Las hostias que les están cayendo de todos lados son notorias.
De todo lo leído, y sin tener una opinión formadísima, me quedo con este artículo de Lo País:
Tengo que enterarme si va a estudiar en Galapagar el o los nenes (no recuerdo cuántos tenían). Los colegios públicos de ese pueblo, hasta no hace mucho, estaban entre los más bajos de toda España en varias puntuaciones.Si eres de izquierdas, ¿por qué no vas a la escuela pública?
La paradoja se repite como un ritual de otoño: políticos que defienden con fervor la escuela pública matriculan a sus hijos en centros privados o concertados. Prensa y redes suelen cebarse con estos casos como ejemplos claros de hipocresía. Pero quizá resulte más interesante mirarlos desde el prisma del principio de sujeción, según el cual nuestros representantes deberían usar los mismos servicios públicos que diseñan para la ciudadanía. La lógica es sencilla: si comparten escuela, hospital o transporte con el resto, no solo tendrán un interés directo en que funcionen bien, sino que mostrarán públicamente su confianza en ellos. Como cuando uno cocina para los demás y se sirve el mismo guiso, no otro distinto.
Ese principio no está recogido en ninguna norma —atentaría contra libertades valiosas—. Se formula como una exigencia moral. Y en ese mismo sentido cabe preguntarse si no debería extenderse de la gestión política a las convicciones. En educación, la lógica sería esta: quienes defienden la escuela pública ganan autoridad si la eligen para sus hijos. Los datos abonan el terreno para la reflexión. España es uno de los países europeos donde más peso tiene la escuela privada o concertada: casi un 33% del alumnado frente a apenas un 7% en Reino Unido o un 9% en Alemania. Y no son guetos de derechas: un estudio en Cataluña (CEO, 2017) mostró que uno de cada cuatro votantes de la CUP con hijos no los llevaba a la pública; un 11,7% optó por la privada estricta, casi el doble que los del PP (6,6%). Aunque el dato no es reciente, ilustra bien la contradicción.
La enseñanza privada y concertada opera como un multiplicador de privilegios. Las familias que pueden pagarla encuentran en estos centros un modo de reforzar sus ventajas y de tejer redes que luego se traducen en trayectorias profesionales más ventajosas y mayores ingresos. Es cierto que son escuelas muy heterogéneas y que la aspiración de los padres no siempre se cumple, pero sus efectos en el conjunto del sistema son claros: concentran más alumnado de renta media y alta y dejan en la pública una cantidad desproporcionada de estudiantes vulnerables. El resultado es una fractura abismal: en España, la brecha socioeconómica entre pública y concertada explica por sí sola un 21% de toda la segregación escolar, el porcentaje más alto del mundo desarrollado, según Save the Children.
Esa fractura se agrava por el carácter posicional de la educación: su valor no depende solo de lo que un niño aprenda en clase, sino de cómo se sitúe en comparación con los demás. Ir a una escuela prestigiosa cuenta porque abre puertas que a otros se les cierran. Y esto distingue la educación de la sanidad: que mi vecino vaya a un cardiólogo privado no empeora el tratamiento que yo recibo para mi corazón en un hospital público; que sus hijos accedan a un colegio más selectivo sí afecta a las oportunidades de los míos. En educación, la ventaja de unos se traduce directamente en la desventaja de otros.
Muchos padres de izquierdas sueñan con una arcadia donde solo existe la escuela pública —o es tan buena que no vale la pena salirse de ella. Pero la realidad los obliga a responder esta cuestión: en un mundo donde hay otras opciones, algunas mejores, ¿qué hago yo? El filósofo Adam Swift tiene un librito que quiere ser de ayuda: How Not to Be a Hypocrite: School Choice for the Morally Perplexed Parent (Cómo no ser un hipócrita: la elección de escuela para el padre moralmente perplejo). Su tesis es clara: la primera obligación moral de un padre es con su hijo, incluso por encima de principios políticos y consideraciones colectivas. Pero esa obligación se limita a garantizar un “bienestar suficiente”: una escuela segura, con recursos básicos, capaz de protegerlo y atender sus necesidades educativas. Según dónde vivamos, la publica puede fallar. Podemos encontrarnos con escuelas públicas sobresaturadas, otras que carecen de personal para atender necesidades especiales, o centros que se quedan cortos a la hora de prevenir el bullying y apoyar a sus víctimas. En las ciudades, además, crecen los guetos escolares, donde la concentración de alumnado inmigrante plantea un desafío mal resuelto con consecuencias educativas serias.
Ahora bien, una parte muy importante de la red pública sí proporciona un bienestar suficiente. Y ahí es donde aparece la sospecha de que la decisión de políticos, cupaires y muchos otros padres progresistas de abandonar lo público no responde a la protección de sus hijos, sino a la razón desnuda de querer comprar ventajas adicionales para ellos. Los más progres la revisten con coartadas políticamente eficaces: denuncian el supuesto autoritarismo de la enseñanza reglada y se refugian en pedagogías alternativas o en escuelas bosque, tan o más segregadoras que las escuelas religiosas. El deseo de privilegiar a un hijo es profundamente humano, tanto, que acaba uniendo a estos padres con esos de derechas a los que culpan de las averías del ascensor social. Con una diferencia: la izquierda nos enseñó que lo personal es político. Y, sin embargo, a la hora de elegir colegio, tanto en la izquierda como en la derecha, lo político es personal.
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