Permítanme, oh grandes cinéfilos del pulp choricero y cañí, una ligerita digresión para gafaspastas del horror. Hoy, en una regresión mnemotécnica debida, sin duda, por una diarrea galopante y el visionado de cierto cutrefilme ambientado en el procaz mundo de los hoteles; donde curiosamente nadie pernocta pero se perforan incansablemente en un frenesí de masajistas oleosos, recepcionistas políglotas, botones con propinas en especia, y un servicio de habitaciones tan espléndido que dejan al cliente trincharse la cena sobre el carrito y le pelan la fruta con el postre.
Obviamente, también había jacuzzi y baños de lodo. ¡Arghhh! sí, baños de lodo, ese mejunje chocolateado que hace parecer a sus ricachones usuarios a empleados extraviados en la limpieza de una fosa séptica muy grande y particularmente infecta.
El caso, es que tras ver unos fotogramas visiblemente salaces y freudianamente coprófagos, recordé, de súbito, una película de terror cuyo principal leit motiv también eran los baños de barro. Era algo olvidado, como una peadilla de la que no aseguras haberla soñado estando dormido, un miedo cerval. La sensación bien pudiera resumirse en que un tipejo de bata blanca y fétido aliento estaba inoculándome ingentes dosis de cobardía y chorros de pez hirviente por la médula espinal.
Uno de esos sueños terroríficos en los que las cuerdas bucales se petrifican y el sudor frío hace presa en el ombligo.
¡Tengo que ver de nuevo esa puta película! Y me reiré, diantres, juro que me reiré del bombón homicida del terso y delicadísimo cutis.
Joder una pista:
