--Hola, señora Ogg.
Tata se dio cuenta de lo nerviosa que estaba.
--¿Y por qué de la suerte? --preguntó, cogiendo una herradura.
--Por cada una me dan dos dólares --dijo Stronginthearm, --¿Y por eso son de la suerte?
--Para mí sí --contestó Stronginthearm--. ¿No me compra ninguna, señora Ogg? Si hubiera sabido que tendrían tanto éxito habría traído otra caja. Algunas señoras se han llevado dos.
Dijo «señoras» con un tono peculiar.
--¿Brujas comprando herraduras de la suerte? --dijo Tata.
--Sí, como si mañana fuera el fin del mundo --dijo Zakzak. Frunció el entrecejo. A fin de cuentas habían sido brujas--. Y digo yo... No lo será, ¿verdad? --añadió.
--Estoy casi segura de que no --dijo Tata.
No pareció que su respuesta lo tranquilizara.
--Y de repente estoy haciendo un negocio fabuloso con las hierbas protectoras --dijo Zakzak. Como era enano, es decir, que habría visto el Diluvio como una oportunidad fantástica para vender toallas, añadió--: ¿Le interesa alguna, señora Ogg?
Tata negó con la cabeza. De poco iba a servir una ramita de ruda si los problemas procedían del mismo lugar que había copado las miradas de la gente. Mejor un buen roble, pero ni eso era seguro.
Notó cambios en la atmósfera. El cielo seguía azul, pero en el horizonte de la mente tronaba. Las brujas estaban intranquilas, y como había tantas juntas el nerviosismo saltaba de una a otra, como una señal cada vez más amplificada que se transmitía a todo el público. El resultado fue que hasta la gente normal, la que confundía una runa con una ciruela seca, empezó a sentir una profunda inquietud existencial, de las que hacen dar un bofetón a los chavales y te meten ganas de tomarte copa.
Tata miró por un espacio vacío entre dos casetas. La figura rosa seguía sentada detrás de la tina, paciente y un poco alicaída. Había una cola larguísima de nadie.
A continuación, Tata fue escondiéndose detrás de las barracas hasta tener cerca el de la comida. A esas alturas la venta ya había sido buena, pero el atroz montón de pasteles seguía ocupando el centro del mantel, abandonado. El tarro de mermelada también. Algún bromista había puesto detrás del segundo un cartel a tiza: «¡consija sacar la cuchara del tarro! ¡tres INTENTOS POR UN PENIQE!”
Consideró que había hecho bien en esconderse, hasta que oyó moverse la paja a sus espaldas. El comité la había encontrado.
--La letra es suya, ¿no, señora Carcoma? --dijo--. ¡Qué cruel! Y qué poco... amable.
--Hemos decidido que vaya usted a hablar con la señorita Ceravieja --dijo Letice--. Esto no puede seguir así.
--¿El qué?
--¡Está haciendo algo a las cabezas de la gente! Ha venido a influirnos negativamente, ¿verdad? Ya se sabe que hace magia mental. ¡Lo estamos notando todas! ¡Por culpa suya la gente no se divierte!
--¡Pero si sólo está sentada! --dijo Tata.
--Ya, ya, pero ¿sentada cómo, a ver?
Tata volvió a mirar por detrás del puesto de comida.
--No sé... De manera normal... Doblada por la cintura y por las rodillas.
Letice hizo un gesto admonitorio con el índice.
--Présteme atención, Gytha Ogg...
--¡Si quiere que se marche va usted misma y se lo dice! --replicó Tata--. Estoy harta de...
Se oyó el grito penetrante de un niño.
Las brujas se miraron y salieron corriendo hacia la tina.
Un niño lloraba en el suelo, retorciéndose.
Era Pewsey, el nieto menor de Tata.
Se le heló el estómago. Levantó al niño del suelo y miró a Yaya con rabia.
--¿Qué le has hecho, so...? --empezó a decir.
--¡Noquierounamuñeca! ¡Noquierounamuñeca! ¡Quierounsoldado! ¡Unsoldadounsoldadounsoldado!
Tata se fijó en la muñeca de trapo que tenía Pewsey en su mano pegajosa, y en la rabia y la indignación que se leían en lo que dejaba de cara su boca abierta hasta los topes...
--¡Quierounsoldado!
.. .y a las demás brujas, y a la cara de Yaya Ceravieja, y sintió que le subía desde las botas una vergüenza fría y atroz.
--Le he dicho que la dejara y volviera a probar --dijo Yaya, sumisa--, pero no me ha hecho caso...
--... quierounsol...
--¡Si no te callas ahora mismo, Pewsey Ogg, Tata te...! --dijo Tata Ogg, añadiendo el peor castigo que se le ocurría--: ¡Tata no volverá a darte dulces nunca más!
Pewsey cerró la boca, anonadado por aquella amenaza inimaginable. Después, para horror de Tata, Letice Carcoma se incorporó y dijo:
--Preferiríamos que se marchase, señorita Ceravieja.
--¿Molesto? --dijo Yaya--. Espero no molestar. No quiero ser ningún estorbo. Es que ha metido la mano y...
--Pone usted... nerviosa a la gente.
Falta poco, pensó Tata. Dentro de nada levanta la cabeza, entorna los ojos y si Letice no da dos pasos hacia atrás es que es mucho más dura que yo.
--¿No puedo quedarme a mirar? --preguntó Yaya sin alterarse.
--Sé perfectamente a qué juega --dijo Letice--. Planea estropearlo todo, ¿verdad? Como no aguanta la idea de no ganar, se le ha ocurrido alguna maldad.
Tres pasos, pensó Tata. En caso contrario sólo quedarían los huesos. Era inminente.
--No quiero que piensen que estropeo nada --dijo Yaya. Suspiró y se levantó--. Me voy a casa.
--¡De eso nada! --saltó Tata Ogg, obligándola a sentarse--. ¿Tú qué dices, Beryl Dismass? ¿Y tú, Letty Parkin?
--Están todas... --empezó a decir Letice.
--¡A usted no se lo he preguntado!
Las brujas que estaban detrás de la señora Carcoma no se atrevían a mirarla.
--Pues... Nosotras no es que pensemos... Vaya, que no... --balbuceó Beryl--. Yo siempre he respetado mucho a... Pero... La verdad es que la gente...
Renunció a seguir. Letice no cabía en su cuerpo.
--Sí, ¿eh? Entonces sí que será mejor que nos vayamos --dijo Tata con acritud--. Aquí no estoy a gusto. --Miró alrededor--. Agnes, ayúdame a llevar a Yaya a su casa.
--No, si ya puedo... --dijo Yaya, pero Tata y Agnes la cogieron cada una por un brazo y la empujaron suavemente hacia el público, que abrió un pasillo y las siguió con la mirada.
--Dadas las circunstancias, probablemente sea lo mejor para todos --dijo Letice.
Varias brujas evitaron mirarla a la cara.
El suelo de la cocina de Yaya estaba cubierto de retales. La mermelada había goteado de la mesa, formando un cúmulo duro e inamovible. La cacerola de la mermelada estaba en el fregadero, metida en agua para quitar los restos, pero saltaba a la vista que antes de que se ablandara la mermelada se habría oxidado todo el metal.
Al fondo había una hilera de tarros vacíos de conserva.
Yaya se sentó y juntó las manos en su regazo.
--¿Te apetece una taza de té, Esme? --preguntó Tata Ogg.
--No, querida, muchas gracias. Vosotras volved a las pruebas y no os preocupéis por mí --dijo Yaya.
--¿Seguro?
--Me quedaré aquí tranquilamente. No os preocupéis.
--¡Yo no vuelvo! --dijo Agnes entre dientes al salir--. No me gusta nada la manera que tiene Letice de sonreír...
--Una vez me dijiste que tampoco te gustaba cómo frunce el entrecejo Esme --dijo Tata.
--Ya, pero de un entrecejo fruncido se puede una fiar. Oye, no estará chocheando, ¿verdad?
--¡Si Esme chochea qué harán los demás! --dijo m Tata--. Hazme caso y vuelve conmigo. Estoy convencida de que algo trama.
Y ojalá supiera qué, pensó. No sé si podré seguir esperando.
Antes de llegar al lugar de la competición ya notó la tensión acumulada. Tensión siempre había, la normal en el concurso, pero aquélla tenía un regusto agrio y desagradable. Las casetas seguían abiertas, pero la gente normal ya se marchaba, agobiada por unas sensaciones que no sabían describir pero que podían con ellos. En cuanto a las brujas, su cara recordaba a la que ponen los actores unos dos minutos antes del final de una película de terror, cuando saben que el monstruo está a punto de dar el salto final y sólo les falta saber por qué puerta.
Letice estaba rodeada de brujas. Tata oyó voces exaltadas. Llamó la atención a una bruja que observaba con expresión sombría.
--¿Qué pasa, Winnie?
--Pues que a Reena Trump le ha salido muy mal el truco, y sus amigas dicen que deberían concederle otra oportunidad por lo nerviosa que estaba.
--Qué lástima.
--Y Virago John se ha ido corriendo porque le ha fallado el conjuro para la lluvia. Yo misma he estado muy torpe. Puede que tengas posibilidades, Gytha.
--¡Huy, Winnie, ya sabes que a mí los premios nunca me han gustado! Lo que cuenta es divertirse participando.
La otra bruja le dirigió una mirada oblicua.
--Casi has conseguido que me lo crea --dijo.
Llegó Gammer Beavis.
--Adelante, Gytha --dijo--. Hazlo lo mejor que puedas, ¿eh? De momento la única competidora es la señora Weavitt y su rana silbadora, y ni siquiera ha sido capaz de sacarle una melodía. El pobre bicho estaba hecho un manojo de nervios.
Tata Ogg se encogió de hombros y entró en el recinto delimitado por las cuerdas. Alguien, a lo lejos, sufría un ataque de histeria, al que de vez en cuando se sumaba un apenado silbido.
A diferencia de la de los magos, la magia de las brujas recurría muy poco al poder en bruto. Es la diferencia que hay entre un martillo y una palanca. Por lo general, las brujas procuraban encontrar el punto exacto donde se consiguen muchos resultados con pocos cambios. Hay dos maneras de desencadenar un alud: sacudir la montaña o encontrar el lugar exacto donde tirar un copo de nieve.
Para aquella edición, Tata había dedicado algunas horas libres a practicar con el Hombre de Paja, que era un truco ideal para ella: hacía reír, tenía un toque sugestivo, era bastante más fácil de lo que parecía pero aseguraba su participación, y tenía pocas posibilidades de ganar.
¡Maldición! Había confiado en quedar derrotada por la rana. La había oído cantar con muy buen estilo en las tardes de verano. Se concentró.
Se movían por el suelo varios trozos de paja. Sólo había que aprovechar las ráfagas de viento que corrían por el terreno, dejarlas circular por tal o cual punto, hacer un remolino...
Intentó dominar el temblor de sus manos. Lo había hecho cientos de veces, tantas que hasta podría haber hecho nudos con la paja. Vio la cara de Esme Ceravieja; la vio sentada al lado de la tina, perpleja y apenada durante los pocos segundos en que Tata había tenido ganas de matar...
Hubo un momento en que consiguió montar las piernas y un esbozo de brazos y cabeza. Se oyeron algunos aplausos. Luego, antes de que Tata pudiera concentrarse en el primer paso, apareció un remolino que redujo la figura a un montón de paja inútil.
Hizo gestos frenéticos para volver a levantarla. Las briznas se juntaron un poco y volvieron a su inmovilidad.
Se oyeron unos cuantos aplausos más, nerviosos y esporádicos.
--Perdón. Hoy parece que no le cojo el truco --murmuró Tata, abandonando el cuadrilátero.
Los jueces se apiñaron.
--Yo creo que la rana lo ha hecho muy bien --dijo Tata en voz más alta de lo necesario.
El viento, hasta entonces tan remiso, se puso a soplar con más fuerza. Un crepúsculo real subrayó la oscuridad psíquica del evento, por decirlo de algún modo.
Al fondo se erguía la hoguera, que nadie se había atrevido a encender. Aparte de las brujas casi no quedaba nadie. Lo poco bueno del día quedaba muy atrás.
El círculo de jueces se rompió, y la señora Carcoma se acercó a la nerviosa multitud con una sonrisa que sólo se veía un poco forzada en las comisuras.
--¡Hay que ver lo que ha costado decidirse! --dijo alegremente--. ¡Pero qué suerte haber sido tantas! Confieso que ha sido una elección dificilísima...
Entre yo y la rana que se ha quedado sin fuelle y con la pata atascada en el banjo, pensó Tata. Miró de reojo las caras de sus hermanas de brujería. A algunas las conocía desde hacía sesenta años. Eran un libro abierto. Lástima que Tata no hubiera leído ninguno en su vida.
--Todas sabemos quién ha ganado, señora Carcoma --dijo, interrumpiendo el discurso.
--¿Qué quiere decir, señora Ogg?
--De todas las brujas que estamos aquí no ha habido ni una que haya conseguida concentrarse en lo que va de día --dijo Tata--. Además, casi todas han comprado amuletos. ¿Brujas comprando amuletos?
Varias mujeres bajaron la vista.
--¡No sé a qué viene tanto miedo a la señorita Ceravieja! ¡Yo no le tengo ninguno! O sea, que según usted nos ha echado un conjuro.
--Y yo diría que bastante potente --dijo Tata--. Mire, señora Carcoma, aquí no ha ganado nadie. ¿Cómo va a haber ganadora con lo que hemos visto? Lo sabemos todas, así que mejor nos vamos a casita, ¿eh?
--¡De ningún modo! Pagué diez dólares por esta copa, y pienso entregarla...
Las hojas marchitas de los árboles se pusieron a temblar.
Vibraron las ramas.
--Sólo es el viento --dijo Tata Ogg.
Y de repente, como si tal cosa, tuvieron a Yaya delante. Parecía que hubiera estado ahí todo el rato sin que se diera cuenta nadie. Tenía el don de fundirse con el entorno.
--Quería ver quién ha ganado --dijo--. Sumarme a los aplausos, y...
Letice fue hacia ella, loca de rabia.
--¿Se ha estado metiendo en las cabezas de la gente? --dijo con voz chillona.
--¿Cómo, señora Carcoma? --dijo Yaya, sumisa--. ¿Con tantos amuletos?
--¡Miente!
Tata Ogg oyó cómo se interrumpía la respiración de todas las brujas, y la suya la primera. Para una bruja las palabras eran sagradas.
--No miento, señora Carcoma.
--¿Me negará que se ha propuesto estropearme el día?
Algunas de las brujas que estaban en primera fila empezaron a retroceder.
--Reconozco que mi mermelada no le gusta a todo el mundo, pero nunca... --empezó a decir Yaya con moderación.
--¡Nos ha echado un conjuro a todas!
--Sólo quería ayudar. Pregunte y se lo dirán.
--¡Admítalo!
La voz de la señora Carcoma era estridente como la de una gaviota.
--... y le aseguro que no tenía intención de...
La cabeza de Yaya osciló con la fuerza del bofetón.
Nadie respiraba. Nadie se movía.
Yaya levantó la mano lentamente y se frotó la mejilla.
--¡Sabe perfectamente lo fácil que le habría sido!
Tata tuvo la impresión de que el grito de Letice resonaba en las montañas.
La copa cayó en el rastrojo.
El movimiento volvió a adueñarse del retablo. Dos brujas dieron un paso al frente, cogieron a Letice por los hombros y se la llevaron sin encontrar resistencia.
Todas las demás siguieron pendientes de lo que hacía Yaya Ceravieja, y lo que hizo fue levantar la cabeza.
--Espero que no le haya pasado nada a la señora Carcoma --dijo--. Parecía un poco... alterada.
Nadie dijo nada. Tata recogió la copa caída y le dio un golpecito con el índice.
--Mmm. Está chapada. Diez dólares por esto es un robo. --Se la lanzó a Gammer Beavis, que la cogió con cierta dificultad--. ¿Se la devolverás mañana, Gammer?
Gammer asintió con la cabeza, rehuyendo la mirada de Yaya.
--No hay que dejar que se estropee todo --dijo ésta con tono cordial--. ¿Qué tal si acabamos el día como está mandado? A la manera tradicional, con patatas asadas y cuentos al lado del fuego. Y perdonando. Lo pasado pasado está.
Tata notó que el alivio se extendía como un abanico. Fue como si las brujas recobraran vida al romperse el hechizo, que por otro lado nunca había existido. Se empezó a ver más animación, y cierto ajetreo. Las brujas se subieron a sus escobas y fueron a por las alforjas.
--El señor Hopcroft me ha dado un saco entero de patatas --dijo Tata en medio de la conversación general--. Voy a buscarlas. ¿Puedes encender el fuego, Esme?
Miró hacia arriba, notando un cambio brusco. Los ojos de Yaya refulgían en la penumbra.
Tata tuvo la prudencia de poner cuerpo a tierra.
La mano de Yaya Ceravieja dibujó una trayectoria de cometa, y surcó el aire una centella.
La hoguera explotó. Del montón de ramas saltó una llama blanca azulada que bailó en el cielo, proyectando sombras en el bosque. Hizo caer sombreros, volcarse mesas, formarse figuras y castillos, y escenas de batallas famosas; juntó las manos y bailó en círculo. Dejó en el ojo una imagen violácea que quemaba en el cerebro...
Y se asentó, reducida a simple hoguera.
--He dicho perdonar, no olvidar --dijo Yaya.
Yaya Ceravieja y Tata Ogg habían emprendido el camino a casa, despejando con sus botas la niebla matinal. El balance de la noche era bueno.
Después de un rato dijo Tata:
--No ha estado bien lo que has hecho.
--Yo no he hecho nada.
--Ya... De todos modos no ha estado bien. Ha sido como cuando le quitas a alguien la silla en el momento de sentarse.
--El que no mira dónde se sienta más vale que se quede de pie --dijo Yaya.
Se oyó un golpeteo en las hojas, uno de esos chaparroncillos de verano organizados por unas gotas díscolas que no quieren quedarse con el grupo.
--Está bien, tienes razón --reconoció Yaya--, pero un poco cruel sí que ha sido.
--Ya.
--Y a algunos puede que les haya parecido una maldad.
--Ya.
Tata se estremeció. En los pocos segundos posteriores al grito de Pewsey había tenido unas ideas...
--No os he dado ningún motivo --dijo Yaya--. No he puesto nada en la cabeza de nadie que no estuviera antes.
--Perdona, Esme.
--Bueno.
--Pero... Letice no ha sido cruel a propósito, Esme. No te negaré que es rencorosa, mandona y tonta, pero...
--Tú y yo nos conocemos desde niñas --la interrumpió Yaya--. Hemos visto de todo, bueno y malo. ¿Sí o no?
--Sí, claro, pero...
--Y que yo sepa nunca te has rebajado a decir «te lo digo como amiga». ¿Me equivoco?
Tata negó con la cabeza. Era un detalle revelador. Una cosa así no podía decirla nadie mínimamente amistoso.
--Y otra cosa: ¿qué tiene que ver la magia con conseguir poder? --preguntó Yaya--. Me parece una tontería.
--Ni idea --dijo Tata--. Reconozco que yo sí que me metí a bruja para ligar.
--¿Qué te crees, que no lo sabía?
--¿Tú que querías conseguir, Esme?
Yaya dejó de caminar, miró el cielo invernal y bajó la vista al suelo.
--No sé --contestó después de pensárselo--. Supongo que un desquite.
No hay más que decir, pensó Tata.
Llegaron a casa de Yaya, asustando a los ciervos.
Descubrieron leña pulcramente apilada al lado de la puerta trasera, y dos sacos encima del umbral. En uno había un queso grande.
--Parece que han estado aquí el señor Hopcroft y el señor Poorchick --dijo Tata.
--Mmm. --Yaya se fijó en el trozo de papel pegado al segundo saco, escrito con cuidado pero con muchas faltas de ortografía: «Querida señora Cerabieja: Le agradecería mucho que me dejara poner a esta nueva bariedad el nombre de Esme Cerabieja.» Vaya, vaya. ¿De í dónde habrá sacado la idea?
--Pues no sé --dijo Tata.
--No, claro --dijo Yaya, recelosa.
Tiró de la cuerda del saco y sacó una Esme Ceravieja.
Era redonda, ligeramente achatada y con uno de los lados puntiagudos. Era una cebolla.
Tata Ogg tragó saliva.
--Y yo que le había dicho...
--¿Qué dices?
--Nada, nada.
Yaya Ceravieja hizo girar varias veces la cebolla en su mano, mientras el mundo esperaba su destino por el intermediario de Tata Ogg. Al final dio muestras de haber llegado a una decisión con la que se sentía a gusto.
--La cebolla es una planta muy útil --dijo--. Recia. Con gusto.
--Buena para la salud --dijo Tata.
--Se aguanta bien y da sabor.
--Y es picante --dijo Yaya, tan aliviada que perdió el hilo de la metáfora--. Combina muy bien con el queso...
--No hace falta ir tan lejos --dijo Yaya Ceravieja, devolviendo cuidadosamente la cebolla al saco. Su tono rayaba en lo amistoso--. ¿Entras a tomar una taza de té, Gytha?
--Puees... Es que tengo que irme...
--Bueno.
Yaya empezó a cerrar la puerta, pero antes de ajustaría volvió a abrir un resquicio por el que Tata vio asomarse uno de sus ojos azules.
--Pero ¿a que tenía razón yo? --dijo Yaya.
No era ninguna pregunta.
Tata asintió con la cabeza.
--Sí --dijo.
--Muy amable.
FIN
Relato corto del Mundodisco
- The last samurai
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The last samurai escribió:He leído ya bastantes libros del Mundodisco pero jamás me había topado con el personaje de Cohen el Bárbaro, pese a que conocía de su existencia.
Pratchett tiene mejores y peores novelas, pero es indudable que tiene un talento inmenso. Ahora empecé el Pirómides y la verdad es que no me está fascinando, pero hay otros que son excelentes, así que se le perdona que a veces baje la guardia un poco por las cuestiones que sean.
Cohen sale bastante en varios libros.
Incluso tiene libro propio "the last hero" aunque más que novela es relato ilustrado.
De Pratchett tengo todo lo publicado en Spañol y gran parte de lo publicado en inglés. En formato libro me refiero, eso de los e-books no es para mi.
Peeeeeero si no lo conoces leete a Douglas Adams, algo así como el papi de Pratchett.
(MP o algo si quieres los de douglas que si que los tengo en formato doc porque por estos lares lo pedían a menudo)
}:-D
- jubilao
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Iba a postear un párrafo muy chulo, pero ahora mismo no lo encuentro
Urdu escribió: Tengo fotos actualizadas de mi rabo.