anterior, y desde el punto de vista de los niños le había salido bastante bien. Habían escuchado boquiabiertos y con cara de contentos una leyenda tradicional. El problema había llegado más tarde, cuando, de vuelta a sus hogares, habían preguntado lo que significaban palabras como «destripar».

--Podría contárselos sentada en una mecedora --añadió Yaya--. Si mal no recuerdo se hace así. También podría prepararles mis manzanas especiales caramelizadas. ¿A que estaría bien?

Tata asintió con la cabeza, sumida en una especie de pesadilla. Cayó en la cuenta de que era la única que se interponía en una especie de alud de simpatía.

--Caramelo... --dijo--. ¿Te refieres al que hiciste y que al romperse es como vidrio, o al del pequeño Pewsey, aquella vez que hubo que abrirle la boca haciendo palanca con una cuchara?

--Me parece que ya sé por qué me salió mal.

--Ya sabes que el azúcar y tú no congeniáis, Esme. ¿Te acuerdas de cuando hiciste pirulís que tenían que durar todo el día?

--Y duraron, Gytha.

--Sólo porque el pequeño Pewsey no pudo sacárselo de la boca hasta que le arrancamos dos dientes, Esme. Deberías limitarte a los encurtidos. El vinagre sí que se te da bien.

--Tengo que hacer algo, Gytha. No puedo ser una vieja cascarrabias toda la vida. ¡Ya lo sé! Colaboraré en el concurso. Digo yo que habrá mucho que hacer, ¿no?

Tata sonrió para sus adentros. Conque era eso.

--Claro --dijo--. Seguro que la señora Carcoma te dará trabajo con mucho gusto.

Y lo lamentará, pensó, porque tengo claro que estás tramando algo.

--Iré a verla --dijo Yaya--. Seguro que si me lo propongo encontraré millones de maneras de ayudar.

--No tengo la menor duda --dijo Tata de todo corazón--. Presiento que desempeñarás un papel decisivo.

Yaya volvió a hurgar en la bolsa. --Tú también participarás, ¿no, Gytha? --¿Yo? --dijo Tata--. No me lo perdería por nada del mundo.


Tata se levantó más temprano de lo habitual. Quería estar en primera fila por si sucedía algo desagradable.

De momento había banderitas. De camino hacia el lugar del concurso, las vio colgando de árbol a árbol en tiras de colores chillones.

Daban, además, una extraña sensación de familiaridad. Técnicamente, nadie que tuviera unas tijeras debería ser incapaz de recortar un triángulo, pero el autor de I aquéllas se las había arreglado para contradecir dicho I principio. También se notaba que estaban hechas con | ropa usada. Tata lo dedujo del hecho de que las banderitas de verdad no suelen tener cuello.

La gente montaba casetas y tropezaba con los niños. Un árbol daba cobijo al comité, en el seno del cual parecía reinar la incertidumbre. De vez en cuando miraban a lo alto de una escalera de mano larguísima.

--Ha venido antes de que amaneciera --dijo Letice cuando tuvo delante a Tata--. Dice que ha pasado la noche en vela haciendo banderitas.

--Cuéntale lo de los pasteles --dijo Gammer Beavis.

--¿Ha hecho pasteles? --se extrañó Tata--. ¡Pero si no sabe cocinar!

El comité se movió a un lado. Muchas mujeres contribuían a la comida para el concurso. Era una tradición, y una competición informal por derecho propio. En medio del despliegue de platos cubiertos había una fuente grande con un montón de... cosas, de color y forma indefinidos. Era como si un rebaño de terneros hubiera comido mucha uva y le hubiera sentado mal. Eran pasteles primigenios, prehistóricos; pasteles de mucho peso y presencia que desentonaban con tanta exquisitez glaseada.

--Nunca le ha cogido el truco --dijo Tata, abatida--. ¿Alguien los ha probado?

--Ajajá --dijo Gammer con solemnidad.

--¿Y qué? Duros, ¿no?

--Para matar a un troll a golpes.

--¡Es que estaba tan... no sé... tan orgullosa! --dijo Letice--. También hay... mermelada.

Era un tarro grande cuyo contenido parecía lava violeta solidificada.

--Qué buen... color --dijo Tata--. ¿La habéis probado?

--No hemos podido sacar la cuchara --dijo Gammer.

--Seguro que...

--Y sólo hemos podido meterla a martillazos.

--¿Qué se propone, señora Ogg? Tiene un carácter débil y vengativo --dijo Letice--. Usted es amiga suya --añadió, y por el tono parecía una acusación.

--No le leo los pensamientos, señora Carcoma.

--Yo creía que iba a quedarse al margen.

--Dijo que le pondría interés y animaría a la juventud.

--Algo trama --dijo Letice con aprensión--. Estos pasteles son una maniobra para socavar mi autoridad.

--No, qué va, si todo lo que cocina le sale igual --dijo Tata--. No es lo suyo.

Conque tu autoridad, ¿eh?

--Casi ha acabado con las banderitas --comunicó Gammer--. No tardará en querer ser útil en otra cosa.

--Ya... Siempre podemos pedirle que se encargue de la pesca.

Tata puso cara de no entender.

--¿Te refieres al juego en que los niños meten la mano en una tina grande llena de salvado y sacan lo primero que encuentran?

--Sí.

--¿Y vais a dejar que lo organice Yaya Ceravieja?

--Sí.

--Pensad que tiene un sentido del humor bastante especial...

--¡Buenos días a todas!

Era la voz de Yaya Ceravieja. Tata Ogg llevaba oyéndola casi toda la vida, pero volvió a encontrar algo raro en el tono. Transmitía amabilidad.

--Estábamos comentando que podría supervisar la tina de salvado, señorita Ceravieja.

Tata se estremeció, pero Yaya se limitó a responder:

--Con mucha gusto, señora Carcoma. Estoy impaciente por ver las caritas que pondrán al sacar las chucherías.

Y yo, se dijo Tata.

Se acercó a su amiga una vez que las demás hubieron escurrido el bulto.

--¿Para qué lo haces? --preguntó.

--Perdona, Gytha, pero no te entiendo.

--Te he visto enfrentarte a seres espantosos, Esme. ¡Hasta te vi cazar un unicornio, caramba! ¿Qué planeas?

--Sigo sin saber por dónde vas, Gytha.

--¿Estás enfadada porque no te dejan participar, y por eso planeas una venganza horrible?

Las dos miraron el terreno de competición, que empezaba a llenarse. La gente hacía concursos de petanca para ganar cerdos, y se subía a la cucaña. La banda de Lancre intentaba tocar un popurrí de melodías populares. Lástima que cada músico tocara la suya. Los críos se peleaban. Iba a hacer un día de muchísimo calor, sin duda el último del año.

Les llamó la atención el cuadrilátero acordonado que ocupaba el centro del terreno.

--¿Tú vas a participar en el concurso, Gytha? --dijo Yaya.

--¡No me has contestado!

--¿Qué me habías preguntado?

Tata prefirió no seguir aporreando una puerta cerrada a cal y canto.

--Sí, la verdad es que pienso probar suerte --dijo.

--Pues entonces espero que ganes. Te animaría, pero no quiero ser injusta con las demás. Me mezclaré con el público y me quedaré más calladita que un ratón.

Tata probó una estratagema. Sonrió de oreja a oreja y dio un codazo a su amiga.

--Claro, claro --dijo--, pero a mí puedes decírmelo, ¿eh? No me gustaría perdérmelo por nada del mundo, así que si antes de hacerlo pudieras avisarme de alguna manera...

--¿A qué te refieres, Gytha?

--¡Hay veces, Esme Ceravieja, en que te daría de bofetadas!

--¡Pero qué cosas dices!

Tata Ogg no tenía costumbre de usar palabrotas, o en todo caso nada que excediera los límites de lo que los lancrastrianos consideraban «lenguaje pintoresco». Es cierto que tenía aspecto de malhablada, y que se le habían ocurrido algunos tacos muy jugosos, pero las brujas, por lo general, piensan mucho lo que dicen. Nunca se sabe de lo que son capaces las palabras cuando ya no las oyes. Por una vez, sin embargo, masculló una maldición, con el resultado de que saltaron varias llamas en la hierba seca. Por suerte se apagaron enseguida.

Fue una manera de mentalizarse para el concurso de maldiciones.

Se contaba que en otros tiempos la víctima había sido una persona viva, o que lo estaba al principio de la prueba, pero tratándose de un espectáculo para toda la familia hacía siglos que las maldiciones tenían como I blanco al Pobre Charlie, que en definitiva era un simple espantapájaros: grave problema, porque las maldiciones suelen ir dirigidas a la mente del maldito, y a una calabaza no había nada que la afectara demasiado, ni siquiera «que se pudra tu paja y se te caiga la zanahoria». Aun así se puntuaba el estilo y la inventiva.

A decir verdad la presión era escasa. Todo el mundo sabía qué prueba era la principal, y no se trataba de la del Pobre Charlie.

Un año, Yaya Ceravieja había hecho explotar la calabaza sin que llegara a averiguarse cómo.

Al término del día alguien se habría alzado con el triunfo, y al margen de la puntuación todos reconocerían en ella a la ganadora. Había premios al sombrero más puntiagudo y premios de montar escobas, pero estaban hechos para el público. Lo que contaba era el truco que se había estado ensayando todo el verano.

Tata salía la última, con el número diecinueve. La edición destacaba por el número elevado de brujas inscritas. Se había divulgado la noticia de la retirada de Yaya Ceravieja, y nada corre tanto como las noticias en la comunidad oculta, porque no tienen que viajar por vía terrestre. En la multitud oscilaban y asentían muchos sombreros de punta.

Las brujas, entre sí, suelen ser sociables como gatos, pero coinciden con ellos en la existencia de lugares, épocas y terrenos neutrales donde reunirse de manera más o menos pacífica. En aquel momento tenía lugar una especie de coreografía lenta y complicada.

Las brujas se saludaban las unas a las otras y corrían al encuentro de las recién llegadas. Un espectador inocente habría creído asistir a un encuentro de viejas amigas, y en algunos aspectos posiblemente lo fuera, pero Tata, que miraba con ojos de bruja, observó un posicionamiento sutil, una cauta evaluación, ligeros cambios de postura y una minuciosa afinación de intensidad y duración en las miradas.

Y cuando salía una bruja al cuadrilátero (sobre todo una bruja relativamente desconocida), todas las demás encontraban alguna excusa para observarla, siempre con la mayor discreción.

Era como tener delante a un grupo de gatos, en efecto. Los gatos dedican mucho tiempo a la observación mutua. La hora de la pelea, cuando llega, sólo sirve para confirmar algo que ya ha sido decidido en sus cabezas.

Todas esas cosas las sabía Tata, como sabía que la mayoría de las brujas eran amables (por lo general), dulces (con tendencia a la mansedumbre), generosas (con los que eran dignos de ello; los demás se llevaban su merecido con creces), y, salvo excepciones, entregadas a una vida con más espinas que rosas, a qué negarlo. No había ninguna que viviera en una casa hecha de dulces, si bien algunas de las más jóvenes y aplicadas habían experimentado con diversas clases de galleta. No metían niños en el horno, ni siquiera a los que se lo merecían. En general hacían lo mismo de siempre: ayudar a sus vecinos a llegar y marcharse del mundo y, en el paréntesis, a superar algunos de los peores obstáculos.

Para eso había que estar hecha de una pasta especial. Había que tener un oído muy fino, porque se veía a las personas en circunstancias que las volvían propensas a contar cosas, como la localización del dinero enterrado, la paternidad del niño o el motivo de que volvieran a tener un ojo a la funerala. También había que tener una boca especial, de las que no sueltan prenda. Quien guarda secretos se vuelve poderoso. El poder infunde respeto, y el respeto es una moneda fuerte.

Dentro de aquella hermandad (que de hermandad tenía poco, porque se componía de independientes crónicas con un grado de unión relativo; un grupo de brujas no era un aquelarre, sino una pequeña guerra), el rango no se olvidaba nunca. No se parecía en nada a lo que el otro mundo entiende por estatus. Nadie decía nada. Ahora bien, a la muerte de una bruja anciana, las demás brujas del lugar asistían al entierro para dedicarle un breve adiós, y después, llenas de solemnidad, volvían a casa con una idea de fondo, lacónica e insistente: «He subido uno.”

De modo que las nuevas incorporaciones eran sometidas a una vigilancia estrechísima.

--Buenos días, señora Ogg --dijo alguien por detrás--. ¿Todo bien, espero?

--¿Cómo está usted, señora Shimmy? --dijo Tata, volviéndose. Su clasificador mental le enseñó una ficha: Clarity Shimmy, vive con una madre anciana, toma rapé y sabe de animales--. ¿Cómo sigue su madre?

--El mes pasado la enterramos, señora Ogg.

A Tata Ogg le gustaba Clarity Shimmy porque se veían poco.

--Vaya, qué disgusto --dijo.

--Pero ya le diré que ha preguntado por ella --dijo Clarity. Echó un vistazo a la pista y preguntó--: ¿Esa chica gorda quién es? Tiene un culo que ni salido de la bolera.

--Agnes Nitt.

--Pues tiene buena voz para echar maldiciones. Con una voz así queda clarísimo que te maldice.

--Sí, la naturaleza la ha dotado de una buena voz para maldecir --dijo educadamente Tata--. Esme Ceravieja y yo le dimos un par de consejos.

Clarity volvió la cabeza.

Al otro lado del terreno había una figurilla rosada sentada a solas detrás de la tina del salvado. Por lo visto no destacaba por sus dotes de convocatoria.

Clarity se aproximó.

--Eeh... ¿Qué hace?

--No lo sé --contestó Tata--. Me parece que ha decidido ser amable.

--¿Esme amable?

--Esto... sí--dijo Tata.

No por contárselo a alguien le parecía menos absurda la situación.

Clarity la miró fijamente. Tata la vio hacer una pequeña señal con la mano izquierda y marcharse a toda prisa.

Los sombreros puntiagudos se iban agrupando. Había corrillos de tres o cuatro. Las puntas se juntaban, conversaban animadamente y volvían a abrirse como una flor, girándose hacia la mancha rosa del fondo. Después, un sombrero se separaba del grupo para sumarse a otro con paso resuelto, haciendo que se repitiera la secuencia. Era como ver una fisión nuclear a cámara lenta. Había mucha agitación, y no tardaría en producirse el estallido.

A cada momento había alguien mirando a Tata, la cual acabó por meterse entre las casetas hasta llegar a la del enano Zakzak Brazofuerte, fabricante y proveedor de baratijas de ocultismo para los más impresionables. Zakzak la saludó alegremente con la cabeza, detrás de un cartel donde ponía «Herraduras de la suerte».



(Continua)
Afinador de cisternas

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