Boxeo

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Nicotin
Manuel Fraga Iribarne
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Mensaje por Nicotin »

He estado bastante tiempo urdiendo a ratos un atentado contra la paciencia del sufrido forero: un mega-post sobre boxeo. Como no hay subforo de deportes, lo encasqueto aquí.

De todos modos, un subforo sobre literatura SIEMPRE debería ser el lugar donde disertar sobre boxeo... a fin de cuentas, nada como el boxeo puede ejercer como mitología épica contemporánea.

Que os sea leve. En principio iba a postear cada fragmento por separado según los iba terminando... pero he decidido ponerlo al final todo de golpe, que jode más.

Su función primaria –entretenerme mientras lo iba escribiendo- ha sido cumplida. Pero aún queda una función secundaria y es que sufráis leyéndolo.. y eso, francamente, suena también divertido. Por favor, ¡leedlo! Me odiaréis al terminarlo, pero ya me conocéis... eso no podría importarme menos.


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“La gran esperanza blanca”.

A principios del siglo XX, la competición pugilística estaba dominada por boxeadores de raza blanca. Ello no era el resultado de ninguna superioridad deportiva, sino, simple y llanamente, de que a los negros no se les permitía competir por el título mundial de boxeo. El boxeo, ya por entonces, era un deporte enormemente popular, y en Estados Unidos, epicentro del universo pugilístico, los negros aún eran considerados ciudadanos de segunda clase con total naturalidad. Por entonces, un boxeador negro sólo podía aspirar a ganar el campeonato para negros. Dado que la mayor parte de campeones eran estadounidenses blancos, y que cada campeón vigente decidía con quién se enfrentaba y con quién no para poner su título en juego, el camino hacia la corona estaba vedado para los afroamericanos.

En dichos campeonatos para negros, emergió un boxeador de extraordinarias cualidades: Jack Johnson. Era alto, de gran envergadura, enormemente fuerte y de una presencia física imponente. Además mostraba una enorme superioridad táctica sobre sus rivales: Johnson era un competidor de enorme astucia e inteligencia, poseía una técnica envidiable para aquellos tiempos en que se practicaba un boxeo primitivo, y mostraba una brillante comprensión psicológica del deporte que practicaba. Hacia 1907, Johnson ya se había quedado sin rivales entre los boxeadores de su propia raza: su deslumbrante excelencia deportiva había tocado techo en los campeonatos negros, y la única forma de no desperdiciar su fuerza y talento era conseguir, de alguna manera, que el boxeador pudiese competir por el Campeonato Mundial de los pesos pesados.

Jack Johnson, el hombre que desafió al sistema.
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La gran oportunidad para Johnson llegó cuando era un canadiense, Tommy Burns, quien ostentaba el título mundial. Aquella era una ocasión de oro para que, por primera vez en la historia, un boxeador negro pudiese intentar ceñirse la corona de Campeón de los pesos pesados, o, lo que es lo mismo, el título deportivo individual más importante del mundo. Ya por entonces, ser campeón mundial de boxeo no admitía parangón con ningún otro entorchado individual: ni el oro olímpico, ni el campeonato del mundo en cualquier otro deporte... el campeón de los pesos pesados era el equivalente al Rey del deporte. El boxeo era el deporte individual más popular sobre la Tierra.

Burns, el Campeón canadiense, inició una gira de combates por Europa, y Johnson, con sus managers, viajó también hacia Europa decidido a intentarlo todo para que Burns accediese a enfrentarse a él. Transcurrió la gira europea, pero Johnson no logró que se materializase ese combate. Burns viajó a Australia, y Johnson, inasequible al desaliento, le siguió también hasta allí. Finalmente, un promotor australiano enormemente interesado en ver a Johnson peleando por el título, puso sobre la mesa una enorme suma de dinero para convencer a Burns de que diese al púgil negro una oportunidad. El dinero terminó con todas las reticencias del canadiense, y la pelea entre ambos fue anunciada con grandes caracteres en lo en que Australia se llamó “El día del boxeo”.

Cuando en los Estados Unidos se supo que Burns aceptaba poner en juego su título frente a Jack Johnson, la noticia corrió como un reguero de pólvora a través del país. Para el público blanco resultaba poco menos que una herejía: lo que iba a suceder en Australia hubiese resultado impensable en territorio estadounidense... ¡un negrata peleando por el título mundial! ¿Acaso un negro malnacido podía poner en duda la innata superioridad blanca?. Para los negros estadounidenses, sin embargo, era todo un feliz acontecimiento. Por primera vez en la historia del pueblo afroamericano, uno de sus miembros tenía la oportunidad de convertirse en una figura de relevancia nacional, de escalar a lo más alto del éxito social (dado el enorme prestigio –y dinero- que proporcionaba el título), y de abanderar el orgullo y la autoafirmación de una gente usualmente maltratada, despreciada y oprimida.

En 1908 se celebró el combate ante un numeroso público australiano, que iba a presenciar un acontecimiento histórico. Nadie sabía qué esperar exactamente de Johnson, aunque su impresionante estampa no presagiaba nada bueno para el Campeón del momento, el canadiense Burns. El combate no desmintió los augurios: Johnson dominó a Burns con una superioridad que sólo puede ser calificada de insultante. Johnson utilizaba la gran envergadura de su brazo para mantener a distancia a su rival, pero eso no era lo peor. Johnson parecía jugar con Burns, se burlaba de él, sonreía y hablaba con el público mientras peleaba, como si en vez de estar peleando por el Campeonato Mundial estuviese jugando en el patio trasero de su casa. Su superioridad física y técnica resultaba aún más patente y humillante por el comportamiento irreverente y provocador del que Johnson hacía gala. El público no podía dar crédito a sus ojos: en pleno combate por el título mundial, con la presión que eso imprime a cualquier boxeador, Jack Johnson se comportaba como un niño juguetón e insolente: hablando, jugando con su rival, riendo. Finalmente ocurrió lo inevitable: tras 14 asaltos en los que el estadounidense hacía lo que le salía de los santos cojones con su rival, dándole una paliza considerable, un policía decidió detener el combate ante la incapacidad manifiesta de Burns. Con lo cual, Burns persió su título y Johnson se proclamó Campeón Mundial de los pesos pesados.

Aquello cayó como un jarro de agua fría sobre la América blanca: por primera vez, el prestigioso título mundial de los pesos pesados estaba en poder de un negro. Y aquel negro, además, no parecía el tío Tom precisamente. Era arrogante, cínico, y desprendía un aura de autosuficiencia que para la mayoría de los blancos resultaba inaceptable en alguien de color.

De todos modos, el comportamiento provocador de Johnson durante el combate tiene una buena explicación y era una buena muestra de su astucia e inteligencia (por cierto, Johnson patentó años después un ingenioso modelo de llave inglesa.. no sólo tenía cabeza para el cuadrilátero): en el boxeo, el autocontrol lo es todo. Hay quien cree que el boxeo consiste en que dos tipos salgan a hostiarse de manera inmisericorde, y que cuanto más furioso y agresivo resulte un boxeador, mejor... ¡nada más lejos! Lo último que debe hacer cualquier boxeador es perder la sangre fría. La técnica lo es todo en el boxeo, y un púgil enfurecido es más vulnerable, porque olvida protegerse correctamente y atacar correctamente, olvida todo lo que tiene que hacer bien. Un combate de boxeo no es una pelea callejera, es un deporte con una técnica compleja. Mucho más importante que golpear es el no ser golpeado. No se puede intentar golpear al contrario de cualquier manera, porque sufrir un contraataque por descuidar la propia guardia es una de las formas más rápidas y devastadoras de resultar vencido. Así, lo más importante es mantener siempre el control, incluso (o mejor dicho, especialmente) cuando se está atacando... por ello se ve a menudo que un boxeador intente provocar a otro y calentar la pelea antes de que comience, práctica que desarrolló hasta el límite Muhammad Ali.

Volviendo a Jack Johnson, este pareció valorar más que ningún otro boxeador de su momento la importancia del control en el combate. Su comprensión psicológica del combate estaba un escalón por encima de sus contemporáneos, así que Johnson utilizó la provocación y la burla como un arma para desconcertar y enfurecer a sus rivales. Además, Johnson mostraba un autocontrol fuera de lo común: cualquier boxeador profesional de alto nivel habla de un combate como de una situación muy estresante, muy intimidante. Johnson, sin embargo, no mostraba signo alguno de presión. Sin duda la sentía, pero controlaba férreamente sus gestos y expresiones. Todo ello (sus estrategias psicológicas, su autocontrol) unido a su fuerza, envergadura y excelencia técnica y táctica según los estándares de la época, hacían de él un rival verdaderamente temible.

Todo el mundo se dio cuenta de ello en los Estados Unidos. Los negros, que habían encontrado a un héroe con quien identificarse y de quien sentirse orgullosos; y los blancos, que desde el momento en que Johnson se proclamó campeón, se afanaron obsesivamente en encontrar un boxeador blanco que pudiese apartar a aquel “apestoso negro” del título. Para los blancos, Jack Johnson luciendo la corona de Campeón Mundial era una mancha sobre la historia de América.

Así comenzó uno de los episodios más célebres de la “guerra fría” entre blancos y negros en los Estados Unidos: la búsqueda de lo que la prensa de la época bautizó como la “gran esperanza blanca”.

A cada nuevo candidato blanco que mostraba (o se decía que mostraba) posibilidades de derrotar a Johnson, se le etiquetaba de aquella forma. Pese a las expectativas de los detractores de Johnson (expectativas más retóricas que otra cosa.. todos sabían que Johnson era un hueso duro de roer), el nuevo Campeón negro se quitó de encima a cuatro aspirantes blancos con gran facilidad, y ello en un solo año.

Las dificultades para encontrar un boxeador blanco que pudiese hacer frente a Johnson, ya suficientemente frustrantes para el público blanco, se unieron a la personalidad irritante del nuevo Campeón. Al igual que entre las doce cuerdas, fuera del ring Johnson era también cínico, burlón y vividor. Vestía de modo llamativo, hacía impúdica ostentación de su nueva posición económica, y se dejaba ver constantemente en clubes de dudosa reputación... ¡acompañado de mujeres blancas!. Además se rodeaba de gente de mala nota, relacionada con negocios ilegales de juego y prostitución. Definitivamente, Jack Johnson se convirtió en el negro más odiado de toda la América blanca... y en la primera gran figura publica y gran ídolo de la América negra.

Aunque Johnson no parecía mostrar signo alguno de sentir la enorme presión a que estaba sometido, lo cierto era que su posición distaba mucho de resultar cómoda. Desde que había iniciado su reinado como campeón, recibía constantes amenazas de muerte, y los grupos más violentos del sector racista de la sociedad norteamericana le tenían como objetivo número uno. La posibilidades de que Jack Johnson terminase siendo víctima de algún atentado no eran una broma que cualquiera pudiese minimizar. Él, al igual que hacía sobre el ring, respondía a todo aquello con una sangre fría y un savoir faire admirables: se mostraba en público del brazo de chicas blancas, y hacía frente al temporal con una sonrisa burlona, pese a saber que más de medio país hubiese dado cualquier cosa por verle muerto.

Mientras, el mundo del boxeo, aún dominado por los blancos, proseguía removiendo cielo y tierra para encontrar a “la gran esperanza blanca”, que parecía no llegar nunca. Finalmente, en un último gesto de desesperación, recurrieron al antiguo campeón mundial Jim Jeffries, ya retirado.

Jeffries, que jamás había perdido un combate, se había retirado del boxeo pocos años atrás, en 1905, y lo había hecho como campeón vigente, sin haber perdido jamás una pelea en su vida. Mientras que es común que muchos boxeadores retirados regresen al ring para ganar dinero fácil, Jeffries no tenía la más mínima intención de volver a pelear. Vivía un tranquilo retiro rural, felizmente dedicado al cuidado de una granja de alfalfa, y estaba perfectamente satisfecho con su situación. Sin embargo, la enorme presión social y mediática que recibió para encarnar definitivamente a la “gran esperanza blanca” surtió su efecto, y el pobre Jeffries tuvo que abandonar su alfalfa, sus lechugas y sus caballos para volver a entrenar, preparando su “comeback” como boxeador. También su orgullo tuvo que ver en la decisión: llegó a creer realmente que podría ser algo así como el redentor del “white man’s pride”.

Jim Jeffries, apodado “el calderero”.
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El combate entre Jeffries y Johnson fue programado para 1910, en la ciudad norteamericana de Reno. La expectación que este acontecimiento levantó no se había visto nunca hasta entonces en competición deportiva alguna. Aquella pelea iba a significar mucho más que el combate por un título. Aquello era la representación sobre el ring de una honda fractura social, la materialización, entre doce cuerdas, de una auténtica guerra civil entra la América blanca dominante y la América negra oprimida.

Para los blancos, Jeffries parecía el hombre indicado, y las expectativas que había sobre él eran enormes. Sólo era tres años mayor que Johnson, estaba invicto, y todo el mundo le reconocía como a uno de los más grandes boxeadores de su época, lo cual, por cierto, realmente era. Muchos pensaron que el retorno de Jeffries era un acontecimiento providencial destinado a redimir el orgullo de la raza blanca: el supercampeón invicto volvía de su retiro para evitar que un negro pusiera en duda la superioridad del hombre blanco.

El día del combate, la gente no estaba pendiente de ninguna otra cosa en los estados Unidos. El país encaraba el acontecimiento en un ambiente de tensa expectación, como una olla a presión a punto de explotar. En el recinto donde iba a tener lugar la pelea ante miles de espectadores, la policía efectuó cacheos en las entradas para evitar que nadie entrase portando armas. Prácticamente la totalidad del público del estadio iba a estar compuesta por blancos, y existía una seria preocupación por la integridad física de Johnson: la idea de un atentado contra su vida no era, ni mucho menos, algo improbable. La atmósfera en Reno era prácticamente pre-bélica.

Cuando ambos contendientes saltaron al ring antes de iniciar la pelea, no hacía falta ser adivino para haber previsto la reacción del público blanco. Abucheaban e insultaban al Campeón Mundial, mientras que Jeffries, la “gran esperanza blanca”, era aclamado como un héroe. Sin embargo, esto no se reflejaba en los rostros de ambos boxeadores: Jeffries parecía tenso, concentrado e incluso preocupado. Jeffries sabía un par de cosas sobre boxeo, y sabía a qué clase de púgil tenía enfrente.

El presentador anunciando a Johnson antes de iniciarse el primer “combate del siglo”.
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Johnson, sin embargo, y pese a tener decenas de miles de blancos abucheándole, y pese a saber que no estaba dentro de lo improbable que alguien incluso disparase contra él, se mostró tan despreocupado y desafiante como de costumbre. Sintiera lo que sintiese por dentro, lo cierto es que Johnson parecía un superhombre negro a quien nada ni nadie podría intimidar jamás. Metido de lleno en el epicentro de un terremoto, Jack Johnson se limitaba a exhibir una convincente y amplia sonrisa.

Cuando muchas décadas después Mike Tyson estaba en la cima y parecía invencible, un periodista le preguntó se sentía miedo antes de subir al ring. Tyson respondió: “el boxeador que diga que no siente miedo antes de subir al ring, o es un mentiroso, o está loco”. Jack Johnson no estaba loco. Probablemente su actitud externa sobre el ring era fingida, se hace cuesta arriba pensar que a un ser humano no le afectase toda aquella coyuntura. Pero, evidentemente, estaba hecho de una pasta especial y el control de sus emociones y sus gestos era un fenómeno digno de estudio.

Cuando comenzó la pelea, Johnson empezó a jugar con Jeffries como antes había hecho con el resto de sus rivales. Le mantenía alejado con sus brazos, se burlaba de él, miraba riéndose al público y hacía comentarios a la gente. Jeffries intentaba dominarle, pero aparecía totalmente impotente ante el Campeón. Era evidente que, por muy grande boxeador que hubiese sido Jeffries, volvía de un retiro y su forma no era la óptima... y menos para enfrentarse a un coloso como Johnson. Éste, por su parte, se dedicaba a provocar a Jeffries, diciéndole cosas como “¿esto es todo lo que puedes hacer?” o “¡vamos! ¡hasta tu madre me pegaría con más fuerza que tú!”. También se dedicaba a soplarle, mientras volvía a mirar al público y se reía.

La enorme superioridad de Johnson y su actitud desafiante enfurecían totalmente al público. En el 15º asalto, Johnson lanzó varias veces a Jeffries a la lona. El ex-campeón, lleno de pundonor, se levantaba una y otra vez, pero el público empezó a pedir que se detuviese la pelea: no podían tolerar ver a un negro humillando a su leyenda blanca. Gritaban al equipo de Jeffries: "Don't let the Negro knock him out!". Finalmente, se arrojó la toalla desde la esquina de Jeffries y el Campeón ganó el combate reteniendo su título una vez más. La gente blanca que asistía al combate se sintió directamente insultada. Aquel negro cabrón, aquel tipo insolente y desafiante que lucía trajes más caros de los que podía permitirse el 99% de la población blanca, aquel tipo que se acostaba con blancas y se pavoneaba indiferente ante miles de espectadores hostiles... acababa de humillar y reducir a cenizas a “la gran esperanza blanca”.

Johnson, al finalizar el combate, se recreó con declaraciones repletas de autosuficiencia: “Podría haber estado peleando dos horas más. Ha sido fácil. ¿Dónde está mi albornoz? Que alguien le mande un telegrama a mi madre. Me gustaría que hubiese durado más. Me estaba divirtiendo un montón. Ni me ha rozado. Él no sabe pegar”. (No obstante, pasado un poco de tiempo habló con más respeto de Jeffries: “ Una cosa que he de reconocerle a Jeffries es la batalla que ha dado. Volvió de su retiro y lo hizo con el espíritu de un auténtico luchador. Nadie puede decir que no lo hizo lo mejor que pudo. Creo que peleamos limpiamente. Nada de lo que nos dijimos fue tosco. Yo bromeé con él y él bromeó conmigo. Le dije que sabía que él era un oso, pero que yo era un gorila y que le iba a vencer”).

Jeffries, justo al terminar el combate, y mientras su médico le curaba la cara en su rincón, metió la cabeza entre las manos y dijo angustiado: “estaba demasiado mayor para volver”.

Jack Johnson rodeado de miles de blancos hostiles,
y sonriendo como si la cosa no fuese con él.

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Por todo el país, los negros se lanzaron a la calle para celebrar la gran victoria de su Campeón Mundial. Su pueblo acababa de asestar el primer gran golpe a la Norteamérica blanca. Jack Johnson, la primera gran figura pública afroamericana, le había dado una enorme bofetada al sistema. Sin embargo, la tensión acumulada, la animadversión entre ambas razas y la rabia de buena parte de la población blanca arruinaron muchas celebraciones y produjeron disturbios a lo largo y ancho de la nación. Hubo muchos heridos e incluso una veintena de muertes, incluidos linchamientos por parte de grupos como el Ku Klux Klan.

Para Jim Jeffries tampoco fue un buen día: como “gran esperanza blanca”, había decepcionado a prensa y público blancos. Había abandonado a su pesar una existencia tranquila como granjero y ex-campeón invicto para verse metido en el ojo del huracán y, de paso, recibir la primera y humillante derrota de su vida. En posteriores declaraciones, dijo: “Supongo que es culpa mía. Estaba de maravilla, viviendo pacíficamente en mi granja de alfalfa, cuando empezaron a llamarme y a hablar de mí como la Gran Esperanza Blanca. Supongo que mi orgullo pudo más que mi buen juicio. Hace seis años el resultado hubiese sido otro, pero ahora... bueno. Sólo espero que le público me deje en paz después de esto”.

En la otra parte, Jack Johnson, como de costumbre, no daba muestra alguna de flaqueza ni aun estando en la mira de toda la nación. Continuó con su estilo de vida trasgresor, y su gran victoria no contribuyó tampoco a amainar su actitud burlona y chulesca. Las autoridades, sin embargo, habían decidido que resultaba inadmisible que la corona mundial descansase en la cabeza de aquel negrata tocapelotas. La búsqueda de “la gran esperanza blanca” había terminado sin éxito, pero comenzaba la caza de Johnson: iban a buscar cualquier trapo sucio con el que quitarse de encima a un personaje tan incómodo y, a su modo, revolucionario.

En 1912, dos años después del primer “combate del siglo”, la mujer de Johnson se suicidó. Al año siguiente, Johnson, ya viudo, cometió el acto de provocación definitivo: se casó con una mujer blanca.

Este hecho provocó la ruina de Johnson. Las autoridades, rebuscando en la compleja legislación estadounidense, tiraron de una reciente norma –de 1910- llamada “acta Mann”, que penaba el “conducir a una mujer fuera de los límites del estado con propósitos de prostitución, libertinaje u otros propósitos deshonestos”. Aquello estaba muy tirado por los pelos e incluso hubo quien pensó que la ley había sido creada “ad hominem” precisamente para quitarse de encima a Johnson, por la conocida afición del púgil por las mujeres blancas y sus relaciones con gente implicada en la prostitución. Pero, pese a lo ridículo de la situación, el “acta Mann” estaba escrita y aprobada, y Johnson fue acusado en base a la misma, y condenado a un año de cárcel.

Todo el mundo era perfectamente consciente de que la sentencia tenía pura y simplemente motivos raciales y que era todo lo que las autoridades habían podido conseguir para atacar a Johnson. El púgil acudía a locales regentados por gangsters y se mezclaba con gente turbia, pero él, personalmente, no parecía cometer delitos por los que pudiesen pillarle. No obstante su inocencia, y para evitar la prisión, salió de Estados Unidos y se exilió en Europa. En el Viejo Continente realizó varias defensas de su Título Mundial.

En 1915 perdió finalmente su corona en Cuba, frente a su compatriota –blanco- Jess Willard . Sin embargo, hubo quien creyó ver un claro tongo en el resultado: Johnson fue superior durante gran parte del combate, aunque al final el cansancio y el calor de la isla hicieron mella en él. Corrió el insistente rumor de que Johnson había aceptado perder su título a cambio de que le dejasen volver, en secreto, a Estados Unidos para ver morir a su madre.

Fuese o no cierta esta historia del tongo, lo cierto es que Johnson, cansado del exilio, terminó regresando a los Estados Unidos para afrontar el año de prisión. Tras ello, siguió boxeando a menor nivel hasta casi los 50 años de edad. Después abrió un club nocturno, y se dedicó a dar conferencias y a emplear su ingenio en patentar un nuevo modelo de llave inglesa.

Jack Johnson fue el primer Campeón Mundial de los pesos pesados de raza negra. Pero el sistema se encargó de quitárselo de encima, acusándole de un delito absurdo y, probablemente, también negociando con él que renunciase a su corona. Durante las dos décadas siguientes, los sucesivos campeones blancos volverían a rechazar poner en juego su título frente a púgiles negros. El mundo del boxeo mantuvo así, de forma artificial, una total supremacía blanca durante veinte años más.

Pasarían, exactamente, 22 años antes de que un boxeador negro volviese a lucir el cetro mundial, con la victoria del legendario Joe Louis.

Con el transcurrir de las décadas, la balanza se tornaría hacia una supremacía de los campeones negros, especialmente a partir de 1956 y la retirada del último gran campeón blanco de los pesados, Rocky Marciano (después hubo un campeón sueco que reinó brevemente pero cuya relevancia es bastante menor). En el futuro, ya con connotaciones menos agresivas, pero igualmente significativas, se seguiría bautizando como “gran esperanza blanca” a cualquier púgil blanco prometedor que pareciese un buen aspirante al máximo título del boxeo mundial. El conflicto racial seguiría manifestándose en el boxeo hasta prácticamente los años 70, con los conflictos entre Muhammad Ali y las autoridades norteamericanas.

De todos modos, el boxeo fue una de las primeras, más efectivas y duraderas armas de autoafirmación del pueblo negro norteamericano. Jack Johnson fue el valiente y deshinibido pionero de esa autoafirmación, y su despiadada derrota de “la gran esperanza blanca” fue el prólogo de una larga lucha, en el boxeo, y en la vida. Recientemente, se empezó una campaña para que el Congreso norteamericano “perdonase” a Jack Johnson y se borrase oficialmente de su historial legal la condena que se le impuso bajo los más que dudosos principios del “acta Mann”.


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“¡Mátale, mátale!”

Un año antes de que Jack Johnson perdiese su título mundial, el siguiente campeón negro de los pesos pesados era sólo un bebé acabado de nacer. Pasarían 22 años entre la ambigua derrota de Johnson y el regreso de un negro a lo más alto del boxeo, con la coronación de Joe Louis.

Joe Louis provenía de una familia muy humilde, como era común en casi todos los grandes boxeadores durante varias décadas. Estaba acostumbrado a trabajar desde niño, y, como para tantos otros púgiles negros, italoamericanos o de otras minorías raciales, el boxeo era una vía de escape y una puerta abierta a la esperanza de progresar socialmente. Para muchos muchachos pobres negros, no había prácticamente más opciones de mejorar su situación ni más caminos en los que depositar sus expectativas de una vida mejor. Louis había nacido y pasado parte de su infancia en la rural Alabama, en donde los negros no gozaban precisamente de una situación social respetable: allí se les seguía considerando como a esclavos. Cuando tenía 12 años, su familia se mudó a un gran centro industrial como Detroit en busca de trabajo. Allí la vida del muchacho no fue mucho más fácil de lo que había sido en Alabama, pero tuvo la oportunidad de acudir a un gimnasio y empezar a soñar con ser boxeador. En sus primeros combates se presentaba con su nombre completo, Joseph Joe Louis Barrow, pero, al ver que siempre se equivocaban al presentarle, decidió dejarlo en Joe Louis un día que el árbitro de turno le anunció así.

Sus inicios como boxeador profesional fueron arrolladores: uno tras otro, venció de forma aplastante a los mejores pesos pesados del momento, gracias, especialmente, a su legendario golpe de derecha. Su poder y su talento parecían tan inmensos, que se le apodó el “bombardero negro”. Pronto, cuando tenía tan sólo 22 años, Joe Louis brillaba con luz propia en el firmamento pugilístico, y se había situado por sorpresa como principal candidato al título mundial. Sólo se topaba con un problema: desde la derrota de Jack Johnson más de dos décadas atrás, ningún Campeón Mundial se había dignado poner en juego su corona frente a un negro.

Joe Louis, el Bombardero Negro.
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Louis, quien era universalmente considerado como prácticamente invencible por su inigualada técnica, estaba dispuesto a medirse con cualquiera para demostrar lo que todo el mundo ya sabía: que era el más firme candidato para arrebatarle a Jim Braddock, el campeón de entonces, el título mundial.

En ese afán de mostrar que efectivamente era el mejor boxeador del mundo, Louis iba a enfrentarse a un reputado púgil alemán, Max Schmeling, que era el máximo rival para ejercer esa candidatura. Cuando en 1936 el deportista germano se presentó en Estados Unidos para la pelea, afirmó a la prensa que, sin ninguna duda, iba a vencer a Joe Louis. Los americanos se tomaron a chanza las profecías del alemán. Todo el mundo sabía que Joe Louis era casi invencible. Un periodista le preguntó: -“Nadie ha vencido nunca a Joe Louis. ¿Es que conoce usted el secreto para vencerle?”, y el alemán, sonriendo, respondió: “Sí, desde luego, pero no se lo voy a decir a usted”.

Nadie le tomó en serio. Schmeling fue unánimemente subestimado. Su reiterada afirmación de que conocía el secreto para ganar a Louis sonaba a truco publicitario barato, y sólo provocaba carcajadas allá por donde pasaba.

En el plano personal, sin embargo, el púgil alemán causó buena impresión y cayó bien a los americanos. Aunque venía de la Alemania de Hitler, en 1936 aún no había un sentimiento de animadversión bélica hacia los germanos. Schmeling era, además, un tipo sencillo y simpático. Tenía, como Louis, un origen humilde, pero al contrario que el “bombardero negro” –que era serio y callado- Schmelling sonreía continuamente con una expresión bonachona que se me ganaba instantáneamente al público. Todo el mundo estaba seguro de que iba a perder ignominiosamente frente al fenómeno de Alabama, pero, especialmente entre la gente blanca, Schmelling se había ganado el cariño de los aficionados.

Pero, por más que le tomasen a coña, lo cierto era que Schmeling no se estaba tirando un farol cuando afirmó que tenía un secreto con el que vencer a Louis. Schmeling, a su modo, también era un innovador: fue el primer boxeador en utilizar filmaciones para estudiar a su rival. En los años 30 no era fácil hacerse con filmaciones de los combates, pero Schmeling, consciente de que se iba a enfrentar a un talento incomparable, se esforzó en conseguirlas por cualquier medio. En Alemania, vio los combates de Louis una y otra vez, buscando algún punto débil en el estilo del norteamericano. No tardó en descubrirlo: cuando Louis golpeaba con su legendaria derecha, dejaba el brazo izquierdo abajo, descuidando su guardia, algo que jamás debe hacerse y que hoy en día es el ABC de cualquier boxeador. Era un serio defecto en el, por otro lado, técnicamente sólido boxeo de Louis. Entonces la gente sólo veía los combates en el fugaz directo o en los resúmenes cinematográficos, y a menudo no llegaban a percatarse de estos defectos, especialmente en alguien que, como Louis, ganaba siempre. Schmeling, por el contrario, fue el primer púgil que tuvo la brillantísima idea de buscar filmaciones para analizar el desempeño de su rival. Eso hoy puede parecer algo obvio y nada meritorio, pero en aquella época, con la escasez de medios audiovisuales, Schmeling dio un paso adelante e introdujo en el deporte una inteligente táctica.

Así, cuando Schmeling llegó a Nueva York, sonriendo con campechana simpatía, acento alemán, y afirmando con una aparentemente ingenua autosuficiencia que iba a vencer a Louis, a todo el mundo le parecía una broma... menos a él. Aceptó con encantadora sencillez los comentarios burlones que se le hacía, y asumió con tranquilidad el papel de “tonto simpático” que iba a ser aplastado por el genial “bombardero negro”.

Max Schmeling
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La noche del combate, el público presente, mayoritariamente blanco, miraba con mayor simpatía a Schmeling que a su compatriota. Louis no resultaba tan molesto como Jack Johnson, pero la idea de un probable nuevo campeón negro no resultaba del todo apetecible (y Louis tenía toda la pinta de terminar siendo campeón en pocos meses). Antes de iniciarse la pelea, apoyaban a Louis porque era americano, pero también porque no tenían ninguna confianza en las posibilidades del alemán.

Cuando empezó el copmbate, todo el mundo se quedó boquiabierto. Por primera vez en su fulgurante carrera, el joven Louis parecía metido en serios problemas. Nadie podía entender qué estaba ocurriendo, pero lo cierto era que el alemán le estaba dominando progresivamente. Schmeling, con admirable precisión, estaba siguiendo el famoso (y para muchos “inexistente”) plan secreto para vencer a Louis: cada vez que Louis intentaba lanzar su formidable derecha, Schmelling contraatacaba el desguarnecido flanco izquierdo de Louis. El propio “bombardero negro” parecía totalmente desbordado por la situación, confuso ante lo que estaba ocurriendo. Hasta entonces, ningún púgil había logrado contrarrestar su casi absoluto dominio de la técnica. Y ahora, aquel alemán de pueblo al que todo el mundo se había tomado como una mascota simpática condenada a perecer bajo una lluvia de golpes certeros, le estaba dando una puñetera paliza a su supuesto verdugo negro. Pero estaba ocurriendo algo mucho peor: cuando el público vio que Schmeling, un hombre blanco, estaba arrollando a Louis, empezaron a animar frenéticamente al alemán. Un asombrado Schmeling apenas llegaba a creer, mientras combatía, que los gritos de “¡mátale! ¡mátale!” no iban en contra suya, sino en contra del propio púgil americano.

En el 12º asalto, Schmeling doblegó finalmente al “bombardero negro” y Louis sufrió el primero de los dos únicos KO’s que le hicieron en su larga carrera (Louis únicamente perdió 3 de los 66 combates que disputó en su vida profesional, y sólo dos de esas derrotas fueron por KO).

Recordando el momento posterior a aquella derrota, Louis dijo años depués: “Me senté en el banco del vestuario y empecé a llorar como nunca antes. En aquel momento pensé que iba a morir”. El púgil sintió que había defraudado a todos los negros de Norteamérica, que esperaban de él que se convirtiese en un nuevo Jack Johnson.

La derrota de Louis supuso un shock en el mundo del boxeo y fue bautizada como “la sorpresa del siglo”, pero sus secuelas fueron sólo momentáneas. La derrota no apartó a Louis de su camino hacia la gloria, ya que pronto retomó su senda victoriosa y su aura de púgil “casi” invencible (el “casi” se lo debía a Schmeling) y además sentó las bases para una histórica revancha frente al alemán, que, esta vez, sí, iba a estar teñida de serias connotaciones políticas.

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“Joe, necesitamos músculos como los tuyos para vencer a Alemania”.

Pese a la ya tradicional discriminación hacia los boxeadores negros, el astuto manager de Louis, un abogado también de color, se las arregló para llegar a un acuerdo con los managers del campeón de entonces, Jim Braddock. Todo parece indicar que el manager de Louis tuvo que hacer tratos con la Mafia, que ya por entonces controlaba el mundillo del boxeo. Gracias a estos manejos oscuros, y por segunda vez en la historia tras más de dos décadas, un boxeador negro iba a combatir por el título mundial.

La pelea se celebró en 1937 y Joe Louis no tuvo problemas para derrotar a Braddock y proclamarse Campeón. Su victoria no divirtió a la América blanca, pero las cosas habían cambiado un poco desde los tiempos de Jack Johnson, y, a regañadientes, Louis fue aceptado como nuevo rey del boxeo, incluso pese a los desagradables gritos racistas que había tenido que padecer durante su combate con Schmeling. Además, Joe Louis era como persona totalmente opuesto a Jack Johnson. Louis era un tipo serio, circunspecto, humilde y formal, curtido en la pobreza y acostumbrado a la ética del trabajo; educado y que, pese a su origen humilde, había tomado clases de violín... no era ningún delincuente ni nada parecido, sino un chico nacido en el campo. Tampoco era insolente ni extravagante, ni se lucía en público con mujeres blancas. Era un “buen negro”... a mucha gente blanca, sí, le disgustaba tener de nuevo un Campeón negro, pero al menos Louis era un joven de conducta aceptable que no se regocijaba restregando a los blancos su victoria. Parte de la imagen impoluta que hacía de Louis un “negro aceptable” se debió a los consejos de su manager y su entrenador, quienes tenían muy presente el recuerdo de los problemas a los que se había enfrentado Jack Johnson a causa de su exuberante personalidad. Muchos detalles contribuían a empezar a extender una imagen positiva de Louis. Un boxeador de la época que había sido noqueado por Louis y también por el antiguo campeón Jack Dempsey, dijo: “Cada vez que Dempsey me golpeaba, me decía: ¿Cómo es que no te has muerto aún?. Cada vez que Louis me golpeaba, me decía: Lo siento”.

Una impactante imagen: Braddock arrollado por Joe Louis.
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Así que, poco a poco, entre los aficionados blancos empezó a tener un creciente número de seguidores, que admiraban su boxeo innovador y su increíble talento, muy por encima del resto de púgiles del momento. Joe Louis practicaba un boxeo del futuro técnicamente adelantado a su época, y eso le granjeó la ferviente admiración de mucha gente. Sólo la derrota frente a Schmeling aparecía como borrón en su historial, pero, de todos modos, su maravilloso estilo le convertía en el boxeador más respetado del momento.

Entre sus mayores admiradores estaba un pequeño niño italoamericano que vivía en un humilde suburbio: Rocky Marciano. Marciano, quien siempre idolatró a Louis, escuchaba pegado a la radio todos los combates del “bombardero negro”. Aunque aquel niño nunca pensó en hacerse boxeador, llegó a convertirse en el único Campeón Mundial de los pesos pesados en retirarse definitivamente totalmente invicto.

That’s America: un sello homenajeando a Joe Louis. Imagen

En 1938, a sus 24 años, Joe Louis estaba en la cima. Era el Campeón Mundial de los pesos pesados, primer campeón negro desde Jack Johnson, ídolo de los afroamericanos... y estaba empezando a ganarse el respeto e incluso la admiración del público blanco. Sólo había una cosa que le atormentaba: la derrota frente a Schmeling. Más que ninguna otra cosa, Joe Louis deseaba una revancha frente al púgil alemán, el único hombre que le había podido vencer.

Evidentemente, su deseo iba a hacerse pronto realidad, ya que todo el mundo esperaba con ansiedad una espectacular revancha: la fecha pronto quedó fijada. El combate iba a celebrarse en el estadio de los Yankees de Nueva York (ante un público de más de 60.000 personas). Pero esta vez las cosas iban a ser distintas. En 1938, la situación política en Europa había alcanzado cotas de considerable tensión, y Alemania ya era vista como un potencial enemigo. Esta vez, Schmeling no iba a ser recibido con simpatía.

Cuando dos años antes, en 1936, Schmeling volvió a Alemania tras derrotar a Louis, se había convertido en un ídolo para los alemanes y para el régimen nazi. Hitler le recibió en varias ocasiones y le trató con una gran cordialidad, y el púgil fue presentado como ejemplo del superatleta ario. También tuvo largas conversaciones con Goebbels. Para el régimen nazi, Schmeling era una figura propagandística idónea: el hombre de raza aria que había vencido y humillado al (risas despectivas del auditorio nazi) “invencible” negro americano. Schmeling había contrarrestado la humillación de ver a otro negro americano, Jesse Owens, ganar cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936... aquellos en los que Owens logró hacer que Hitler se marchase enfurecido del palco.

Schmeling se resignó al papel de superhombre ario con bastante incomodidad. De hecho, y pese a que en 1938, para la revancha con Louis, fue recibido en EEUU poco menos que como un cerdo nazi, lo cierto es que el boxeador alemán era un buen tipo y además nunca simpatizó con los esbirros del Führer. Fue recibido por Hitler, quien a fin de cuentas era el jefe de estado y él, como uno de los mayores deportistas de Alemania, no podía evitar presentarse, pero se atrevió a declinar en la jeta del Führer la oferta para afiliarse al Partido Nazi. Rechazó también ante el mismo Goebbels participar directamente en la propaganda del régimen. Es más, pese a la indignada insistencia de Goebbels, Schmeling se negó reiteradamente a dejar de tener tratos con judíos alemanes y, aun siendo el boxeador favorito del régimen, jamás cedió a las presiones para despedir a su manager, que era americano... y judío.

Sin embargo, en los USA, por motivos políticos, la imagen de Alemania y el régimen nazi se había deteriorado considerablemente... y con ella la del simpático Schmeling. Todo lo alemán era visto con hostilidad. Por todo ello, la revancha entre Louis y Schmeling adquirió una relevancia política inusitada. Lo cual, para la población negra, constituyó un paso, no definitivo, pero sí muy importante. Por primera vez en la historia de la nación, un hombre negro representaba a todos los americanos, fuera cual fuese su raza. Joe Louis fue elevado a la condición de simbólico defensor de la democracia frente al demoníaco superhombre ario personificado –a su pesar- en el bueno de Schmeling.

La importancia mediática de la pelea crecía día a día. El presidente Franklin Delano Roosevelt recibió a Joe Louis en la Casa Blanca (¡el presidente d elos Estados Unidos recibiendo a un negro, ¡un negro!), y le dijo la ya célebre frase: “Joe, necesitamos músculos como los tuyos para vencer a Alemania”. La batalla propagandística se magnificaba progresivamente, y, aunque nadie lo percibía en la época, adquiría tintes verdaderamente surrealistas. Joe Louis era el “defensor del mundo libre”, pese a que pertenecía a una raza que en su propio país era cualquier cosa menos libre, y Schmeling era “el superhombre ario defensor de los nazis”, pese a que, ni era nazi, ni era racista, y tenía un manager judío. Ambos, simples boxeadores, se vieron envueltos en el huracán de la política y el ambiente pre-bélico. Cuando Schmeling llegó a Nueva York, un enfurecido grupo de pancarteros se plantó frente a la ventana de su hotel gritando insistentemente: “¡Nazi! ¡nazi!”.

Para más inri, alguien le dijo a Joe Louis que Schmeling había hecho algún comentario despectivo de corte racista sobre él, lo cual enfureció al boxeador americano, y contribuyó a acrecentar sus deseos de revancha. Hoy sabemos que Schmeling nunca pronunció tal comentario racista, pero ese era el ambiente previo a la pelea.

Cuando finalmente se produjo el combate, fue la pelea con mayor seguimiento internacional hasta el momento. Tuvo lugar ante 70.000 personas, y fue retransmitido por radios de medio mundo. En Estados Unidos y Alemania, las calles quedaron vacías, todo el mundo quería estar cerca de una radio para escuchar el desarrollo del combate. Al saltar al ring, Joe Louis, esta vez sí, tuvo a todo el público incondicionalmente a su favor. Cuando sonó la campana, Schmeling encontró a un Louis muy diferente de aquel a quien había pillado desprevenido dos años atrás. El boxeador americano había aprendido la lección: ya no descuidaba su guardia izquierda cuando golpeaba con la derecha. De todas formas, Schmeling no tuvo tiempo de buscar demasiadas alternativas tácticas: Louis le mandó varias veces seguidas a la lona, y le noqueó definitivamente antes de que finalizara el primer asalto. Para ese momento, la radio alemana ya había cortado súbitamente su emisión. Joe Louis, literalmente, barrió a Max Schmeling del cuadrilátero en poco más de dos minutos.

La noche anterior al combate, Joe Louis había estado conversando con el periodista deportivo Jimmy Cannon, quien después recordó la conversación:

Louis: “¿Hacemos una apuesta?”
Cannon: “Sí”.
Louis: “¿KO?”.
Cannon: “En seis asaltos”.
Louis: “No. En uno”

Louis finalizó la conversación levantando un dedo y diciendo:

“Será en uno”.

Joe Louis contempla con ¿desprecio? al alemán noqueado.
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Pese a aquel tenso combate, muchos años después Louis y Schmeling terminarían siendo amigos. El alemán dijo que llegó a alegrarse de haber perdido ese combate, ya que, de haber vencido otra vez a Louis, hubiese regresado a Alemania como un superhéroe ario, los nazis le hubiesen puesto una medalla, y, al terminar la guerra, los aliados le hubiesen juzgado como criminal de guerra. Aquella derrota, sin embargo, le quitó de encima la presión propagandística del régimen de Hitler. Fue alistado en el ejército alemán y herido en combate durante la guerra. Tras recuperarse de sus heridas hizo combates de exhibición para los soldados del III Reich. Tras la guerra, fue exculpado de colaboración con el régimen nazi (hoy se sabe que salvó la vida a a unos amigos judíos en los peores momentos de la “solución final”) y, años depués, fue una de las personas que más ayudó a Joe Louis cuando este pasó por problemas económicos. Cuando Joe Louis murió, Schmeling pagó el funeral.

Louis y Schmeling abrazados muchos años después, una imagen impensable en el tenso 1938.
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Las lágrimas del campeón.

Al comenzar la II Guerra Mundial, Joe Louis se alistó también en el ejército. Pero lógicamente no fue enviado al frente, porque era un ídolo deportivo demasiado importante: durante los años de guerra hizo peleas benéficas para los soldados, a cambio de un salario de unos 40 dólares mensuales. El Campeón Mundial, ya recuperada su aura de imbatibilidad tras haber vencido en su revancha contra Schmeling y tras defender su título con absoluta contundencia y superioridad frente a los mejores pesos pesados del momento, no tuvo que combatir como soldado. Pero sí renunció a las ganancias millonarias que le hubiesen supuesto las peleas del periodo en que EEUU estuvo en guerra. Sin embargo, lo que perdió en dinero, lo ganó en popularidad y prestigio. El “bombardero negro” apareció en numerosos carteles de propaganda bélica americana, y se convirtió en una de esas figuras que un país como Estados Unidos sabía manejar con total maestría para personificar los valores de la nación. En 1945, Louis era el Campeón norteamericano por excelencia, y pese a que en los USA el racismo aún suponía una importante lacra, Louis logró aquello que Jack Johnson –quizá por voluntad propia- no llegó a lograr jamás: que nadie se fijase en si era o no negro para considerarle un mito viviente.

Tras el periodo bélico, Joe Louis siguió defendiendo su título una y otra vez sin que nadie pudiese vencerle. Realizó 25 defensas consecutivas de su título sin perderlo, algo nunca visto antes ni después, y colgó los guantes en 1949, tras un extraordinario periodo de once años ininterrumpidos (¡!) como Campeón Mundial de los pesos pesados, récord que hoy en día es ya considerado fuera del alcance de cualquier púgil. Ese 1949, Joe Louis dijo adiós a los cuadriláteros con una única derrota en su historial.

Así, el “bombardero negro” se retiraba aún en su apogeo, convertido ya en un ídolo para toda la nación –negros y blancos-, habiéndose ganado el respeto de absolutamente todo el mundo; público, periodistas, rivales; y ya labrada en bronce su importancia como figura sobresaliente de la cultura norteamericana.

Pero en el boxeo lo más difícil para un púgil es poder elegir cuándo y cómo despedirse y, especialmente, hacerlo de una forma impecable. Jim Jeffries había sido sacado de su granja casi a la fuerza para sufrir la primera derrota de su vida frente a los ávidos ojos de todo el país, y algo similar le ocurrió a Joe Louis, pero por un motivo mucho más frecuente en el boxeo: el dinero.

El “bombardero negro” era conocido por su carácter sencillo y noble. Ese carácter de chico humilde y confiado le convirtió en un ídolo de impecable imagen, pero no le ayudó a manejar las enormes ganancias que habían generado sus 11 años de monarquía pugilística. Inversiones equivocadas, un entorno repleto de aprovechados y ventajistas que dilapidaron buena parte de su fortuna, y el inicio de una persecución gubernamental por deudas relacionadas con impuestos, condujeron a Joe Louis a regresar al boxeo.

Poco más de dos años después de haberse retirado, Louis, ante una enorme expectación, se preparó para enfrentarse al nuevo Campeón, Ezzard Charles. Sin embargo, dos años de ausencia son un periodo considerable para un boxeador, que necesita estar al 110% de forma física para pretender mantenerse en lo más alto. Joe Louis intentó durante 15 asaltos recuperar la corona, pero Charles fue superior y al terminar el combate, la victoria le fue adjudicada por puntos. Aquella fue la segunda derrota en la carrera de Louis, y evidentemente no fue un trago nada dulce para quien había dominado por completo el pugilato.

Pese a todo, Louis, agobiado por el fisco, siguió boxeando. Ya no era el supercampeón de antaño, pero entre 1950 y 1951 ganó nueve combates más que le permitieron reunir un dinero con el que intentar capear el temporal.

El último combate de Joe Louis, que tuvo lugar ese mismo 1951, fue una especie de jugada del destino. Su rival iba a ser Rocky Marciano, aquel niño que años antes seguía todos sus combates por radio y para quien Joe Louis seguía siendo un auténtico dios.

El indestructible Rocky Marciano, uno de los tipos
más invulnerables de la historia del boxeo.

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Rocky Marciano también tenía orígenes humildes. De ascendencia italiana (la versión original de su nombre era Rocco Marchegiano) y nacido en unmodesto barrio, se había caracterizado desde niño por poseer un físico robusto y una férrea fuerza de voluntad. Marciano vivía en un barrio en donde la mayoría de niños eran de origen irlandés, y se vio metido en continuas peleas a causa de fricciones entre pandillas de distintos grupos étnicos. Pronto se reveló como un temible contrincante en aquellas peleas callejeras, pero en realidad, y pese a su enorme admiración por Joe Louis, Graciano no tenía la más mínima intención de hacerse boxeador. Vivía junto a un campo de béisbol, y comenzó a someterse a un obsesivo entrenamiento para conseguir convertirse en jugador de béisbol, lo que constituía el gran sueño de su vida. Con el tiempo se puso de manifiesto que no tenía futuro en el béisbol, y también abandonó los estudios (pese a que en principio no era un mal alumno, al menos no de los peores), y ejerció toda clase de trabajos en los que manifestó su férrea resistencia psicológica y física: en uno de ellos, sufría constante náuseas y mareos a causa de la alergia que le producían los materiales del local donde trabajaba, unido a una angustiosa claustrofobia... pese a que aquellos hándicaps le hacían sufrir como un perro, el joven Marciano se hizo merecedor de su futuro apodo (“la roca”) y sobrellevó lo penoso de su situación anteponiendo una constitución física de hierro y una fuerza de voluntad a prueba de bombas.

Empezó a boxear muy tarde, cuando entró en el ejército a los 20 años. Debido a ese comienzo tardío, Marciano nunca desarrolló una gran técnica pugilística. En términos estrictos, era un mal boxeador. Pero tenía dos cosas a su favor: su tremenda pegada, inusitada para alguien de su peso (Marciano no llegaba a los 90 kilos), y su increíble capacidad de resistencia física y psicológica. Así, cuando se anotó en el club de boxeo de su unidad militar, pronto se quedó sin nadie que se atreviese a boxear contra él. Marciano no sabía boxear, pero aguantaba muy bien los puñetazos... y sus golpes eran realmente peligrosos.

Tras la guerra intentó hacerse beisbolista profesional e hizo una prueba con un equipo importante, pero para su disgusto fue rechazado, así que decidió probar con el boxeo, que tan bien le había ido en el ejército. Noqueó a sus primeros 16 rivales como profesional, pese a que nadie le veía ningún futuro como púgil de primer nivel. De esos 16 rivales, ¡sólo uno de ellos le duró más de tres asaltos!... Marciano los derribaba a todos como si fuesen maniquíes. Su entrenador dijo siempre que no entendía cómo Marciano llegó a Campeón de los pesos pesados, porque no tenía la altura, ni la corpulencia, ni la agilidad, ni la técnica.. y había empezado a pelear demasiado tarde, sin tiempo ya para enseñarle los fundamentos del boxeo. Marciano lo hacía todo mal: cuando boxeaba, no cuidaba su guardia, y recibía una gran cantidad de golpes. Sin embargo, su asombrosa resistencia le permitía boxear sin guardarse, y la potencia de su brazo le permitía finalizar muchos combates por la vía rápida, con golpes que a veces provocaban verdadero terror. Cuando tiempo después (tras su combate con Louis) peleó por el título mundial, le hizo literalmente añicos la mandíbula al campeón con un derechazo inhumano.. el momento quedó inmortalizado para siempre en una escalofriante fotografía. De hecho, Marciano, que mandó a unos cuantos boxeadores directamente al hospital, estuvo a punto de abandonar el boxeo cuando uno de sus golpes casi llega a matar a un rival. Sólo decidió volver a pelear cuando el tipo se recuperó de su estado comatoso y los médicos afirmaron que iba a recuperarse sin grandes secuelas tras haber bordeado la muerte.

En el boxeo profesional, Rocky Marciano se labró una imagen de púgil tosco y desmañado.. pero demoledor. Todo el mundo le consideraba un tipo muy duro, con una voluntad de hierro, capaz de hacer frente a cualquier cosa, y que suplía sus carencias técnicas con una potencia brutal.

Un buen día, el destino de Rocky Marciano se cruzó con el aquel Joe Louis que había vuelto de su retiro y peleaba para poder pagar sus deudas con Hacienda. Louis había fallado en su intento de volver a ser Campeón, pero estaba ganando el resto de sus combates. La carrera de Marciano, por su parte, estaba ascendiendo como la espuma: había ganado todos sus combates, y todo el mundo quería ver a aquella máquina de demolición enfrentándose al gran Joe Louis.

Cuando Marciano supo que iba a pelear contra Louis, intentó evitarlo por todos los medios (aunque tal y como estaba organizado el boxeo.. no tenía mucha opción). Como mucha gfente en los USA, Marciano había crecido idolatrando a Joe Louis, y la idea de pelear contra él no le resultaba nada agradable. Le tenía demasiado respeto como para tener que verse obligado a golpearle. Marciano era consciente de que había mandado a varios hombres al hospital, y ni en broma quería que Joe Louis terminase en una ambulancia por su culpa. Los boxeadores, por lo general, nunca salen al cuadrilátero con la intención de hacer daño al otro... pero Marciano conocía su propia potencia y esa potencia le preocupaba. A la postre, el atribulado púgil italoamericano no encontró forma de evitar el encuentro: le gustase o no, se las iba a ver con su ídolo.

Finalmente, la noche del combate entre Marciano y Louis dejó para la historia la imagen más triste del “bombardero negro” sobre una lona. Marciano se mostró más fuerte desde el principio. Pese a que había un abismo técnico entre el gran Louis y el tosco Marciano, el ex-campeón negro tenía ya 37 años y estaba lejos de poder hacer frente a un pedazo de mármol como “la roca”. Rocky Marciano tenía la firme intención de dejar que se consumieran uno tras otro los asaltos y simplemente ganar a los puntos. No quería noquear a Joe Louis.

Y, sin embargo, sucedió. En el octavo asalto, Rocky Marciano mandó a Joe Louis a la lona. Louis, semiinconsciente, no pudo levantarse, y el combate terminó. Louis no sufrió secuela alguna (lo cual, estando frente a Marciano ya era mucho), pero la sola estampa del gran campeón derrotado de aquella manera le encogió el corazón a un público que, normalmente, era cruel e iba al boxeo para ver sangre. Todo el mundo quedó consternado, viendo a la más grande leyenda viva tendido inerte sobre el cuadrilátero. Fue un momento muy amargo para Joe Louis (quien, tras sufrir de esa manera el segundo KO de su vida, decidió no volver a pelear nunca más), así como para el público y los periodistas. No lo fue menos para Rocky Marciano, quien no hizo gesto alguno de celebración por su victoria y que, por el contrario, se acercó a interesarse y a consolar a Joe Louis con rostro de preocupación. En realidad parecía estar casi disculpándose. Resultaba evidente viendo a Marciano que él se sentía más afectado que nadie por haber tumbado a aquel hombre a quien había idolatrado en su infancia, a uno de los mayores héroes de la nación. Sin pretenderlo, Marciano aquella noche puso fin a la carrera de su ídolo.

Justo tras dirigirse ambos púgiles a los vestuarios, Rocky Marciano acudió al vestuario de Joe Louis para interesarse de nuevo por su estado, y una vez allí, y para asombro de todos los presentes, comenzó a llorar amargamente. “La roca”, el tipo más duro del boxeo, que podía soportar cualquier golpe, que no le tenía miedo a nada ni a nadie y que era temido por todos sus rivales, lloraba como un niño... había derribado al ídolo de su infancia, y aquello era demasiado para él.
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Nicotin
Manuel Fraga Iribarne
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Mensaje por Nicotin »

Aún no he terminado con vosotros, puercos.. ¡seguid leyendo!


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La masacre del día de san Valentín

Antes de 1980, al director de cine Martin Scorsese nunca le había interesado lo más mínimo el boxeo. Sin embargo, y gracias a la insistencia de Robert De Niro –quien ansiaba ponerse en la piel del boxeador Jake LaMotta, que había publicado una autobiografía- Scorsese terminó siendo cautivado por la vida del púgil y descubriendo las infinitas posibilidades estéticas y artísticas del mundo del boxeo, con su absorbente combinación entre grandes historias épicas y sórdidas miserias humanas. Gracias a ello, y pese a que jamás ha sido un aficionado a ese deporte, filmó una de las mejores películas que se hayan hecho sobre el mundo del cuadrilátero: “Raging bull”.

Para ello contó con un inmejorable material: la accidentada vida y extrema personalidad del boxeador neoyorquino apodado como el “toro del Bronx”. El “toro salvaje” creció en ese conflictivo barrio, durante los moviditos años 20 y 30. Desde muy temprana edad, LaMotta se convirtió en un delincuente juvenil, impulsado por un carácter violento y conflictivo que ha mantenido durante buena parte de su vida, al menos mientras fue joven. Para el LaMotta adolescente, el uso de la violencia era algo totalmente cotidiano y natural, y estaba acostumbrado a resolver cualquier problema a base de hostias. Cuando en 1980 se estrenó “Raging bull”, LaMotta –que colaboró en la escritura del film e incluso apareció brevemente en él, aunque no interpretándose a sí mismo- vio la película junto a su ex-mujer (de la que se había separado en los años 50 y que también aparecía reflejada en la película ). En cierto momento, al ver reflejado en pantalla lo cafre que podía llegar a ser, LaMotta se giró hacia ella y le dijo: “No pensaba que yo era así de malo”. Su ex-mujer le respondió: “No, es cierto, no eras así. Eras mucho peor”.

Jake LaMotta, el hombre que inspiró “Toro Salvaje”.

[img]http://www.fighttoys.com/LaMotta,Jake%201950%20(b).JPG[/img]

Cuando en su adolescencia el joven Jake fue internado en un reformatorio (algo que por otra parte era inevitable, el propio LaMotta dijo: “debieron encerrarme antes”), descubrió rápidamente una actividad en la que podía sentirse como pez en el agua: el boxeo. De pegarse en la calle pasó a pegarse sobre un ring, y aquello le daba a su vida una nueva perspectiva: finalmente podía dedicarse a algo que no fuese la pura y simple delincuencia y que se ajustaba perfectamente a sus aptitudes naturales. En sus inicios como boxeador, LaMotta ya mostró algunas de sus características típicas: era un tipo muy duro, por momentos parecía insensible a los golpes que recibía, tenía una resistencia y capacidad de sufrimiento que rivalizaba fácilmente con la de precedentes como el propio Rocky Marciano . No tenía, sin embargo, una gran potencia de pegada como la de Marciano, y no podía buscar un KO fácil con un único golpe potente: ello le obligó a desarrollar un estilo muy agresivo, buscando propinar un alto número de golpes al rival... y arriesgándose por ello a recibir muchos él también. Para colmo, no era especialmente alto y no tenía una gran envergadura de brazos, así que necesitaba acercarse mucho a sus rivales para golpearles. Estas características físicas hicieron que LaMotta tuviese que atacar constantemente y tomar muchos riesgos: ese estilo agresivo gustaba mucho al público y le dio fama de boxeador valiente. La gente que presenciaba sus combates terminaba sintiendo una gran simpatía por aquel tipo temerario y con agallas, que atacaba, atacaba y atacaba, sin parecer importarle los golpes que pudiese llevarse en los contraataques del rival.

El principal rival (y el principal escollo) que Jake LaMotta se topó en su carrera fue el que posiblemente haya sido el mejor boxeador de todos los tiempos, el legendario Sugar Ray Robinson. Este mítico campeón de los pesos medios desarrolló un nivel técnico jamás visto con anterioridad y que aún hoy resulta asombroso.

Sugar Ray Robinson, para muchos el mejor boxeador de la historia. Imagen

Al igual que LaMotta, Robinson también creció en un barrio conflictivo. Sin embargo, el futuro campeón negro no fue un delincuente juvenil como LaMotta: desde niño, se había buscado la vida bailando claqué por las calles. Ser bailarín era la gran vocación de Robinson, y resulta inevitable pensar que eso tuvo influencia sobre su revolucionario estilo como púgil. Robinson desarrolló un nuevo estilo de boxeo defensivo, basado en un juego de piernas ágil y en un movimiento constante sobre el cuadrilátero, cuyo objetivo era no convertirse en un blanco fácil para los golpes del adversario. Además, ese bailoteo constante le permitía esperar a encontrar huecos en la guardia de su oponente, a través de los cuales atacarle con calculada precisión. Otra de las grandes habilidades de Robinson era su total y absoluta maestría para desarrollar fugaces y certeras combinaciones de golpes. Hacía algo que muy pocos boxeadores pueden intentar: combinar a un tiempo golpes cortos y rápidos con otros de mayor trayectoria como ganchos o “uppercuts”. En sus combates, Robinson hacía gala de unos grandes reflejos, de una gran inteligencia y de una incomparable visión táctica. Además, al contrario que LaMotta, Robinson sí tenía una buena pegada, y podía resolver un combate con unos pocos golpes potentes. En definitiva, Robinson era algo así como el Mozart del cuadrilátero: durante su mejor época parecía invencible (si bien ya en sus últimos años acumuló 18 derrotas), y casi ningún púgil de los años 40 e inicios de los 50 encontraba una receta para contrarrestar sus virtuosas combinaciones de otro mundo. Cuando a Robinson le preguntaron por qué le llamaban “Sugar”, dijo: “because I am the sweetest fighter you will ever see” (usó la palabra “sweet” como sinónimo de “maravilloso”, “armonioso”, etc).

Robinson y LaMotta se enfrentaron nada menos que en seis ocasiones (LaMotta dijo después “me he enfrentado tantas veces a Sugar Ray, que me extraña no haber terminado teniendo diabetes) de las que el “toro del Bronx” sólo ganó la segunda de ellas. Como boxeadores tenían estilos contrapuestos: la agresividad y arrojo de LaMotta frente al estilo defensivo, danzarín y elegante Robinson (una de las palabras que se emplea universalmente cuando se describe el estilo de Robinson es precisamente esa: “elegante”... lo cierto es que quien piense que el boxeo no es elegante debería echar un vistazo a algún viejo combate de Sugar Ray: por momentos parece que boxee siguiendo una coreografía).

Siempre se ha comparado –incluso en EEUU- los enfrentamientos entre ambos púgiles con la tauromaquia. LaMotta, como su apodo indica, era el toro: siempre atacando, siempre embistiendo, de manera agresiva, instintiva y por momentos casi ciega. Robinson, por el contrario, era el torero: esperando el ataque con su elegante estampa, moviéndose para evitar ser embestido, y buscando pacientemente huecos por donde asestar estocadas a LaMotta.

LaMotta, además, era célebre por su hiperbólico e irreflexivo orgullo, y por sus psicóticos arrebatos de celos (quien haya visto la película “Toro salvaje” ya se hace una idea). En una ocasión, el tarado de LaMotta se autoconvenció de que su propio hermano estaba acostándose con su mujer a sus espaldas, y le dio una salvaje paliza al pobre tipo que casi le deja tieso. Aunque quizá, de entre todos sus arrebatos psicópatas, el más calculado y maquiavélico sucedió el día de su combate frente a otro púgil norteamericano, Tony Janiro.

Tony Janiro, el hombre que cometió el error de gustarle a la mujer de LaMotta.
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Antes del combate, la mujer de LaMotta le había hecho al primitivo Jake un arriesgado comentario, afirmando que Janiro le parecía “un chico muy guapo”. Al cafre de LaMotta, obviamente, estó le sentó directamente como una patada en los huevos. Para infortunio de Janiro, LaMotta afrontó ese combate con tanto sentido del humor como si le hubiesen hecho tragar una botella de vitriolo.

Cuando LaMotta subió entre las doce cuerdas, ya apenas se acordaba de ganar el combate. Su único objetivo era que la pelea durase bastante tiempo, para poder asestarle estratégicamente golpes a Janiro que terminasen por dejarle la cara desfigurada... la meta que el esquizoide “toro” se marcó en aquella pelea fue la de que Tony Janiro fuese cualquier cosa menos un guaperas al sonar la campana final. Durante toda la pelea, el “toro del Bronx” buscó incesantemente la manera de castigar el rostro de Janiro. Cuando terminó su trabajo, Janiro mostraba más que evidentes señales de que una manda de búfalos habían pisoteado alegremente su cara ... el animal de Jake LaMotta pudo bajarse del ring con la satisfacción del deber cumplido. La mujer de LaMotta, que captó perfectamente las intenciones del Neanderthal que tenía por marido, quedó absolutamente horrorizada por la frialdad con que LaMotta le había hecho pagar a aquel tipo el resultar más agraciado que él.

Aparte de sus peligrosos cruces de cables y sus paranoias, la mayor obsesión de LaMotta era la de pelear por el título mundial de los pesos medios. En 1947 ya tenía un buen número de combates a sus espaldas, entre ellos cinco frente a Sugar Ray Robinson, aunque habiendo ganado sólo el segundo de ellos, lo cual en la época ya constituía un gran logro (LaMotta fue el primer boxeador que consiguió vencer a Sugar Ray, y el único que lo hizo durante la época dorada de este, antes de su devlive). Pese a su palmarés, y pese a que era uno de los favoritos del público por su valor, resistencia y agresividad, el poder optar al título mundial parecía vedado para LaMotta. La razón era muy sencilla: en aquellos años, el domino de la mafia sobre el boxeo estaba en su punto álgido. Los mafiosos, que controlaban la carrera de muchísimos púgiles, a menudo decidían quién accedía a pelear por el título y quién no. LaMotta, a ejemplo de Ray Robinson, y pese a sus orígenes marginales, siempre había sido reticente a mezclarse con los gangsters para impulsar su carrera. Sin embargo, sólo alguien como Robinson podía llegar a lo más alto sin el apoyo de la “cosa nostra”, porque su extraordinario talento le otorgaba un poder de decisión sobre su propia carrera que casi ningún otro púgil tenía. LaMotta no era Robinson, le gustaba al público, pero Robinson estaba sencillamente en otro nibvel. Finalmente, LaMotta, a su pesar, tuvo que pactar con el diablo cuando se dio cuenta de que no había otra opción para que le dejasen pelear por el título mundial.

El acuerdo consistió nada menos que en un tongo: LaMotta era el favorito en una pelea frente a Billy Fox –un boxeador claramente inferior- y las apuestas mostraban suculentas cifras a su favor. Pero el “toro del Bronx”, si quería que le dejasen pelear por el título más adelante, tenía que dejarse vencer para engordar los bolsillos de los mafiosos, quienes iban a apostar por Fox contra todos los pronósticos. LaMotta se tragó su orgullo y accedió al tongo.

Uno de los seis legendarios combates entre Sugar Ray Robinson y Jake LaMotta.
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Sin embargo, ese mismo orgullo por el que era célebre le hizo dejarse vencer “a su manera”: para asombro de todos los espectadores presentes (la pelea no fue filmada) LaMotta no se molestó lo más mínimo en disimular que se había vendido y se mostró totalmente inactivo durante la pelea, dejando que Fox le golpeara sin más como a un pelele. Aquella actitud desafiante podría haberle costado caro: LaMotta prácticamente estaba diciendo a gritos que había un tongo, y que no estaba dispuesto a disimular ni hacer el payaso para taparlo... algo que difícilmente podía caer bien a los mafiosos si el asunto trascendía a la prensa, por ejemplo. Finalmente, pese a las protestas del público, la victoria de Fox fue dada por buena, los mafiosos ganaron su dinero, el escándalo no fue publicitado y “toro salvaje” se garantizó pelear por el título mundial de los pesos medios, que ganaría año y medio después.

Una vez logrado ese sueño de ser campeón mundial, LaMotta defendió dos veces su título con éxito, pero lo perdió a la tercera, en uno de los combates más famosos de la historia, que fue bautizado la “masacre del día de San Valentín” (en recuerdo de la matanza de gansters que había tenido lugar en los años 20 y que había sido llamada igual). Iba a ser su sexto y último enfrentamiento con Sugar Ray Robinson, pero, pese a perder el combate y el título, se convertiría en la hazaña de la que más orgulloso se sentiría LaMotta en el futuro. Tras aquel combate, y no obstante haber perdido con el gran Sugar Ray, el “toro del Bronx” iba a ser considerado un héroe.

La pelea estaba rodeada de una publicidad enorme. LaMotta era el campeón mundial de los pesos medios, y Robinson, que entonces era el campeón mundial de los pesos Welter, iba a subir de peso y cambiar de categoría para intentar arrebatarle el título de los pesos medios a su viejo rival. Todo el mundo tenía a Robinson como favorito: ya había vencido a LaMotta cuatro veces, aunque nunca le había podido hacer un KO... de hecho, NADIE le había hecho un KO a LaMotta en ni más ni menos que 95 combates profesionales, algo que hablaba muy mucho de su dureza: se le podía ganar por puntos, pero aquel tipo era una puñetera roca y nadie le había mandado a dormir sobre la lona. Lo mismo podía decirse de Robinson, que al retirarse tras más de 200 combates, sólo había recibido un KO técnico, ni siquiera un verdadero KO. Por otra parte, LaMotta era por entonces el único púgil que había podido ganarle una pelea a Robinson, la única mancha en el brillantísimo historial del virtuoso púgil. Resumiendo: aquello reunía todas las características que hacen de un acontecimiento deportivo algo esperado con avidez por el público y los medios de comunicación. Y nadie iba a quedar decepcionado.

Ambos púgiles tenían la misma edad y una amplia carrera a sus espaldas. Aunque ambos eran campeones vigentes, ya no tenían la resistencia de sus peleas anteriores. Esto afectó especialmente a LaMotta, quien cuando comenzó el combate cambió su estrategia agresiva habitual y no salió demasiado bien parado. Conforme pasaban los asaltos, se hacía más evidente que LaMotta apenas tenía opciones frente a Robinson... hacia el sexto asalto, el “toro del Bronx” comenzaba a parecer muy cansado. Robinson, por su parte, había planeado perfectamente la pelea: sabía que conforme avanzase el tiempo, LaMotta iba a empezar a cansarse... y entonces, un formidable pegador como Robinson no tendría demasiado difícil asestar alguna de sus famosas combinaciones y noquear a LaMotta. En ese sexto asalto, el público, los comentaristas de TV, Sugar Ray Robinson y el propio equipo de Jake LaMotta empezaron a esperar un desenlace inminente.

Todos esperaban ya el primer KO en la vida de Jake LaMotta... excepto, al parecer, el propio LaMotta.

En ese sexto asalto, Sugar Ray Robinson, con su habitual perspicacia estratégica y su enorme intuición, notó que el “toro” comenzaba a quedarse sin fuerzas. Creyó que había llegado el momento de finalizar la pelea y fulminar a LaMotta para infligirle su primer KO, así que redobló la potencia de sus golpes y empezó a lanzarle golpes brutales. LaMotta, sin embargo, resistió ese asalto y el siguiente. Entre el sexto y décimo asaltos, en una pelea que parecía interminable y empezaba a adquirir tintes sangrientos, Robinson descargó toda clase de golpes sobre su rival. LaMotta aparecía cada vez más agotado: la intensidad de la pelea, y seguramente también los esfuerzos de los días previos para ajustar su peso a lo que el reglamento requería, le estaban pasando factura. Al final del décimo asalto, LaMotta se mantenía increíblemente en pie para asombro de todos, allí donde cualquier otro boxeador hubiese terminado tendido en la lona.

Cuando comenzó el undécimo asalto, un desesperado LaMotta sacó fuerzas de flaqueza y salió de su rincón lanzando un agresivo ataque que recordaba por fin al “toro” de siempre, y que puso a Robinson contra las cuerdas. Sin embargo, Robinson resistió ese último ataque... en el que LaMotta había empleado hasta su última gota de combustible. Tras su último y fallido intento de resucitar, el “toro del Bronx” quedó aún más agotado. Sugar Ray Robinson volvió a castigar a LaMotta, con mayor fuerza aún, y con terribles combinaciones de golpes que impactaban en la cara y el cuerpo del “toro del Bronx”. Cuando se cumplió el tiempo de ese 11º asalto, LaMotta ya parecía totalmente acabado. Ya resultaba difícil creer que pudiese mantenerse erguido frente a los ataques de Robinson.

El 12º asalto ya no era un combate de boxeo. Ante el asombro y espanto de todo el mundo, un LaMotta prácticamente inerte recibía toda clase de golpes de un Robinson que no sabía cómo enviarle a la lona. Nadie podía explicarse cómo demonios podía mantenerse en pie un hombre en aquellas condiciones. Robinson, que había noqueado a multitud de boxeadores y tenía una potencia mundialmente célebre, golpeaba una y otra vez a LaMotta: derechas, uppercuts, ganchos... nada lograba tumbar al “toro”. Ya no era un combate de boxeo, era una carnicería: Jake LaMotta no podía ya apenas protegerse (el comentarista de la TV americana exclamaba con una mezcla de horror y conmiseración: “¡Por Dios! ¡miren a ese hombre! ¡ya no puede levantar los brazos!”). Sólo el orgullo de LaMotta le mantenía en pie. Hoy en día, el combate se hubiese detenido en ese mismo instante (e incluso antes), porque LaMotta estaba en serio riesgo de morir allí mismo: no es lo mismo que el organismo reciba un golpe estando en tensión y preparado para amortiguar su efecto, que cuando ese mismo organismo está agotado e indefenso y no puede absorber la energía del impacto... en esa situación, el riesgo para la vida es muy alto. Pero el 12º asalto se peleó completo, pese a que ya no resultaba un espectáculo agradable y estaba más cerca de una ejecución que de un deporte. Cualquier aficionado actual al boxeo que mire aquella pelea, se siente muy incómodo contemplando semejante barbaridad.

Robert De Niro caracterizado como Jake LaMotta en “Toro salvaje”. Imagen

LaMotta, al menos, pudo haberse tirado a propósito para, mientras el árbitro contaba hasta diez, haberse tomado un respiro. No quiso hacerlo. Su orgullo le estaba manteniendo vivo y en pie. No quería echarse a la lona ni para ganar unos segundos de respiro. Jake LaMotta se había convertido en el saco de entrenamiento del mejor boxeador de la historia... y se negaba a darle a su rival la satisfacción de verle en el suelo. Nadie, absolutamente nadie, ni la gente más experta en boxeo que veía aquella salvajada, podía creer lo que estaba sucediendo.

Antes de iniciarse el 13º asalto, y visto en lo que se había convertido el 12º, el médico del combate fue al rincón de LaMotta para observar si estaba en su plena consciencia, y decidió que la pelea podía continuar. Hoy puede parecer una decisión discutible, pero probablemente el propio LaMotta hizo todo lo posible para que el médico le declarase apto. Y eso por orgullo, porque ya, sencillamente, no podía boxear. Lo único que podía hacer era recibir golpes y quién sabe si terminar muriendo de un aneurisma cerebral, o quedando postrado en coma. Pero se negaba a abandonar. Salió de su rincón para “disputar” el 13º asalto, y la carnicería continuó.

El propio Sugar Ray estaba empezando a sentirse agotado: golpear también cansa, y mucho. No sabía qué hacer para tumbar a aquel suicida tallado en mármol. Durante dos eternos minutos que para todo el mundo constituyeron un espectáculo inhumano, siguió golpeando a un indefenso LaMotta. Hay que entender lo que son dos minutos en una situación como aquella: largos como dos años. La pelea, que ya no era una pelea sino un mero apaleamiento, no parecía terminar nunca. El público y los comentaristas comenzaron a sentirse en mitad de una pesadilla: Jake LaMotta ya no era humano, era como un zombie que permanecía en pie cuando probablemente debía haber muerto ya. El propio Sugar Ray Robinson estaba exhausto, había golpeado tanto a LaMotta que había consumido toda su energía: él mismo parecía haber sufrido también una paliza.... pero seguía golpeando.

Parecía que nada ni nadie podía tumbar a LaMotta, sencillamente ¡Jake LaMotta se negaba a caer!. Tenía la cara hinchada, los brazos inertes... estaba siendo brutalmente masacrado... y resistía.

Finalmente, desde el rincón de LaMotta, y pese a que probablemente LaMotta les había exigido que no detuviesen el combate, y también para alivio de todos los que estaban viendo en persona o por TV, los entrenadores del “toro del Bronx” arrojaron la toalla al ring para detener el combate, temiendo seriamente por la vida de su pupilo.

LaMotta aún seguía en pie. Eran sus entrenadores quienes se habían rendido: él no. Después de recibir una de las palizas más sangrientas de la historia del boxeo (otros púgiles han muerto por menos), el “toro salvaje” había perdido el combate por abandono, pero había salido triunfante de su alucinante y suicida cruzada personal. Todos le miraban como si hubiese venido de otro mundo. Nunca antes se había visto algo como aquello: médicamente, LaMotta había superado los límites conocidos de la resistencia humana. En el mundo del boxeo saben que el cuerpo humano tiene un límite para recibir golpes, después del cual el individuo pierde la consciencia. Jake LaMotta había superado aquel límite... y permanecía perfectamente consciente.

LaMotta había perdido su título, pero a nadie le importaba: por una vez, nadie prestó atención al vencedor y nuevo campeón. LaMotta era el héroe. LaMotta era el campeón. Durante el resto de su vida, LaMotta se ha sentido enormemente orgulloso de aquella hazaña, con una satisfacción casi pueril. Todos estos años ha asegurado que no se debió detener el combate (!!!) y que, de haber durado medio minuto más, Robinson hubiese estado tan agotado por estar dando golpes que hubiese sido él quien le noquease.

Una vez terminado el combate, habiendo perdido la pelea y el título, un desfigurado JakeLaMotta se acercó a Sugar Ray Robinson, el hombre que perfectamente había podido matarle aquella noche, y, repleto de satisfacción, le susurró en el oído:

“No me has tumbado. ¡No has podido tumbarme!”.

El “toro salvaje”
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Bailando con la mafia.

Al año siguiente de aquel escalofriante combate (no volvería a verse algo tan sangriento hasta años después, con la tercera e inhumana pelea entre Muhammad Ali y Joe Frazier, teñida de un profundo odio entre ambos púgiles, algo por otra parte inhabitual en el boxeo), el gran Robinson volvió a subir de peso para intentar ganar también en la categoría de los pesos semipesados. No lo consiguió: en su intento perdió el combate debido principalmente al agotamiento producido por el calor reinante en el recinto donde se celebró.

Tras este intento fallido, Robinson decidió retirarse, aunque, como en tantos otros casos, lo hizo sólo temporalmente.

Ray Robinson no gustaba sólo de parecer elegante en el cuadrilátero. Fuera del cuadrilátero llevaba una vida lujosa, casi aristocrática. Cuando viajaba entre combate y combate, se permitía el lujo –entonces inédito en un boxeador- de acompañarse por un pequeño séquito compuesto por figuras tan llamativas como un peluquero personal o un profesor de golf. Robinson fue quizá el primer boxeador en proyectar una imagen de playboy con estilo, y gastaba buena parte de su dinero en lujosos hoteles, trajes impecables y Cadillacs. El boxeo le había permitido resarcirse de su mísera infancia, y Robinson aprovechó la oportunidad, pero lo hizo con clase.

Tras colgar –por primera vez- los guantes, Robinson volvió a su primera y más querida vocación: el baile. Como en su infancia, volvió a actuar bailando claqué, aunque esta vez no en la calle, sino sobre los escenarios. Sin embargo, era difícil dejar de ser el mejor en el boxeo para convertirse en un bailarín del montón... por no hablar de que sus ingresos económicos no eran ni de lejos los mismos. Si quería continuar con su lujoso tren de vida, no tenía más remedio que volver a boxear. Así lo hizo: finalmente, fue púgil profesional hasta más de los 40 años. Ni que decir tiene que en sus últimos años cosechó más derrotas que en los primeros, pero, aun así, su carrera en conjunto no dejó de ser brillante. Nada más retornar, recuperó el título de los pesos medios. Más adelante volvió a perderlo, y volvió a recuperarlo. Así hasta cinco veces: el único boxeador de la historia que logró recuperar cinco veces el campeonato mundial. Pese a que en el tramo final de su carrera ya no era ni de lejos el dominador, mantuvo un digno porcentaje de victorias y fue inmensamente popular en Estados Unidos y Europa.

Como testimonio de su grandeza, dos citas de dos personalidades clave del mundo del boxeo:

“Arriba del todo está Sugar Ray, y por debajo ya están los diez mejores boxeadores del mundo” (Cus D’Amato)

”Fue el mejor boxeador de la historia. Aprendí a moverme viéndole pelear” (Muhammad Ali)

El elegante “Sugar” Ray Robinson en portada de Time.
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Pero si alguien pasó por peripecias esperpénticas tras el famoso combate con Robinson, ese fue Jake LaMotta. Algunos años después, el Congreso de los Estados Unidos creó una comisión para investigar lo que era un secreto a voces: la influencia de los grupos mafiosos sobre el deporte pugilístico. Como era de esperar, los testimonios llamados a declarar o bien se negaban a responder amparándose en la 5ª Enmienda (aquella que permite a un compareciente no declarar nada contra sí mismo), o bien respondían yéndose por las ramas, o bien afirmaban categóricamente tener noticia alguna de que la “cosa nostra” tuviese poder sobre el mundo del boxeo. Por mucha presión que ejerciesen las autoridades, lo cierto es que los comparecientes, más que al Gobierno, temían las consecuencias de romper la “omertà”, la Ley del Silencio de la mafia. Era universalmente sabido que “cantar” en una de aquellas comparecencias equivalía a ponerse en el punto de mira de la Mafia. Y la Mafia de entonces era extraordinariamente poderosa... una vez decidía quitarse a alguien del medio, prácticamente no había rincón donde esconderse para salvar la vida.

En aquella comisión, y a instancias del FBI, fue citado a declarar Jake LaMotta. El FBI tenía buena constancia de que algunos años antes LaMotta había hecho tongo en uno de sus combates, y de que aquel tongo era el resultado de un trato con la Mafia. Por descontado, las autoridades federales no tenían modo alguno de demostrarlo. Todos los implicados en aquel tipo de asuntos testificaban siempre de la misma manera: ninguno de ellos sabía nada de un tongo. Ya no era por el resultado del combate en sí (que eso no tenía ninguna importancia) sino porque si se demostraba alguna vez la existencia de aquellos tongos, estaría casi demostrado el papel del crimen organizado como poder organizador del lucrativo negocio del boxeo, uno de los deportes más populares de la nación.

LaMotta se presentó ante la comisión con su característica actitud entre indiferente y altiva, tan propia de los matones callejeros. Cuando vi, en “The Sopranos”, a Tony Soprano adoptando una actitud de “que sepas que todo esto me la suda” ante su psiquiatra, me vino inmediatamente a la cabeza la comparecencia de LaMotta ante el Congreso.

Todo el mundo preveía que LaMotta, lógicamente, iba a negar la existencia de aquel tongo. No tenía motivo alguno para no hacerlo: era imposible probarlo, reconocerlo supondría una mancha en su carrera, y además los mafiosos ya le habían advertido que tuviese cuidado con lo que decía.

Pero Jake LaMotta se las arregló para volver a causar conmoción en todo el país. Ante la pregunta clave de “¿accedió usted a realizar un tongo etc. etc.?”, un desafiante LaMotta se limitó a contestar:

“Sí”.

Aquello fue una verdadera bomba, y saltó a las primeras páginas de los periódicos. Era, realmente, el primer testimonio relevante en poner de manifiesto los manejos de la Mafia sobre el boxeo. Nadie podía explicarse qué cojones le estaba pasando a LaMotta por la cabeza cuando respondió aquello, pero lo cierto es que el ex-campeón mantuvo su testimonio pese a las amenazas de la Mafia. También declaró en la comisión que él no le tenía miedo a nada ni a nadie. Desde luego, con aquella apoteósica comparecencia, estaba demostrando que si había sobre la faz de la Tierra un personaje digno de terminar inspirando una película, ese era él.

Todo el mundo daba a Jake LaMotta por muerto.

El “toro del Bronx” había asestado un importante golpe a los manejos de la Mafia en el negocio pugilístico, pero también había firmado su propia sentencia de muerte. LaMotta no ganaba absolutamente nada reconociendo el tongo, lo único que había conseguido era convertirse su cabeza en una apetecible diana de tiro al blanco. Nadie conseguía entender la actitud de LaMotta, no había razón alguna para ponerse por las buenas en aquella situación. La policía no podía presionarle con pruebas o amenazas de cárcel... la atómica declaración del descerebrado de LaMotta dejó a todos petrificados.

Y lo que, una vez más, llevó al “toro salvaje” al borde del abismo fue su orgullo, aquel orgullo irreflexivo y contumaz hasta el límite de lo kamikaze. A LaMotta, sencillamente, no le salió de las pelotas dejarse intimidar por la Mafia. Y nadie mejor que él, de ascendencia italiana y crecido en las duras calles del Bronx, debía saber que enfrentarse a la Mafia era terminar en el maletero de un coche con una bala en la nuca, y que ni la protección de las autoridades podría salvarle. Pero no le importaba: él iba a demostrar, por sus santísimos cojones, que no le tenía miedo a nada y que ni siquiera la mayor organización criminal de la Tierra iba a amedrentarle. Aún más, aquella era una ocasión de oro para dejar bien claro que “él” no había perdido aquel combate contra Billy Fox... no había perdido, se había dejado ganar, que no era lo mismo. Él era el “toro del Bronx”. Él sólo perdía frente a los más grandes, frente a gente como Sugar Ray Robinson.

¿Qué clase de persona se presentaría voluntario a una ejecución sólo por demostrar que tenía más huevos que nadie y para que todos supieran que Billy Fox, por sí mismo, no le hubiese vencido “a él”•en la vida? La respuesta es sencilla: Jake LaMotta.

Tras la comisión, la morbosa atención de la gente residía en saber cuánto tardaría la Mafia en borrar a LaMotta del mapa. El “toro del Bronx”, por su parte, no hizo demasiado esfuerzo por esconderse en algún remoto agujero. Haciendo gala de una temeridad irresponsable y, por qué no decirlo, encantadora, siguió su vida como si tal cosa, a pecho descubierto.

Pero lo más inexplicable de todo el asunto es que a LaMotta nunca le ocurrió nada. No apareció descuartizado en una cuneta ni maniatado en el maletero de un coche. De hecho, a día de hoy, sigue vivo, y haciendo gala del mismo orgullo callejero que le caracterizó siempre. ¿Cómo es posible que tras asestarle un golpe a los negocios mafiosos en el boxeo no haya terminado engordando a base de plomo? La respuesta no la conoce absolutamente nadie. El propio LaMotta ha terminado reconociendo que admitir el tongo fue un acto irresponsable y estúpido, pero que en aquellos tiempos, sencillamente, él no se paraba a pensar en esos pequeños detalles. Le divierte –y le enorgullece- recordar su pasado de “bad boy” temerario, y sigue presumiendo con una amplia sonrisa de que Robinson no le tumbó y de que tampoco pudo hacerlo la Mafia.

No cabe duda de que semejante individuo, estaba escrito en el destino, tenía que terminar teniendo su propia película, y su propia leyenda.

Jake LaMotta... menudo personaje.

Jake LaMotta... el único hombre que ha sobrevivido a Sugar Ray Robinson y a la Mafia.
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jubilao
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Mensaje por jubilao »

Urdu escribió: Tengo fotos actualizadas de mi rabo.

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The last samurai
Ulema
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Mensaje por The last samurai »

Que alguien mueva este muro al subforo de deportes, por caridad.

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Babylon
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Mensaje por Babylon »

Ueh! He leido el tochazo y te odio...


(no volvería a verse algo tan sangriento hasta años después, con la tercera e inhumana pelea entre Muhammad Ali y Joe Frazier, teñida de un profundo odio entre ambos púgiles, algo por otra parte inhabitual en el boxeo)


¿Esta es la de buma ye?

Sigue contando...

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¿Quien es este tipo?
Ulema
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Mensaje por ¿Quien es este tipo? »

Boxeo....................Thailandes

Un relato de muay thai.

La esperanza de Banglapee

No le importó que comenzara a llover, hasta le pareció en cierta forma refrescante para aliviar un poco el calor del verano tailandés. De todos modos, ya estaba mojado de transpiración y acostumbrado a vivir en un casi permanente estado de humedad. En Banglapee la lluvia y la humedad del ambiente eran como hermanas gemelas que se disputaban entre ellas la supremacía por mantener mojada a la madre naturaleza. En la época de lluvias, era normal que lloviese tres o cuatro veces por día, y cuando paraban los fuertes chaparrones, el sol empezaba a evaporar el agua y entonces comenzaba a llover nuevamente, sólo que ahora, de abajo hacia arriba en forma de un pegajoso vapor de agua.

A Songchai todavía le quedaba una hora de caminata en el fango del camino que unía Banglapee con Klongsan para llegar hasta el estadio de Tumbol Bansan
donde ese día se disputaba el gran premio de lucha de Ratanasuban. Escondidos en la cara interna su sombrero de paja llevaba, 2000 bahts, el equivalente a 80 dólares, o a todo el excedente que le había dejado la cosecha de arroz del año. Pronto, y con algo de suerte, esos 2000 bahts se multiplicarían por 7, por ocho, o quizás por nueve, dependiendo de cómo pagasen las apuestas esa noche.

“No hace falta suerte, Erawan es un ganador seguro, el mejor luchador que ha dado Banglapee” le había dicho Sakulpan, el viejo entrenador del pueblo, después que Songchai le invitara unas cuantas cervezas. “Puedes apostar tranquilo hasta el pan de tus hijos, que Erawan se llevará el combate. Su patada circular con talón es demoledora”. Songchai conocía al viejo hace tiempo y lo respetaba como maestro, y sabía que Sakulpan no erraba sus profecías sobre el sexo de los niños por nacer ni sobre los resultados del Muay Thai.

Mientras Songchai pensaba como gastaría lo recaudado en esa noche, se le cruzó por el camino una serpiente zigzagueando rápidamente por los charcos en busca de la espesura de la selva. Este encuentro, además de representar un peligro para sus pies apenas protegidos por unas sandalias de paja, era un pésimo augurio que sólo podía revertirse de una manera. Songchai juntó unas piedras que encontró al costado del camino y las tiró con odio y gran precisión sobre el cuerpo de la serpiente. No era un blanco fácil porque se desplazaba con rapidez y el fango amortiguaba los disparos de Songchai. Pero la tercera piedra dio de canto, justo antes de cabeza de la víbora, dejándola con sus ideas pendientes de un hilo de carne y piel. Con paciencia logró agarrar su cola que todavía se movía con los últimos espasmos de vida y la colgó en una rama alta y visible para que algún búho termine con ella por la noche y lo libere así de cualquier mal augurio.

El estadio de Tumbol Bansan estaba repleto de fanáticos del boxeo tailandés y Songchai tuvo que someterse a una hora de cola y empujones hasta llegar a hacerse de una entrada y poder apostar sus 2000 bahts a favor de Erawan. Pero el esfuerzo había valido la pena, las apuestas estaban 10 a 1 y cuando ganara, Songchai sería el hombre más rico de Banglapee.

Erawan protagonizaba la última pelea de la noche, por lo que Songchai tuvo que presenciar con poco interés las 4 luchas preliminares. Los luchadores eran de poca calidad y ningún combate dio un espectáculo digno. Sólo en la tercera pelea cuando uno le partió la rodilla a otro de una brutal patada lateral, Songchai se logró distraer un segundo de la ansiedad de su apuesta y disfrutar del espectáculo.

El combate principal de la noche empezó algo después de las 11. Cuando el anunciador, un gordo que llevaba un esmoquin negro desteñido con un moño rojo, anunció a Pinyo, el favorito, el Tumbol Bansan estalló con gritos de aliento. Songchai no se animó a alentar al joven Erawan cuando sin entusiasmo lo anunció el gordo de moño rojo, e intentó hacer oídos sordos a los fuertes silbidos y abucheos que siguieron a su presentación.

Pinyo, entró confiado al ring, motivado por el incondicional apoyo que le daban los miles de espectadores y apostadores con sus alaridos de fanatismo. Tenía el cuerpo fibroso y curtido de un luchador que a los veinticinco años ya está pisando el final de su carrera. Estaba empapado de sudor y llevaba unos pantalones rojos con inscripciones en negro en honor a los dioses y maestros que lo habían hecho un campeón. En la cabeza llevaba una vincha roja y dos cintas negras remarcaban el perfil de sus bíceps. Con la vista perdida en algún punto indefinido del estadio, saltaba y tiraba puñetazos al aire desde su rincón mientras esperaba a su contrincante.

Erawan entró al ring aturdido por silbidos y abucheos como nunca había escuchado en su aldea natal de Banglapee. Fingió que no le importaban y comenzó a golpear sus propios guantes y a morder nerviosamente el protector bucal. Con 20 años, estaba en la cumbre de su carrera de luchador y sus músculos jóvenes y potentes se contraían y relajaban con rápidos espasmos eléctricos, preparándose para el combate. Llevaba unos pantalones blancos relucientes dos talles más grandes que los que le correspondían, haciendo que sus piernas flacas, fibrosas y un tanto chuecas bailasen sobradamente bajo el pantalón.

Mientras el árbitro les recordaba las reglas que ellos ya habían escuchado cien veces, Pinyo miraba intensa y fijamente a Erawan a los ojos. Erawan en cambio intercambiaba rápidas miradas con el árbitro, con Pinyo, y con la muchedumbre entre la que buscaba sin éxito algún rostro conocido.

Cuando sonó la campana Erawan dejó todos sus pensamientos racionales en su rincón para dar paso a un ancestral instinto de lucha que tomaba ahora control total de su mente y de su cuerpo. En el primer asalto, Pinyo se dedicó a explorar a su contrincante. Lo dejó a ir a la ofensiva y retrocedió a cada golpe de Erawan mientras lo decodificaba de a poco. De tanto en tanto, Pinyo tiraba un puñetazo como para recordarle que estaba allí y que era peligroso avanzar sin precaución. Ninguno de los dos luchadores conectaba un golpe pleno y el público abucheaba la pelea que de momento carecía de toda emoción. Faltando 10 segundos para el final del asalto, Pinyo lanzó un potente low kick al muslo de Erawan conectando con un golpe pleno y resonante que el público festejó.

Songchai tuvo un mal presentimiento. Erawan le había parecido tímido en el primer asalto, y la experiencia de Pinyo parecía estar dominando el combate, aunque más no sea por ahora en el plano psicológico. La formidable patada de giro con talón de la que le había hablado el viejo Sakulpan no había aparecido de momento y Songchai empezaba a dudar de su existencia y efectividad. Según el viejo, la ligera curvatura chueca de las piernas de Erawan desorientaba a sus adversarios y con esta patada podía conectar un pleno en la mandíbula arrastrando cualquier intento de defensa del contrincante.

Durante el descanso, el entrenador de Erawan le dijo varias veces que no entrara en el juego de Pinyo, que haga su estrategia y que sobre todo no pierda la paciencia. Le dijo que repita la secuencia que habían hecho mil veces juntos en el gimnasio y que así le ganaría al campeón. Pero Erawan tenía demasiada adrenalina en la sangre para escuchar con atención las palabras de su entrenador y esperaba ansioso el comienzo del segundo asalto mientras los latidos de su pierna resentida por la patada contaban uno a uno los segundos.

Una jovencita de aspecto desnutrido y con ajustado traje de baño rojo anunció el comienzo del segundo asalto recorriendo el ring con paso de imitación de modelo y con un cartel de cartón pintado a mano. Cuando sonó la campana Erawan salió disparado como perro a su presa y Pinyo lo esperó sereno para conectar con precisión otra patada exactamente dónde le había dado la anterior. Erawan contestó con una rápida seguidilla de puñetazos y patadas bastante impresionantes, pero ninguno de ellos conectó limpiamente. Mientras Erawan recuperaba algo de aire y pensaba en la secuencia de la que le había hablado el entrenador, Pinyo se lanzó a la ofensiva con un sorpresivo salto con el que conectó una rodilla en su mandíbula. Erawan, ahora un poco atontado, volvió a responder con una lluvia de puñetazos desordenados sin lograr conectar ninguno. Pinyo supo en ese momento que la pelea era suya, y ahora sólo se trataba de dar un buen espectáculo. Volvió a lanzar la patada al muslo y el público retribuyó el fuerte chasquido que hizo al impactar en la pierna de Erawan con sonoros aplausos y alaridos de euforia.

“Patada circular, ahora!” gritó Songchai sin importarle que los fanáticos de Pinyo lo escucharan y lo miraran amenazantes.

Pero la esperada patada circular con talón de Erawan no vería la luz esa noche en el estadio de Tumbol Bansan. En cambio, Pinyo si conectó otras patadas al muslo, combinadas con rodillazos al cuerpo y a la cara. Cuando Erawan ya no tenía fuerza para contestar los golpes y bajó un poco la guardia, Pinyo se lanzó con resolución sobre él para terminar el trabajo de la noche. Como el cuerpo de Erawan era joven, sus piernas fuertes, y sus sueños irrenunciables, soportó en pie la fuerte envestida de Pinyo. De no haberse tratado de un joven y desconocido luchador, el arbitro probablemente hubiera parado la pelea, que ya en ese momento tenía un resultado irreversible y continuarla sólo ponía en riesgo la vida de Erawan. Pero Erawan era un novato, Pinyo era el favorito, y miles de aficionados habían pagado 25 bahts por una noche de sangre y espectáculo.

Finalmente Erawan cayó. Su cuerpo se plegó sobre sus rodillas y cayó inerte con los ojos en blanco contraste con la sangre que emanaba de su boca y de su nariz de tabique partido. El público gritaba enfervorizado todo tipo de halagos al campeón que saltaba con los brazos en alto mientras el árbitro y el entrenador intentaban resucitar al perdedor.

Songchai se arrastró fuera del estadio, odiando a todos los que festejaban, que en esa noche, y para su pesar, eran la inmensa mayoría. Sintió la necesidad de ahogar sus penas con algunas cervezas, pero no le quedaba ni medio baht para eso y su crédito en todos los bares de Banglapee había expirado. ¿Cómo pagaría ahora sus deudas con Kongprai? ¿Con qué acompañaría el arroz de mañana para sus hijos? ¿Qué explicación le daría a su mujer sobre la repentina desaparición de los 2000 bahts? Tenía más de una hora de caminata de vuelta a Banglapee para pensar en estas respuestas, aunque no estaba seguro que fuera tiempo suficiente para encontrarlas.

Llegando a su casa, ya bien entrada la noche, pudo distinguir a la luz de la luna a Nao y Thoi, los dos matones que usaba el prestamista Kongprai para cobrar sus deudas vencidas. Casualmente, Nao era un ex-campeón de Muay Thai, ahora retirado y empleado por el incipiente sector financiero de Banglapee. Thoi no era campeón de nada, pero pesaba unos 120 kilos y tenía las manos grandes y peludas como las de un gorila. Songchai pensó en darse media vuelta y salir corriendo, pero se dio cuenta que los cobradores ya lo habían visto y escaparse en esas circunstancias sólo empeoraría las cosas. Tendría que recurrir a la estrategia de dar alguna explicación aunque no se le había ocurrido ninguna buena en la hora y media de caminata. “La cosecha que viene pagaré con creces ….”, “Pueden llevarse a mi hija, ya tiene 13 años y es muy bonita …” intentó decir mientras los matones le propiciaban una suculenta paliza. Con valentía estoica, se logró mantener en pie mientras le pegaban, hasta que Nao le lanzó una espectacular patada circular con talón que dio justo en su cien y lo dejó tumbado boca abajo en el fango. Con el recuerdo difuso de la serpiente que había matado esa tarde camino a Klongsan, Songchai intentó arrastrarse fuera del camino pero Thoi aprovechó para darle unas patadas en las costillas, hasta que comprobó que ya se había desmayado y había perdido la gracia.

Cuando recobró el conocimiento, juntó fuerzas y se puso de pie para llegar caminando con dificultad y con mucho dolor hasta la puerta de su casa. Se preguntaba si su mujer se compadecería de él y le prepararía un té caliente para calmar sus dolores, o si al enterarse del destino de los ahorros de la familia se sumaría a la paliza que le habían dado Nao y Thoi, y le saltaría encima con uñas y dientes. Se sorprendió al ver todas las luces apagadas porque habitualmente lo esperaba despierta para así poder reprocharle sus andanzas nocturnas. Al entrar comprobó que en la habitación única de su improvisada vivienda no estaban ni su mujer ni sus cinco hijos, pero más le preocupó ver que se habían llevado el saco de arroz y el telar.

Edito pa poner efectos especiales:

Ko de Zambidis A Kid Yamamoto:
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¿Quien es este tipo?
Ulema
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mapoche
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Banda sonora para este post: A tribute to Jack Johnson de Miles Davis
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oximoron
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¿Quien es este tipo?
Ulema
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Tardo mil años en yousenditar ciento y pico megas.

Si no me decis otro metodo, tendreis que quedar sin verlo.

Y es una pena, porque es un caombatazo (m)

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